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lunes, 30 de abril de 2012

BRUNO EL EGIPCIANO. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)

BRUNO
EL
EGIPCIANO
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
(SIN)

MALUM NULLUM EST SINE ALIQUO BONO..
Plinio el viejo.
NO HAY NINGÚN MAL QUE NO TENGA ALGÚN BIEN.









Las alegres muchachas del “Rincón”, todas jóvenes entre los catorce y dieciséis años, algunas tardes del aquel tórrido verano, bajaban cantando al rio. Antes y como un rito descansaban a la sombra del árbol “gineto” equidistantes de sus casas y la zona donde se bañaban. Con los deberes cumplidos, retozaban alegres en la orilla, a sabiendas de su soledad. Chapoteaban sin importarles nada, dando gritos y salpicándose unas a otras o entretenidas en infantiles juegos; disfrutaban de ese bendito momento de relajo y al tiempo empapadas salían del agua y en el camino a sus chozas se secaban expuestas al fuerte calor.

-          ¡Siento una presencia extraña!- Dos chiquillas tomaban el sol en la orilla,  ajenas a los juegos de sus compañeras-, los últimos días tengo la sensación de que pasa algo raro,
-          El ambiente no es el mismo. Parece que los pájaros callan.
¡Alguien nos espía!. ¡Me lo barrunto!- ¡Díceselo a las otras!
Cesaron las risas y juegos y precavidas las muchachas se ocultaron tras los macizos de lirios más espesos  de la rivera.

El regato fronterizo, de aguas turbias pero frescas, era un alivio para paliar los días calurosos del estío.
¿No lo veis?. Sólo asoma un poco el pelo, nos vigila desde la otra orilla, es un portugués gitano ¡Vámonos! ¡Qué asco! Corrieron chillando alejándose rápidamente del regato.
La curiosidad de María pudo más que su miedo y permaneció agazapada en su verde escondite; asomó tímidamente su mojada cabeza y…miró a la contraria orilla de soslayo para descubrir una cabeza cetrina y unos ojos vivos y chispeantes que otrora observarán a las muchachas. Los separaba no demasiada distancia y la muchacha vio en aquellos ojos algo que la impresionó. Aquel pelo lacio y brillante, aquel cuerpo desnudo al salir del agua reflejando lágrimas de sol, la encandiló, la enamoró.

Bruno era un adolescente egipciano de rostro faraónico; la personificación de la belleza masculina. Alto, nervudo y fibroso sin llegar a la desproporción, su pelo negro azabache brillante, rizado en medios bucles enmarcaban el agraciado rostro donde unos ojos negros, profundos, escrutaban hasta el alma de las cosas; espesas  y recortadas  naturalmente  las cejas y adornando sus ojos unas pestañas inmensas. Los miembros eran fuertes y torneados; el uniforme color tostado de todo su cuerpo  le daba la prestancia de un díos de ébano.
Con pudor, María, se tapó los ojos antes la presencia en cueros del muchacho,  deseando en el fondo de su alma poder seguir contemplándolo.

El chico, completamente ajeno a que le espiaban, se movía desnudo, sin inhibición alguna, creyendo que  las muchachas se habían marchado hacia sus chozas y casas de labrantío. Al volver la vista a la otra orilla, algo captó su atención.
Entornó los ojos negros, no creyendo ver lo que estos le ofrecían. En la otra orilla, una figura de piel nívea que se erguía sobre un lecho de lirios de tallos verdes y florecidos en amarillo. María, se había descubierto inconscientemente
 sin darse cuenta, atraída por algo que no supo darle nombre hasta poco tiempo después.      No era muy alta, de miembros finos que prometían que pasada la adolescencia sería una gran mujer; sus ojos de miel,  vivarachos,  se escapaban del pálido rostro y sus labios sanguíneos parecían  perfilados con mejunjes. Cuando iba a comulgar por el pasillo central de la iglesia parecía una gacela que no tocara el suelo de pizarra y al volver su cara se iluminaba resplandeciendo de candor e inocencia. Las mujeres del Rincón al verla pasar cubierta con el velo, pensaban:
¡Paece la mismísima Vígen!


Sintió Bruno un calor desconocido que lo invadía y una sensación de bienestar que  hizo la tarde más luminosa y más gárrulos los pájaros de la sombra fresca de la ribera. El también quedó prendado de la chiquilla.

Más que un río,  el Caya, era un aprendiz, no pasando de riachuelo; pero se sentía importante pues sus orillas eran la frontera entre los dos países y en  su ribera frondosa, sauces llorones dejaban sus verdes lágrimas en la superficie del agua, ramas que en el estío trenzaban una pérgola natural y a su sombra poco espesa,  crecía la hierba bien alimentada por las aguas verdinas  del cauce. Raya de contrabandistas, peligrosa durante la noche, pero calma mientras la luz duraba.
Y, a  ambos lados de regato-río, colonos de los dos países se ganaban el sustento hiriendo la pobre tierra y regando con su sudor cada surco, que agradecidos, les premiaba con parcas aunque suficientes cosechas para cubrir sus necesidades.

Los gitanos de ambos lados de la Raya o frontera, eran
mal considerados como auténticos demonios, sobre todo los portugueses que eran mucho más pobres que los españoles y eran tachados de nómadas, gentes de mal vivir , ladrones y pendencieros, sucios y violentos, maldicientes   y atrabiliarios
 sin oficio y  el beneficio lo obtenían perjudicando a los demás.

A ambos lados,  unos odiaban a muerte a los guardias civiles  y otros a los “guardiñas” y todos a los dos cuerpos, que representaban la ley de aquellos campos y perseguían con persistencia sus tropelías. La verdad es que los gitanos portugueses se ganaban la vida en época de cosecha trabajando en los campos por un misérrimo jornal y todo lo malo que por aquellos pagos acaecía les era achacado a ellos.
Las muchachas no volvieron a río, al enterarse sus familias que en otro lado trabajaban gitanos,  temerosas de la “jonra” de sus hijas.


