MI MUERTE
No era la placidez o el “equilibrio” de mi rostro lo que más me gustaba. Era mi cuerpo-estructura- que me hacía sentirme un pequeño díos. Lo que no sabía entonces es que de mí mismo, sólo atisbaba una belleza bidimensional.
Amaba el reflejo que de mí cuerpo mostraba el espejo inmenso del cuarto de mis padres donde en su ausencia pasaba largos ratos admirándome desnudo en la acogedora habitación. (Por nada del mundo habría consentido que me descubrieran observándome como una nena).
Aquella señora en la tarde de otoño, sentado bajo las jacarandas del parque, cuando se dirigió a mí y se estableció una conversación- la más absurda que oí en mis pocos años de vida.
-Oye niño, ¿eres tú?
-Si señora, perdone, pero creo que soy yo.
-¿Pero de verdad eres tú? ¡No me engañes!
- Lo siento, señora, pero estoy totalmente seguro de ser yo; de otra cosa quizás no, pero le aseguro que soy yo.
Se levantó y se alejó por el paseo, obnubilada, mascullando:
-¡Es un milagro! Decididamente ¡Es un milagro!
Quedé perplejo por la kafkiana conversación sin sentido y cuando su figura menuda se perdió entre los setos, mi mente ya se hallaba en otras disquisiciones que no eran otras que una linda colegiala a la que acechaba en el paseo y que me atría un algo porque ¡la verdad!, querer, sólo me quería a mí.
Una semana después en el mismo parque.
Estaba en la misma avenida de las jacarandas y de nuevo vino a molestarme la presencia de la vieja pero al fin, también me intrigaba un poco.
- Tú no eres tonto, ¿Verdad?
- ¡Señora! Subí la voz indignado.
- (Si no fuera por la buena educación que me habían proporcionado mis padres en colegios caros de esos que aprendes lenguas extranjeras le habría largado algunas cosas a la vieja)
- ¿No eres tonto, verdad? Perdona hijo, no te ofendas, pero yo a ti te he visto antes. ¡Si!, en un centro de discapacitados (Ahora se dice así) psíquicos de una capital de la costa y ahora, al verte aquí tan sano y tan guapo como siempre pues, me ha extrañado. Compréndeme.
- Pero tú no estás tonto ¿Verdad?
- Es evidente, señora que no, aunque si usted se empeña y por pura educación.
- No hijo mío, no. Disculpa, pero, yo he hablado contigo muchas veces, bueno, lo he intentado, porque tú “muy allá” no estás.
Me fastidiaba ya, de la señora tanta insistencia en mi supuesto defecto de el que yo, al menos, no era consciente.
- Tengo un hijo interno de trece años recluido en un centro de menores retrasados – me dijeron que con terapias en el mar, mejoraría- en la costa, como te dije el otro día. Me desplazaba periódicamente a visitarlo; la última vez hace un mes que te vi y me sentí atraída por tu belleza- ¡Que pena que ese cuerpo albergara una mente enferma!- tanto, que repudiaba a mi propio hijo: tonto, enfermo y deforme. ¿Cómo podía ese cuerpo tan perfecto ser dirigido por una mente estúpida?- la verdad estás como una cabra- pensaba.
¡Se sigue pasando la señora!- en un aparte.
¡Qué angustia contemplarme muerto!
¡Qué inquietante quietud!
Ese color cera de mi cuerpo moreno (me destapé cuando nadie me veía). Allí, desnudo como en el espejo de mis padres, pero mortalmente quieto. En tres dimensiones, pero,
¡Asombrosamente inmóvil!
Allí estaba todo, mi cuello, mi torso, mis brazos, mis piernas rectas… hasta el vello rizado de mi sexo. Sin duda… era yo mismo.
Sentí tanto frío que me/lo arropé y me encontré algo mejor. Mi cuerpo arropaba mi cuerpo desnudo pero…¿Cómo un cadáver puede arroparse a si mismo? Pero era yo. No muchos habrán tenido la oportunidad de arroparse después de muertos o de verse muerto en la fría piedra de un tanatorio.
