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lunes, 21 de mayo de 2012

EL LADRÓN DE PAISAJES O1112011











EL
LADRÓN
DE
PAISAJES.
Por Marcial-Jesús Hueros Iglesias
01072011

Llegó hasta la sierra una mañana neblinosa y gris de principios del otoño. Los jirones de niebla, acariciaban, envolvían y hacían desaparecer las encinas y alcornoques de las laderas.

Allá en lo alto, casi en la cumbre, se levantaba una choza de piedra, de corte moderno, muy espaciosa, capricho de un actor que gentilmente la cedió para que otro artista pudiera aislarse del mundo y dedicarse a su arte.

Agotado por el pendiente camino, respiró el aire serrano y después de ganar resuello, decidió tomar posesión de la que sería su morada durante unos meses. Abrió la puerta que por falta de uso, se quejó y descubrió la planta redonda del primer piso. A la derecha una coqueta y escasa cocina enfrentada al otro lado a una gran chimenea, atestada de cenizas antiguas y con evidentes signos de abandono de años.               Dos grandes ventanales daban luz a la estancia y a través de ellos se podían contemplar todas las sierras, con el fondo de una superficie azul, un pantano.

Sintió en sí, el abandono del lugar pero, le satisfizo pensar que allí comenzaba de nuevo su vida. Los años de reclusión, le habían enseñado que cualquier espacio por triste o pequeño que fuera, siempre era mejor que una celda. Tuvo tres años para pagar sus errores.

Una escalera curva, adosada a la pared, conducía al piso superior, con un pequeño excusado y un viejo camastro; a la cabecera, dos amplios ventanales por donde la sierra entraba a borbotones y hasta sus alfeizares, llegaban las ramas de los más próximos alcornoques.

No se demoró en la tarea de empezar a poner orden en la cabaña y en su vida. Se daría un plazo de dos meses para instalarse y entonces empezaría de nuevo a pintar.

A la vez que arregló la casa, montó un huerto y levantó un gallinero, y en poco tiempo se hizo autosuficiente para subsistir y un buen día, ya entrado el invierno tomó la paleta y los pinceles y arrimado al ventanal de la chimenea se puso a su tarea.

Abundaron en aquel noviembre, las nieblas y las lluvias.
 Los frutos de castaños y nogales abundaban en lo alto de la sierra donde los primeros, dejaban caer los puntiagudos erizos que al abrirse descubrían las tres castañas de color caoba y brillantes como recién pintadas con barniz. Le apetecía mucho empezar por un cuadro de naturaleza muerta, como si el estado triste de las sierras se lo pidiese.
Un caldero de cobre pulido, unas castañas, unos membrillos, nueces…dormidos en una repisa de la cabaña, le dieron el primer motivo para su inspiración.

Sin prisas comenzó a pintar, la chimenea siempre encendida y las inclemencias externas lo invitaban a la intimidad. Y sin prisas, a seguros golpes de espátula fue confeccionando su primera obra en el voluntario exilio del monte.
Cercanas las Navidades, satisfecho de su obra y aún fresca, lo firmó, como siempre en el ángulo inferior izquierdo.

Aquella noche, junto al fuego, oyendo el canto de celo de los búhos que anidaban en los canchales de arriba en la sierra, se durmió.

Lo despertaron los chillos escandalosos de los mirlos, enjambres de negros plumajes que jugaban y alborotaban en las ramas que cubrían un “almajano”, de los muchos que había levantado alrededor de la choza para cobijo de conejos, que le alegraban los crepúsculos con sus correrías; se entretuvo mirando las neblinas de la sierra que el sol quería vencer poco a poco.
Estaba tranquilo, en paz con el mundo, soñó que vendía el bodegón y le aseguraba las cosas de las que no podía proveerse en el campo.