María, poco a poco, se fue distanciando de sus amigas, sus conversaciones le parecían vacías, sus juegos infantiles; se enfrascó más que nunca en sus tareas, que eran muchas y le mantenían la mente ocupada. Se recluyó en su mundo con el pensamiento puesto en el bello rostro moreno que un día vio asomarse entre el verde y amarillo de los lirios estivales.
Al poco, las gentes olvidaron el episodio del regato y a los gitanos portugueses, pero, las muchachas nunca más volvieron y sólo ella cuando las obligaciones se lo permitían bajaba sola al río y se escondía entre los juncos espiando la llegada del chaval.

Se había olvidado de las muchachas, menos de una, pero eso era agua pasada como la que le acariciaba su piel. Bruno llegaba solo, silbando alegre entre los árboles del bosquecillo de la otra orilla; se quitaba su pobre ropa lentamente, mostrando su bello cuerpo, hasta quedarse desnudo y lavaba la ropa cuidadosamente, golpeándola contra los cantos rodados y tendiéndola en la hierba donde el sol calentaba más fuerte.
Se introducía en el río braceando hasta encontrar las aguas más frescas y ajeno a las furtivas miradas de María, se tendía sobre la hierba, reluciente, barnizado de agua y luz y cantaba canciones tristes, las llaman “fados”, mientras acariciaba su cuerpo joven y viril tumbado cara al cielo observando los escasos pájaros que se atrevían a volar con el intenso calor.
¡Cómo anhelaba la chiquilla que aquellas manos fueran las suyas! Y acariciar aquel cuerpo lentamente, despacio, mientras caía la tarde hasta detenerse en la parte más obscura de aquel bronce que perdía la vista en el infinito.

Una imprudencia de María hizo que el muchacho se levantase y la descubriera. Avergonzado se tapó el sexo con una mano y sin dejar de sonreír la saludó con la otra.

Pasó una vida en la mirada de ambos; enrojeció María y salió corriendo hacia el Rincón en busca de su casa, sin poder apartar de su mente la imagen de aquel ser perfecto.

-M´han dicho tus amigas que ya no bajas con ellas a las parcelas
-Es que no me apetece padre.
-Pero, bajas a veces sola al río.

-Me gusta pensar en mis cosas sin las amigas alborotadoras.
-Me gusta estar sola, padre.
- Y, m´han dicho también que por allí ronda un gitano portugués de pocos años.
-¿Y eso que tiene que ver conmigo?
- No sé,  pero me preocupa.
La muchacha también empezó a preocuparse- sabía de más la aversión de su padre a los portugueses y más, si eran gitanos.


El árbol “Gineto”, era un ejemplar impresionante, un álamo globoso que se erguía solitario, a igual distancia del río y de las parcelas de los colonos españoles.

Su nombre se debía a que año tras año y desde tiempo inmemorial, cobijaba camadas de ginetas de rabo rayado que gustaban de la soledad y aislamiento del lugar. Para Bruno y María significaría mucho en sus jóvenes vidas.

Pasó un tiempo en que María no veía a Bruno en la otra orilla del río y los rumores  en el Rincón se fueron acallando- con el tiempo sabría la muchacha que la familia de Bruno se habían trasladado al norte de Portugal a faenar en la vendimia-, se entristeció y pensó que su ensueño se había terminado y el muchacho con el tiempo no sería más que un recuerdo.

Se afanaba en las tareas de la casa y el cuidado de los animales, pero su familia sabía que algo le rompía el corazón. No jugaba con el pequeño hermano como antes, no hablaba más que lo imprescindible y todos los ratos libres los pasaba en su cuarto meditabunda. Pasó el invierno sin ver prácticamente a nadie más que a su familia.

Llegó Mayo, esplendoroso de flores y aromas; la primavera mostraba toda la gama de colores que embotaban los sentidos. María se sintió atraída por el río y se encaminó al bosquecillo de los sauces, buscando la fresca sombra y allí se sintió feliz con su tristeza.

Ensimismada en el claro atardecer no captó la sombra que la acechaba; sólo sintió un beso en su cabello rubio y asustada se volvió para descubrir que aquellos labios eran de su amado Bruno que había regresado. Nunca comprendió como se entendieron hablando dos idiomas, aunque parecieran  hermanos.
Y, en aquel bosquecillo, de sauces y fresca hierba se iniciaron ambos en el amor. Descubrieron un mundo loco de pasión a la sombra de los árboles de aquel recóndito rincón del río.

Sus cuerpos desnudos, bailaron sobre la hierba ajenos a las miradas del mundo y María lo convirtió en su palacio de hadas verdes.
Quería que el instante fuera eterno y ya anochecido se separaba de su amado.

-¡Ande vienes tan tarde!
- Del árbol “Gineto”, de “pensá”.
- ¿Y en qué piensas que ties descuidás tus obligaciones de la casa?
- En na padre, cosas de la edá.
- Pa mí que te pasa argo. Y como no quiero jaleos a partí de hoy, ni el río, ni el “gineto”, si quieres pensá lo jaces en el corral de los pollos.

Los muchachos, ante la actitud del padre de María establecieron un sistema de comunicación que pocos sabían: se buscaba un cristal roto- escasos en aquella época- y se practicaba un hueco en el suelo acorde con el tamaño del cristal y en su seno, se adornaba con flores de distintos colores buscando un motivo artístico y en el centro, ¡un presente!: una cuenta de collar, una moneda, las plumas vistosas de algún pájaro, una chuchería. Algo para agasajar al otro. Eran nichos de la vida. Los había de muerte donde se enterraba un pajarillo o un ratón y día a día se podía comprobar su descomposición.

Bajo el árbol “Gineto”, María y Bruno se comunicaban en secreto.
A sabiendas de lo que pudiera ocurrirle, María, terminó las tareas de casan y atardeciendo se acercó al “Gineto” y… allí estaba el nichito con florecillas, cristales de colores y en el centro un “tostón”- veinte céntimos de escudo portugués- lo que significaba que por allí rondaba Bruno, el gitano portugués.

Lo encontró tumbado, en el bosquecillo de los sauces, dormido, tan sólo cubierto por unos leves calzoncillos sucios. El abultamiento de su sexo la enardeció y muy lentamente, descalza se arrodilló y lo besó levemente en los labios.
Despertase Bruno y sonrió, la besó quedamente e hicieron el amor con la total entrega de sentirse un solo cuerpo y una sola alma.

Ya en el crepúsculo, desnudos y cara a la luna naciente, acariciándose se olvidaron del mundo y soñaron con estar eternamente juntos en una pequeña casita rodeado de un par de jenízaros tan bellos como ellos.