Entró un forzudo enfermero sin duda avezado en aquellas lides mortuorias, que sin mirarme como hacen siempre, me conminó a que saliera. Arrastraba una camilla muy ordenada donde reposaba un lujoso terno que en seguida reconocí. Era el último traje para el instituto que me habían comprado mis padres…!Era mío! Y, ¡Sin estrenar.
-Por favor, ¿puede salir?
Me incorporé y levanté la cabeza para mirarlo cara a cara.
Su primera expresión fue de espanto pero se recompuso enseguida, supongo que habría visto en estas lides lo indecible.
- Quisiera quedarme y ayudar- le dije.
- No es agradable, pero no creo que tenga derecho a impedir a nadie que pueda amortajar su propio cuerpo.
Que sensación mover el/mi cuerpo mientras aquellas manos expertas lo/me vestían. Yo, movía mi propio cuerpo, sólo que muy frío. Era desagradable.
- Usted está aquí vestido y desnudo en la piedra lo veo. Son el mismo.
- No es parecido, es igualdad y el primer asombrado soy yo ¿Estaré muerto?
- Yo lo veo de las dos formas. ¿Es su hermano? Me preguntó mientras me/le enfundaba la camisa mientras le sostenía el bien torneado torso
¡No lo sé!, no se nada, recibí una llamada de mis padres para que me personara en esta sala de necropsias. He llegado el primero y no ha podido hablar con ellos.
- Pues haría usted bien en hacerlo y así saldremos de la duda de si esta usted vivo o muerto- había cierta sorna en la voz del camillero.
- -Le repito, que el primer asombrado soy yo.
- Pues yo el segundo. No me había pasado nada igual en mi larga vida con los difuntos- se persignó respetuosamente.
- Mi asombro ha sido llegar a esta sala-nadie me lo ha impedido-y encontrarme muerto en el mármol. Usted no puede saberlo porque lo ha visto a él desnudo y no a mi. Si quiere me desnudo, pero puedo asegurarle que no creo que nos diferencie ni un solo vello del cuerpo.
- Será usted y todavía no es consciente de ello- apostilló macabro el hombre. Pues se lo van a llevar y usted es el único deudo que anda por aquí y digo deudo, o lo que sea.
(Yo creo que el enfermero había acabado por tomárselo a broma)
Ya en el cementerio, asistí, como buen cristiano a la misa de mi entierro. Yo en el féretro y también yo, sólo, postrado a mis pies, rezando. El cura, lógicamente ajeno oficiaba aquel triste sepelio de tan escasa asistencia. Ante la poca concurrencia se le notaba con prisas.
En una fosa obscura y húmeda me/lo depositaron los funerarios y sentí una extraña sensación cuando invitado por ellos arrojé un puñado de tierra.
Sentí sobre mi pelo recién cortado resbalar los granos de arena y quedarse pegados a las raices.
-¿Qué…su padre? Una hermana quizás…preguntó como compungida y doliente una señora que pasaba y se quedó a ver el pasatiempo.
- No señora, !yo!
Cuando los sepultureros displicentes arrojaban paladas de tierra, sentía como cada una de ellas me ahogaba un poco más hasta hacerme irrespirable el aire de la tarde fresca de invierno, tanto que me desmayé.
- ¡Pobrecillo! Es tan chico- la impertinente señora.
Sólo, me alejaba lentamente del cementerio pero cargaba algo en la mochila del alma que antes no llevaba. Yo, que admiraba mi maravilloso
cuerpo que tan orgulloso me pavoneaba delante del espejo del dormitorio de mis padres:
¡Me supe mortal!...
(P.S. De mis padres, ¿qué voy a decir?, me ocultaron el nacimiento de mi otro yo, mi gemelo, avergonzados de tener un hijo inútil. Junto a la humildad me queda el resquemor de no haberlo vivido.
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