No empezó bien la mañana. Llovía a mantas sobre la sierra y así había sido los días anteriores. Los riscales rodeados de ancianos alcornocales brillaban como recién barnizados por la neblina húmeda que los envolvía.
A media ladera se desdibujaba por las cortinas de agua, una valla blanca que cercaba el viejo cementerio portugués destacando en la marea de helechos sardineros, verde brillante.
Anduve por las callejas vacías, errante- !la verdad!-sin nada que hacer; algunos parroquianos adormilados, tomaban aguardiente en la única tasca del pueblo, pueblo por llamar de alguna manera a aquel conjunto de viejas construcciones que amenazaban ruina de las que el humo trataba de alcanzar la calle en penitente lucha contra el aguacero y, tasca por llamar tasca a un local sucio y obscuro donde se vendía de todo lo básico para una comunidad pobre como aquella.
Me vencía el aburrimiento y sentía algo de frío que me reconfortaba.
Terminada la doble fila de vetustas casonas un sendero embarrado invitaba a la ascensión a la sierra, !Y, sin nada mejor que hacer...!
No tardé en entrar en calor-iba bien abrigadoy, me sentí feliz con la lluvia y el viento azotando mi cara; más arriba, el agua se hacía niebla, no tan espesa como para no ver la senda pero añadido al silencio de la sierra el ambiente era inquietante. Un muro blanco cortaba la falda del monte entre los alcornoques; sin duda era el camposanto que se adivinaba desde las últimas casas del pueblo.
La cara ardiendo, el cuerpo empapado y exultante ante una verja negra que rompía la monotonía del muro, forja coronada por un arco de medio punto en cuyo cimborrio destacaban cuatro cifras
1.852, sin duda la fecha de fundación como última morada del los habitantes del pueblucho a orillas del riacho.
Traspasé la puerta buscando un refugio-no tenía cerradura-¿Para qué?, pensé sonriendo. La vieja capilla si estaba fechada pero su alero me cobijó.. Desde la puerta de la capilla en la parte más alta, se dominaba todo el camposanto y más allá del muro, entre la neblina, se adivinaba vagamente el pueblo rajado por el riachuelo.
Todo el suelo del recinto cercado aparecía cubierto de tumbas de blanco niveo-material abundante en las sierras de alrededor- y coronadas por ángeles o cruces de la misma factura y sobre los lechos ajadas flores de perdidos colores que rompían la monotonía alba de los enterramientos.Lo que más llamaba la atención, eran las fotografias con la cara del difunto en algún momento de su anterior vida, gentes viejas como en daguerrotipos antiguos de color sepia, algún joven risueño-lleno de vida, entonces- y muchos niños que los tórridos veranos llevaron al cercado de la sierra. Debajo de la efigie la filiación del fenecido y las fechas del orto y del ocaso.
Se acercaba el mediodía cuando la lluvia amainó y pude salir de mi cobijo bien enfundao en el abrigo y vagué por entre los túmulos mortuorios, tan juntos unos a otros que parecían buscar calor o compañia en tan inhóspito suelo. Esa dificultad para deambular entre las tumbas y la gran cantidad de precipitaciones caidas en los últimos días, propiciaron que pisara en hueco y mi pierna derecha se hundiera hasta más arriba de la rodilla, enfangándome el terno nuevo.
Trabajo me costó liberrarme; sentía como si una fuerza desconocida tirase del miembro hacia el fondo.
Me reía interiormente mientras trataba de adecentar un poco mi maltrecho pantalón. Sonrisa que trataba de ocultar una cierta aprehensión.
No se que llamó mi atención al fondo, junto a la tapia- quizás el reclamo vocinglero de un mirlo escapando a lo alto de un ciprés-eternos guardianes de los difuntos-algo familiar en una tumba:
la fotografía. Representaba mi rostro como si hubiera sido hecha esta misma mañana a la salida del pueblo. No había dudas, era mi sosia, ese otro yo que dicen que todos tenemos en algún lugar; debajo de la imagén dos fechas: ORTO, la fecha de mi nacimiento. OCASO, la fecha de hoy, día mes y año que comprobé perplejo en mi reloj de pulsera. No había duda, era el día de hoy.
Se hizo evidente el escalofrío que sacudió mi espalda mojada; el temor se hizo miedo y terror al ver en la tumba de al lado mi misma fotografía, mi mismo nombre y las dos fechas. Donde dirigiera la mirada, mi imagen en cada tumba, hasta la tapia todas eran mi tumba.
Corrí espantado buscando la salida sólo para comprobar que la puerta... estaba cerrada.
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Olía a pan recién hecho por todo el poblacho. Abierta la tahona escasos lugareños se acercaban resguardándose de la lluvia que no había cesado en toda la noche. Ajena, una anciana subía por la estrecha senda del monte camino del cementerio. Avanzaba trabajosamente sin importarle el tiempo a cumplir con la visita diaria a la tumba de su esposo. Allá entre las lavadas sepulturas de blanco mármol, me vió, un obscuro bulto que la mañana anterior no estaba allí.
Las manos crispadas, la espresión de terror en el rostro y los ojos perdidos en el vacio de los cipreses llorosos. Lo bajaron en unas parihuelas al pueblo.
El médico, en el mismo camposanto certificó mi muerte.
-¿Un ataque al corazón doctor?
- Un ataque si, pero de !pánico!
Castelar.200710
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