Cruzó Bruno el río, hacia su campamento cuando ya la luna ya estaba alta en el horizonte.

María, arrobada y feliz anduvo hasta la choza de la familia a sabiendas de lo que le esperaba.
-         ¿Ande h´as estao, peazo puta?
-         Paseando.
-         Eres la vergüenza de nuestra sangre. ¡Mïrala!- y se dirigía a mi madre y mis pequeños hermanos- es la puta joven del Rincón, que se acuesta con gitanos portugueses y encima no saca ná, porque ná tienen.
Achispado, se acostó con una sola frase en su boca ¡Puta, más que puta! Y lo repetía durante el sueño.
María, se acurrucaba a su hermana Herminia en la yacija de paja y se dormía con un cosquilleo en el bajo vientre que le hacía olvidar las ofensas de su padre.

El padre de María, rencoroso y aturdido, cansado de los murmullos y habladurías de los labradores, decidió en una de sus incontables borracheras, espiar a su hija y así descubrió el secreto del árbol “Gineto”.
La María está mú pálida y no atiende a sus obligaciones (como siempre, madre tenía la mosca detrás de la oreja).
-         ¡Hablaré con esa furcia!
-         Y, además, “degomitá” por las mañanas- terció Andrés de trece años- sale de la choza después del desayuno y se va a los matorrales a “gomitá”.
-         ¡Pá mí, que esta hija de puta está preñá”.

María, sufría los primeros síntomas de embarazo y aunque trataba de ocultarlo, ganaba la naturaleza, y, a los cuatro meses no pudo disimular su barriga preñada.

-         ¡La pazo puta, está preñá del gitano! Que nadie diga ná, que en cuanto nazca el bastardo lo meto en un saco y como las “camás” de perros o gatos, lo echo al río.
-         ¡No serás capaz!- terció la madre.

-         ¡Tú calla!, cocina y lava como es tu obligación y te guardas tus sentires que a mí no me interesan.
Madre, como siempre, sometida,  calló.


Ya sabía el lenguaje de los “nichitos” y eran las doce de la noche cuando abandonó la cantina, preñado de copas y con una antigua pistola de la guerra civil. Cansado de la caminata, se apoyó en el “gineto” y esperó. La noche era espléndida, el viento calmo y la temperatura suave.
Adormilado por el vino, vio llegar una sombra obscura. Era Bruno.

-         ¡Boa noite!-saludó el chaval muy educado.
-         ¡Con que tú eres el que ha “preñao” a mi hija, só cabrón.
-         Senhor. Eu amo a María con toudo mi coraçao.
-         ¿Qué edad tienes, gitano?
-         Quince anos, senhor.
-         Eres muy guapo, pero remendaré la honra de mi familia y, sacando la pistola, disparó.

Las pequeñas ginetas se revolvieron en su nido y abajo junto al  viejo tronco, yacia el muchacho portugués, muerto, con sólo un hilillo de sangre que asomaba por su nariz.
Y, pasada la media noche de aquel aciago día, bajo un árbol centenario las lechuzas contemplaron un hombre viejo, desconcertado y beodo y a sus pies el cadáver de un adolescente desvencijado y roto por la muerte. La luna fue su aliada y corrió borracho a su choza donde cenó y se acostó indiferente a su criminal acto.

-¡Hay un muchacho muerto a los pies del “gineto”; la voz se corrió por todo el Rincón y muchos curiosos fueron a verlo. Yacía boca arriba con la calma dibujada en su rostro, todos le rodeaban y en un segundo plano, María se tragaba su tragedia amortiguada por el ser que dentro de ella bullía, era el alma de su amado Bruno.
Sus ojos no tuvieron lágrimas para llorarle, tan seca estaba de tanto dolor.
Las autoridades zanjaron el tema considerando que su muerte había sido  natural.
El cuerpo estaba intacto, sin señales de violencia en sus ropas. El robo no era posible, pues nunca tuvo nada. Y aquel pequeño hilo de sangre por la nariz era la consecuencia de una apoplejía por insolación.

Sus familiares, campesinos pobres, lo enterraron en un bosquecillo de eucaliptos a la orilla del riachuelo sin dar cuenta a nadie, pues no disponían de posibles para enterrarlo en cristiano.
Y, allí, en el umbroso bosque quedaron la belleza de un egipciano y las ilusiones de quien más lo amó, María.

A la mañana siguiente, al amanecer, la muchacha lloró y descubrió un reciente “nichito”. Separó amorosamente la tierra que lo cubría y en un viejo papelillo rescatado de cualquier lugar, rezaba escrito con carboncillo:
¡AMOTE MARÍA!. Alguien lo escribió por él; Bruno no sabía escribir.

En aquella noche cálida, hizo un “jato” con sus pocas pertenencias, un poco de pan duro, queso viejo y su cuerpo preñado de un hijo y de ilusión.

Sólo quería huir. Alcanzar la frontera y llegando al árbol “Gineto” sintió los primeros dolores. Anduvo hasta el río en busca del bosquecillo de los sauces y allí entre sus ramas, parió un hermoso niño obscuro, sin manchas.

Lo sumergió en el riachuelo para lavarlo y purificarlo y cuando lo miró a la luz de la luna, lloró al ver en el bebé a su amado Bruno.

Era de piel suave, pelo azabache, largo. Su cuerpo era la sublime perfección y su mirada nada más nacer era de paz y sosiego como su amado padre.
Se acostó entre los matorrales y amaneció abrazada a una nueva parte de su ser, negrito y risueño, que reclamaba su primer alimento. Instintivamente se lo puso al pecho. Estaba seco. El bebé comenzó a llorar a falta de leche y  ella al ver, que el infante buscaba infatigable el pezón.

Dos días anduvo por la frontera portuguesa, herida por el parto; sucia y harapienta. Calmaba al niño dándole agua de su boca y haciéndole “zugar” alguna fruta madura que robaba en los pequeños huertos de los “guardiñas” que cuidaban las orillas del Caya aliviándoles de sus míseras pagas.


¡Cómo llovía aquella maldita noche! El agua y el calor la hacían sudar como en las noches de tormenta. El niño lloraba hambriento arrebujado en las pobres telas y entre ese diluvio vio una luz que avisaba a los caminantes.

Era un establo, con cinco vacas famélicas pero lecheras y como pudo ordeñó una de ellas y le dio leche a su bebé; después agotada por el esfuerzo se quedo dormida en las pajas de la vaquería.

La portuguesa gorda,  salió de la casona de tablas con una cesta de mimbre a recoger los huevos para la cena. La oronda mujer, estéril, sólo tenía el consuelo de sus perros chivatos. Levantó la vista de los ponederos y se encontró con una joven que sostenía en sus brazos un bebé obscuro.

Nada preguntó y acogió a María y al niño adoptándolos como su hija y su nieto. A partir de ese día,  la vida de María se hizo más llevadera. En aquella casa disfrutaba del cariño de sus dueños que agradecían la ayuda que ella, acostumbrada a los trabajos duros,  les daba.

La estancia no era más que una casucha de madera vieja, amplia y limpia, rodeada de rosales que escalaban hasta el techo; gatos, perros y gallinas pululaban a su libre albedrío.

Los días transcurrían tranquilos, pero a la noche la cantina se llenaba de los más patibularios individuos dedicados al tráfico de mercancías de contrabando,  ruidosos, y a veces agresivos, que el cantinero sabía calmar. Él mismo había habilitado una amplia habitación para dar acomodo a María y su pequeño hijo; inmaculadamente limpia que era el orgullo de sus bienhechores. Aprendió pronto su idioma y sus giros y a su hijo aún no bautizado le llamaba Bruno.-como su padre- moreno, largo, bello que era la admiración de las mujeres que acudían a la cantina a dejar el género.
-¡Qué limpio!, si paece de ébano.
Y, María sonreía orgullosa del fruto de su amor con el malogrado gitano.
El niño, desde su nacimiento, aprendió a hablar en castellano y a “falar” en portugués.

Y, así pasó algún tiempo, pasaba dulce la vida, atendía  a los contrabandistas con amabilidad y cariño pensando en lo dura que eran sus vidas, pero nunca dejó que ninguno se propasase y a veces para entretenerlos en su larga espera antes de pasar la “raya” les cantaba sentidos “fados” o canciones españolas de desamor.

Y, aquellos “fados” fueron el principio de un tiempo que ni siquiera los amos podían imaginar. El ventorro se volvió insoportable, muchos mochileros cambiaban sus rutas para pasar allí la noche, entre libaciones y canciones de María.
Sus protectores no creían lo que estaba pasando; entraba en su casa el dinero a espuertas gracias a la muchacha, más ella no pedía nada, sólo agradecía la protección de sus huéspedes.


Joao Mauro, el ventero portugués, aunque analfabeto, presintió el negocio. Hizo construir con el dinero ganado, no muy lejos de la barraca de los contrabandistas un gran escenario al aire libre, rodeado de veladores con muchas luminarias y en un ambiente relajado y agradable.

Como  una epidemia se corrió por el sur de Portugal, que una mujer española, una hembra, lo más bello que se podía imaginar cantaba por las noches bellas canciones de amor a las orillas del Guadiana.

Llegaban engalanados carruajes de los ricos del sur, acompañados de sus mujeres y la mayoría de las veces solos para extasiarse con la diva del río.
Todos comentaban que era la mujer más bella que jamás hubieran visto.

Los contrabandistas,  andaban mosqueados porque los ricos hacendados les habían robado a su musa, pero al ver como prosperaba María se conformaron y ella en pago a tiempos pasados de vez en cuando bajaba hasta la barraca a cantarles algunas de sus sentidas canciones.
La noche llegaba al ventarrón, plagado de lujosos coches de caballos y de adinerados caballeros que tomaban sus copas al son de las canciones de María, que esquiva no hacía concesiones a nadie.

Entraba la primavera y una noche, María cansada, salió del escenario rodeada de los humos de los apestosos puros; Su canción estrella “A saudade” arrancó los primeros compases y cantó apasionada como siempre entregando todo su cuerpo a la música. Entre el humo descubrió un bello joven, muy atildado, que la  miraba fijamente.
Era guapo y con un porte tan señorial que se quedó prendada de él; parecía un hombre débil, pero de carácter resuelto Salió de su camerino para comprobar que la habían sentado junto a él en la cena que la casa servía después de la actuación a sus clientes más distinguidos e importantes.

-María, o Senhor es el último descendiente de la Casa de  Braganza; los postreros Reyes de Portugal.
-¡ Y ella es María”

Al mirarlo y estrechar su mano sintió que era un hombre demasiado débil, enfermo, y sobre todo por su atuendo muy acaudalado-era dueño de todas las explotaciones de mármol del suroeste de  Portugal- amén de otras prebendas inherentes a su cargo.
María, después de tantos sufrimientos pasados, comprendió que la desgracia también se ceba en los ricos y quiso abrazar y darle cariño a aquel pobre ser indefenso.

-¿Sabes?, ya se que me estoy muriendo- la palidez de su rostro lo delataba- pero me gustaría hacerte mi esposa; No te pido nada, sólo disfrutar en mis últimos días de la belleza y serenidad de tu rostro.
-No soy libre, Paolo, tengo un hijo de doce años, Bruno.

-         Me da igual, yo sólo quiero que estéis junto a mí  en el momento de mi muerte y tu hijo Bruno, será mi hijo y mi heredero. ¿Aceptas?
-         Si, y te prometo hacerte el ser más feliz de la existencia.
-         ¡Gracias!


El último de los Duques de Braganza murió tísico en brazos de su esposa, en el palacio de Villaviciosa. Lívido se extinguió como la llama de un candil sin aceite.

María, había alegrado los últimos días del heredero al trono de Portugal y su recompensa fue un cúmulo de propiedades de incalculable valor.

Bruno, ajeno a todo, se criaba cuidado por un enjambre de servidores que lo abrumaban hasta el punto de no tener intimidad. Jugaba tenis, montaba a caballo; tenía cuanto quería, pero no era feliz. Tenía muchas incógnitas en su vida que su madre nunca quiso desvelar.
-         ¿Mamá, quién es mi padre?
-         -El Duque de Braganza, hijo.
-         ¡Sabes de más que no es cierto y quiero recordarte que ya soy un hombre!
-         - Con catorce años sigues siendo un niño.
-         ¡No, madre, yo quiero saber!
-         Si crees que estás preparado, lo sabrás.

Y, una mañana neblinosa de diciembre, una carreta vieja y nada ostentosa partió del fastuoso museo de carruajes del Paço de Villaviçosa, con un cochero andrajoso, una mujer mal vestida y un niño sucio. Cabalgaban hacia España, hacia Badajoz, hacia el Rincón del Caya, procedencia de la familia de María que tan mal los habían tratado.

María, cedió a los deseos de su hijo para conocer a sus antecesores.
Conforme el pobre carruaje avanzaba por el camino de herradura del Rincón, María vertía lágrimas al recordar toda su infancia de pequeñas alegrías y grandes sinsabores.
Cuando llegó el carro a la altura de la antigua choza, hoy casa, no pudo reprimir las lágrimas.
No había en los alrededores ningún alojamiento, pero el dinero hizo que la antigua casa del cura se convirtiera en un lugar agradable; la lumbre estaba siempre encendida y el calor de la estancia era de lo más confortable.

-¡Mañana, buscaré a mis tíos y mis abuelos- terció el muchacho- a mi gente.
- ¡Ten cuidado y se prudente pues no te conocen de nada!
-¡Madre!, con esta vestimenta pasaré desapercibido.

Varios días anduvo el muchacho por el Rincón para familiarizarse con los contornos y de verse libre de la vigilancia de sus servidores camuflados.

-¡Madre, madre!, han llegao al Rincón una señora mú guapa y un chaval de mi edá, que paecen unos probes pero gastan dinero a mantas. ¡Icen que son refugiaos portugueses!
-¡Serán contrabandistas!
- ¡Madre!, han acondicionao la casa del cura que paece un palacio y icen que un puñao de “guardiñas” camuflaos, los protegen.
- Habladurías de chinchorreras, qué buscaría una mujé asi. Aquí, en este Rincón perdió del mundo. ¡La gente es mú mala!
- Icen que la mujé, tiene un cierto parecío  con alguien que conocieron hace pocos años.
- ¡Anda!, son tontás, vete a echá de comé a las vacas, que están nerviosas.
-¡Mare, icen que se parece en too a tu hija María.
-Tontunas, dejamé en pá, que mi hija María murió de parto y es mejó que no se la mientes a tu padre. ¡Alágarte!.

Su corazón de madre se alertó y una cierta comezón le empezó a rondar por su cabeza.

Bruno, se familiarizó con el rincón y bajaba alegre al río, sintiéndose feliz con su soledad. Pasaba horas en la orilla sentado en el bosquecillo de los sauces, sin saber que allí fue engendrado; No sabía porque aquel recoleto lugar lo atraía y se sentía feliz bajo la pobre sombra de los sauces ribereños.

Cuando conoció la  historia del árbol “Gineto” el lugar lo fascinó. Nada sabía de lo que allí aconteció, pero se sentía atrapado por el misterio. Se sentó bajo el árbol milenario con la promesa de indagar el origen de la leyenda.
Abstraído, en aquel atardecer que amenazaba lluvia no se apercibió de la cercana tormenta, que estalló esplendorosa y con toda su potencia. Las gentes del Rincón huían de las tijeras y de las caballerías, que aseguraban que atraían los rayos. Todos los parceleros permanecían con sus familias en las chozas, calentándose al amor del fuego y contando historias de tormentas que hacían temblar a los más pequeños

-¡Padre, el perro canelo, no ha vuelto. ¿Y, como está la orilla?
-         -¡Saldré a buscarlo!
-         -Padre, esperemos hasta mañana.
-         Sabes de más, que ese perro, lo es too, le debo más que él a mí.

Se vistió el viejo con su traje de lluvia y entre rayos y relámpagos, se dirigió al río aguantando el diluvio-
-¡Canelo! ¡Canelo!, ven aquí.

Bruno, que se había perdido vagaba por la orilla, se vio sorprendido por la intensa tormenta y angustiado  buscó una luz a la que dirigirse.
En la intensidad de la lluvia oyó tenuemente una voz lejana:
-¡Canelo! ¡Canelo!

Dejó, por un momento de llover y se alternaban nubes y claros.
Bruno, presintió la presencia de alguien cerca y guiándose por la voz llegó hasta él.
-         Senhore, ¿Onde e vose?


-         Acércate, ¿Quién eres? Has visto un perro canelo?
-         No senhore.
-         ¿Y, tú quien eres?
-         Un muchacho portugués que se ha perdido.
-         ¡Acércate, chavea!

Y en la noche obscura, acarició los negros cabellos húmedos del muchacho y lo abrazó  con un instinto – en él raro- de protección. Lo arropó con su traje de lluvia y juntos aguantaron las embestidas de la tormenta.
- ¿Te has perdido?
- Si, señor.
- ¿Qué edad tienes?
- Quince años para servirle, señor.
Arreciaba la tormenta, pero ambos se sentían a gusto,
dándose mutuamente calor, cobijados bajo una gran roca de la orilla.
-         ¿Y como te llamas?
-         ¡Bruno, Señor!
-         ¿Bruno?

El cielo se abría  poco a poco y la tormenta cesaba, Un relámpago iluminó la roca, lo suficiente para que el viejo viera la cara del niño. Palideció, retrocedió y cayó al suelo embarrado. Asustado el muchacho apenas logro descifrar las palabras que salían de la boca del anciano.

-¡Has vuelto para vengarte!, sucio bastardo,  gitano de los infiernos, que preñaste a mi hija y trajiste la infamia a mi familia y si amargaste mi vida ahora también me quieres amargar la muerte.

El niño Bruno, no entendía nada de lo que el viejo decía.
Comenzó a llover de nuevo. El chaval estaba asustado, con un viejo en el barro y diciéndole cosas incongruentes. Le reconfortó oír voces lejanas y  entrever candiles bajo la lluvia,
-¡Padre! ¡Padre!, ¿Dónde estás?
-Aquí- era un moribundo que agonizaba en el barro- ¡Ha vuelto!, el cabrón del gitano, ha vuelto con la puta de su madre que emborronó mi “jonra” y la toos mis muertos. ¡ Desgraciá, que el cielo te castigue, furcia!

María temerosa por como se presentaba la noche, buscaba a
su hijo en la negra oscuridad. En cuestión de una hora, Guardias civiles y “guardiñas” portugueses se desplegaron por el Rincón ante el asombro de sus habitantes que casi se habían ya acostado.
-         ¡Han encontrao al muchacho! en casa de los padres de María, gritó alguien.

Partió María en el desvencijado carro hacia la casa de sus padres. Empapada, abrazó a su hijo.

-         Madre, soy María, tu hija,  la que se fugó hace unos años preñada del gitano Bruno y este, es mi hijo Bruno como él, al que tanto odiasteis cuando se incubaba en mi vientre, fruto de mi amor con el gitano portugués, el ser más bello que he conocido en mi vida y la prueba la tienes en mi hijo, hecho a semejanza de él.  Todo me lo robasteis,  me odiabais, he pasado mucho, pero lo doy por bien empleado al contemplar a mi hijo.

Su padre, se moría,  yacía en su cama de bayón, respirando trabajosamente.
-         ¡María, ves a ver a tu padre!
Una lámpara de carburo, iluminaba la estancia donde el viejo, febril, agonizaba.

-         ¡Maria!, hija, escúchame; mi fin está cerca y si puedes perdóname ya que yo no me puedo perdonar. Aquella noche en el árbol “Gineto” donde sabía que os encontrabais- fui muy borracho, después de estar en la cantina del “Chingao”, puto derrengao de mierda que nos saca de quicio con ese vino de mala muerte.
-         -¡Padre!
-         ¡Calla, fui hacia el árbol “Gineto” y el gitano portugués se afanaba en adornar un “nichito”. Había hecho una pequeña fogata para calentarse. Me senté, borracho, mientras el permanecía de pie con su arrolladora belleza. Sólo pensar las veces que había
estado encima tuya introduciendo su sexo, me volvió loco. Lo vi tan juvenil y arrogante y te puedo jurar hija mía
querida, que no se como esa arma vieja se disparó y, cuando lo vi en el suelo comprendí que la vieja bala le había entrado limpiamente por la nariz destrozándole
el cerebro y allí se quedó sin salir por ningún lado.

Cuando vi a tu hijo la noche de la tormenta creí
qué Bruno había resucitado para atormentarme.

Ya su voz era, entrecortada y respiraba con dificultad.
-         Ya sólo espero que me perdones, hija.
-         Padre yo no tengo nada que perdonarte. ¡Que te perdone Dios!

El solitario árbol “Gineto” en medio de los regadíos,  para María significaba todo en su vida. Compró la parcela y con gran despliegue de medios para aquella época- los mejores ingenieros del país; potentes máquinas alemanas para desarraigarlo de su nacimiento y transportarlo  al parque municipal de Elvas donde aún pervive rodeado de hermanos más pequeños y cobijando  como siempre un nido de ginetas.

Antes de volver a España, María quería saber donde descansaba su amado Bruno que fue inhumado en la orillas del Caya.
Las riquezas lo consiguen todo, se extendió por el Rincón la leyenda del gitano  y de una mujer rica dispuesta todo por encontrar una humilde tumba.

José, un viejo contrabandista, tuvo la suerte hacía muchos años de ver aquel cortejo fúnebre del muchacho y llevó a la señora al bosquecillo de los sauces. Ya medio ciego les indicó el lugar y allí… estaba el tostón (Moneda portuguesa) del
último nichito de Bruno el egipciano.

Hoy, el las afueras de Villaviçiosa se puede ver una escultura

del muchacho, en los jardines donde sus huesos descansan, 

inmortalizado en mármol por los maestros artesanos de

Estremoz.



A  Sandro, de catorce años. Lo conocí una tarde de verano
mirando fijamente al río y llorando mansa y hondamente
(como sólo saber llorar un niño). Horas antes había enterrado
en un pequeño cementerio portugués a su joven madre.


domingo, 29 de abril de 2012

MANITO Y EL ÚLTIMO...(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN





MANITO
Y EL
ÚLTIMO
PESCADOR
DE
BARCA
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)

Cuantos años habían pasado por sus encallecidas manos, hogaño negras y sarmentosas, antes blancas y finas pero desde niño callosas por el duro trabajo de pescador, siempre uncidas a los remos.
Con esas manos, que ahora se miraba recordando, se había ganado el sustento y el de los suyos; con ellas había acariciado a la única mujer que amó y que un día, cuando el río creció, se la llevó dejándole dos benditos hijos varones por los que tuvo que luchar arduo hasta que un día, lo abandonaron. Bendito río, maldito río.

Esas mismas manos, que habían acunado a sus hijos y dirigido sus primeros pasos, en los años alegres en que estaban todos juntos, por la ribera. Con esas mismas manos, había levantado la cabaña a pocos metros del agua en un ribazo. Troncos viejos de árboles y arrastrados por las corrientes prestaban el esqueleto, arropado de ramas de atarfes y adelfas de flores rojas, cubiertas de haces de juncos y espadañas secos que crecían en el agua y que el humo y el hollín tornaron incombustibles a las pequeñas centellas escapadas del fuego.

Y, en la orilla, la barca. Un rombo de tablas sabiamente ensambladas, cuyas junturas calafateaba todos los años con betún y líquenes.
Siempre con el agua al borde, siempre sudando y la lata redonda, que contuvo en su día sardinas, para achicar el agua que tercamente no se resignaban a que le hubieran usurpado su espacio, la panza del monstruo de madera. Siempre húmeda como humedad en los huesos del viejo pescador que cada mañana debía engrasar para ponerlos en movimiento.

Recordaba... las plácidas noches del verano con luna llena, el río en calma, acunando la barca arrastrada por la corriente. Y, el viejo pescador iba dejando caer lentamente "la cuerda" de la que a medidas distancias colgaban los sedales con los anzuelos. Las manos apergaminadas, de uñas negras, de todos los barros desde su existencia en el río, ensartaban pacientemente las lombrices, largas, gordas, que se contorsionaban presas de los enormes dedos y quedaban prendidas- al aire, bailando- antes de comenzar su baño nocturno e involuntario, a la espera de que algún barbo o alguna barriguda carpa la viera y convirtiera en plato de su cena y este en la cena del viejo pescador

Noches serenas y frescos amaneceres en que comenzaba la revisión de la “cuerda”, desanzuelando a los incautos peces, dejándolos bailar en el fondo de la barca su último festival, vestidos de relucientes escamas de plata y oro. Pronto, en la mañana, presentarían armas tumbados en los verdes ramas de helechos de las cajas de pino oloroso, en el mercado.
-¡Machos y carpas frescas del Guadiana, recién “cogíos” esta mañana, bogas llenas!- pregonaban las mujeres en el mercado de abastos de la Plaza Alta.

Venturosas madrugadas del estío, que compensaban levemente las noches invernales de fríos y tormentas, cuando los cielos descargaban sobre el cauce toda su furia y él, solo en su barca iba a por el sustento, pobre de los suyos. Esos crepúsculos en que la escarcha paralizaba sus ágiles dedos, remando frenéticamente para espantar el frío. Cuantas noches sin “matar” un pez, que era el verbo empleado por los de su ralea para designar la pesca. Esos días el fantasma del hambre de sus niños campaba por su cabaña. Cuanta amargura, cuantos llantos en la oscuridad.

Aquellos hijos que crecieron y no quisieron saber nada de la esclavitud del remo y pronto se marcharon “a los albañiles” en la ciudad.

Pero, la sangre del río que no bulló en las venas de sus hijos, se rebeló en las su nieto “Manito” y desde muy pequeño aprendió a amar y respetar el río. Tenía dos hermanos menores gemelos que balbuceaban mutiladores: hermanito. Así pasó a ser conocido por el apodo el “Manito”

Siempre que podía se escapaba al río, a la choza del agüelo y allí aprendió las técnicas ancestrales de los pescadores de barca y caña. Empezó a hacer “monta” en clase cada vez con más frecuencia para bajar a la cabaña, hasta que un día dejó definitivamente la escuela. Aprendió a poner garlitos, a echar el trasmallo, era insaciable.

El rubio golfillo no sólo era insaciable en el saber fluvial, también como pedigüeño. Era raro el pescador de caña que no hubiera sufrido su acoso al plantar sus “arreos” en la orilla, no tardaba en aparecer “Manito” con la consabida frase:
-Qué ¿ pican?
Era el comienzo de un ratito de charla, que soportaba estoicamente el paciente pescador y al final cuando se despedía con el también consabido:
-¡Buena pesca!
Ya llevaba en el bolsillo: una boya vieja, unos plomillos, un rollo de sedal medio gastado, algún anzuelo. Sacaba siempre algo, charlando remolonamente, sin pedir, pero obligando a la generosidad al otro.

La comunión del abuelo y el nieto fue completa desde sus comienzos. Juntos arrancaban los juncos para tejer los garlitos de peces y las nasas de cangrejos. Entretejían magistralmente los verdes juncos y finalizaban dejando una puertecilla de “irás y no volverás” para cangrejos y jaramugos. Estos pequeños pescados eran los que generalmente capturaban sin mucho esfuerzo y que después de fritos en manteca hacían las delicias de los curiosos comensales sentados a la puerta de la cabaña.

Cuando llegaba febrero y las bogas estaban llenas de huevas, las pescaban a caña despreciando los escuálidos machos, las asaban en el rescoldo de una fogata hecha con viejas raíces arrastradas por el río y encebolladas, con aceite y vinagre, duraban muchos días en el poyete frío de la entrada de la choza. Juntos remendaban redes y juntos salían a “rebuscar” los vegetales de su dieta: cardillos, romazas tiernas, “churritas” de los cardos marianos de la ribera, berros de los riachuelos tributarios, vinagretas y variada comestible flora que el viejo había aprendido de sus abuelos.

Pero no todos los saberes del abuelo se podían salvar del olvido. Mucho antes de la llegada de “Manito” ya no pescaba el viejo con la barca. Las fuerzas no estaban ya para bregar con la corriente y la gente ya no compraba los peces como en los años en que la hambruna se enseñoreó en la comarca. Utilizaba la barca para cruzar el río en verano y el resto del tiempo permanecía en seco, avejentándose y abriendo al aire sus suturas. “Manito” era aún muy pequeño para manejar la pesada estructura y sólo a ratos le ayudaba en la boga.

Cuando “Manito” apareció por la cabaña a ver al abuelo no tenía más de trece años, era medio rubio- sus hijos tan morenos- y no estaba muy desarrollado para su edad, pero su disposición y simpatía aliviaron la triste soledad del anciano.

Como camaradas partían a primera hora de la mañana en busca de cebos para sus “pesquerías”. Zacho en mano arrancaban de la tierra húmeda y floja las escurridizas y blandas lombrices que formaban pelotones al enroscarse unas con otras en el fondo de las latas de tomate. El abuelo le había enseñado que los peces picaban más con el cebo de temporada; así en invierno, las lombrices; en verano las libélulas y las gusarapas, desgarbados gusanos blancos cabezones, que aguardaban al abrigo de la tierra la llegada del tiempo cálido para salir vestidos de escarabajos sanjuaneros.
-Agüelo, a cá tiempo, su cebo. Pero los peces no salen del agua a comé gusarapas y lombrices.
-No pero caen al agua cuando hay correnteras de las tormentas, igual que los caballitos del diablo que en un despiste van al agua y son devorados por las percas.
Volvían a la choza, preparaban las cañas y a media mañana partían en la barca, cruzando a la otra orilla-más solitaria- y con más pesca. El viejo pescador remando cansinamente y el muchacho achicando agua con entusiasmo. Pasaban las horas muertas en la orilla, atentos a las picadas y cuando al atardecer regresaban, encendían el fuego y se regalaban con el pescaito frito regado con buen vino.

El “Manito” con el abuelo, sólo lo pasó mal un  día: el día del “aogao”. Acompaño al viejo en la búsqueda de un muchacho que decían había desaparecido bañándose en “el pico” . Decían que se había ahogado al caer en una poza sin saber nadar. Aguas abajo, la única barca practicable era la suya y el pescador solidario junto al nieto voluntarioso iniciaron la búsqueda del infortunado chaval. Al cabo del segundo día, apareció en una pequeña isleta del centro del cauce. El cuerpo del muchacho, de un par más que el “Manito”, yacía desnudo, completamente hinchado y con la nariz y los genitales casi comidos por los voraces cangrejos. El ver aquel cuerpo tan parecido al suyo y en aquellas condiciones impresionó vivamente al muchacho que estuvo mucho tiempo sin probar “la tomatá” que con estos animales preparaba  magistralmente el viejo.

-Es la ley de la vida, estamos aquí para comernos los unos a los otros o “espichá”, te lo he dicho muchas veces y ¡ay! Desgracio del animal que pasa por endentro de otro animal.
-Si que el pé grande…sentenció el muchacho.
-Pues con este van cinco, toos muchachos, cinco he sacao. Se tiran al agua sin pensá que son mu traicioneras y se los traga.

Nunca olvidaría el regreso, remolcando atado de las muñecas el cuerpo del pobre muchacho ahogado que aparecía y desaparecía a veces en la estela del barco.

Tres años duró aquella fraternal simbiosis, tres años en que las fatigas pasadas fueron minando poco a poco, casi imperceptiblemente las fuerzas del viejo pescador de barca.

Pero durante esos tres años, todas las horas eran pocas para estar juntos los dos camaradas. Algunas noches oscuras se dedicaban a la captura de ranas. Río arriba, en aguas someras, armados con un farol y una tabla recorrían despacio las orillas de los correntones y las pequeñas charcas en absoluto silencio. Localizaban con el farol a los batracios que buscaban compañía; el animal deslumbrado permanecía quieto y ya era tarde para saltar cuando algo silbaba detrás de la luz y la tabla daba buena cuenta de su existencia. Y así, hasta que llenaban el morral de los resbaladizos y sabrosos bichos.

A primera hora de la mañana, sentados en la puerta de la cabaña pelaban las ranas con exquisito cuidado quedando al descubierto una carne blanca de delicado sabor y muy apreciadas en la cercana ciudad donde una mujer las vendía por docenas insertadas en un junco grueso expuestas en un gran barreño de zinc.
-¡Docenitas de ranas! ¡Ancas!- pregonaba la ranera.

II

Aquel invierno estaba siendo especialmente duro, lluvias continuas obligaban a mantenerse a cubierto dentro de la reducida cabaña. Las heladas matutinas blanqueaban las orillas y hacía carámbanos en los charcos. Un poco de azúcar disuelta la noche anterior en el agua de una jofaina, en la mañana aparecía como un natural helado. Las nieblas, a veces, en todo el día, no dejaban ver los chopos de los alrededores.

El abuelo, arropado en su yacija parecía dormir tranquilo. “Manito” Al calor de la lumbre, afilaba y enderezaba viejos anzuelos que después empatillaba con el nylón. Desenredaba sedales oyendo como en el exterior la tromba de agua remitía y hacía más soportable en ruido dentro de la cabaña.

No supo en qué momento un halo frío recorrió su cuerpo haciéndole estremecer; se le erizó sin saber porqué el vello. Dentro del ruido de la lluvia le había asustado el silencio, sólo quedaba silencio. No oía la lluvia, no crepitaba el fuego, la luz de los faroles perdió vigor, pero sobre todo, faltaba un sonido muy familiar…la respiración del abuelo. El viejo pescador de barca había muerto. Se había dormido soñando quizás en postreras “pesquerías”; soñando con ese río de su vida o con ese nieto que recogería su antorcha.
Pero los tiempos habían cambiado y la tarde también moría.

Sabía que no estaba bien, pero nadie lo descubriría. Todo lo que el río da un día se lo lleva, como sentenciaba el abuelo.
Recordaba cuando dos veranos atrás le ganaron- con muchos esfuerzos una lengua de tierra, un trozo de río para aproximarse a zonas más profundas y de mejor pesca. Concluida la tarea el chico orgulloso, saltaba y reía.
-¡Agüelo, es nuestro, lo hemos hecho nosotros, es nuestro!
- “Manito”, sentenciaba el anciano, es nuestro, lo hemos hecho nosotros pero las escrituras las tiene él y señalaba al río.

Si algún día lo encontraban, pensarían que el imprudente viejo habría intentado cruzar el cauce en plena riada, que había sido arrastrado por las fangosas aguas o quizás la voz ancestral de los pescadores lo habían llamado a reunión, esa voz que todos los ribereños decían haber escuchado precediendo a los ahogamientos de los jóvenes.

El agüelo no había sido nada para los hombres, no existió. Oficialmente no había nacido, ni vivido,  ni por lo tanto muerto; sólo el río sabía de su existencia, de sus sufrimientos, sus anhelos, sus penas, sus amores…
Más que nunca bajaba caudaloso el río, la sedienta tierra se empapó de las abundantes lluvias y cuando no pudo más, las vertió al cauce que se desbordaba arrastrando troncos u ramas que aguardan el viaje en las orillas.
Cuando llegó la noche- todo había quedado en calma- encendió dos faroles que iluminaron tantas noches al abuelo y colocó uno a pro y otro a popa de la barca. Acomodó el enjuto cuerpo del viejo en la panza de la barca, con la cabeza apoyada en el asiento. Velándolo un remo a cada lado y las artes de pesca en la cabecera.

Empujó suavemente la vieja barca que pronto alcanzó en centro de la corriente y comenzó a deslizarse río abajo, hacía la frontera, hacía el mar. Sabía que no llegaría muy lejos. Un tronco a la deriva o un remolino traicionero del tumultuoso río acabarían con la historia de una vida. Una vida que fue del río y a él volvía.

Algunos contrabandistas con su carga a las espaldas desde los taludes de las orillas, verían pasar el cortejo iluminado en la cerrada noche.

Más adelante quizás cuando pasase la riada algún vagabundo del cauce encontrará las tablas diseminadas de la vieja barca y hará candela de ellas. El cuerpo del viejo enredado en las ramas del fondo será pasto – como el muchacho ahogado-de peces y cangrejos. Magro festín.

Cuando la barca se perdió en el primer recodo, “Manito” se acerco a la destartalada cabaña cogió su hatillo y con una tea que prendió en la lumbre dio a todo fuego. Se ilumino la noche en postrero homenaje y al amanecer algún tempranero pescador de caña se preguntaría que hacían allí entre las cenizas: un vaso de hojalata, un descascarillado plato de porcelana ennegrecido y un tenedor despuntado.

Nunca más vi a “Manito”. El abuelo y el río murieron juntos en su adolescente imaginación.
Sólo sé que “Manito”… ¡Existe!

Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
21022001