A media mañana, bajó la escalera de caracol para avivar el fuego y preparar café; notó en la estancia inferior más frío que de ordinario y la luz era también diferente y
Entonces lo descubrió:
Los elementos del cuadro, castañas, nueces, membrillos, habían desaparecido y junto con ellos el estante y el trozo de chozo que lo sustentaba dejando un hueco en la pared exactamente igual que el que el cuadro plasmaba. Le invadió una mezcla de asombro y temor.
Pensó, enseguida que las cabras habrían roto la pared, e introduciendo sus cabezas habían dado buena cuenta de todo. ¡Todo era posible! Sabía que aquellos animales no se detenían ante nada (Ya no había comprobado anteriormente) y se mostraban excesivamente osadas.

Su asombro se hizo pánico cuando comprobó que el corte rectangular apaisado, practicado en la pared, parecía hecho con una navaja barbera muy afilada y precisa como sus pinceles y espátulas, tal que introduciendo un cuchillo caliente en un bloque de mantequilla.

Le temblaban las piernas y se sentó junto a la chimenea. No dejaba de mirar, ora el cuadro, ora el hueco, para comprobar anonadado, que si colocaba el lienzo en el lugar del hueco, todo quedaba como si no hubiese pasado nada. Todo lo que contenía el hueco se desmaterializó para ocupar el cuadro.
¡No podía imaginar que lo pintado por su mano permaneciese en la tela desapareciendo del mundo real!
Trataba de aclarar sus ideas, intentando buscar una explicación para tan insólito fenómeno.

-¿Cómo pesa  este cuadro? Un día acertó a acercarse a la choza, un lugareño pudiente que en sus paseos vespertinos se le ocurrió a subir hasta aquellas soledades. Agradeció el pintor la visita, pues rara vez alguien se atrevía subir tan alto y por compañía tan infrecuente, casi le regaló el cuadro del que se había enamorado nada más verlo. Fue muy generoso el personaje.

Desde su llegada a la sierra, las cabras le habían hecho la vida difícil, todo lo triscaban, le destrozaron el huerto en dos ocasiones y parecía que ninguna barrera era capaz de detenerlas. Campaban libres por las laderas en estado semisalvaje y sólo, ya anocheciendo el pastor emitía un silbido que era un detonante para ellas. Acudían al momento a la llamada y dócilmente se dirigían al corralito para pasar la noche. Su última fechoría fue pisotear una gallina que estaba empollando debajo de un torvisco, acabando con ella y la pollada que le hubiera proporcionado una buena docena de pollos.
¡Y decidió probar! Sentado desde su ventanal y quitando todas las protecciones, dejó que se acercaran a su chozo y allí fue plasmándolas una a una en un mismo lienzo, dejando un espacio en blanco en medio para retratar al macho cabrío de mirada loca.

Nada sucedía y todo seguía como siempre hasta que consiguió retratar al cabrón. Esperó unos días sin cambio alguno, hasta la noche que decidió firmar el cuadro como siempre en el ángulo inferior izquierdo.

Pasados dos días, no le causó extrañeza que el cabrero, que lo visitaba cada quince días para subirle leche, queso y le hacía algún recado en el pueblo, le comunicara que las cabras no aparecían ni vivas ni muertas, que la Guardia Civil andaba loca intentando descubrir el paradero de los animales. La única explicación es que alguien, de noche y con una furgoneta, había robado las cabras y de ellas nunca más se supo.

¡Bien sabía el pintor que las cabras descansaban detrás de la puerta!

También le pasó con la piedra blanca.

El tiempo se tornaba cada día más difícil y las continuas cortinas de agua que descargaban las tormentas, lo recluyeron en el chozo y se dedicó a labores artesanales, pero el fin de semana mejoró la orilla y salió el sol, así que cargó con el caballete, un lienzo y los demás elementos de su trabajo.

En lo más alto de la sierra, un lugar que los lugareños conocían como “La piedra blanca”, un megalito con una extraña forma de “L”, que destacaba por su blancura del resto de los canchos graníticos.
La formación rocosa era muy conocida por los habitantes de los contornos pues le atribuían en don de la fertilidad y así las parejas infértiles subían en luna llena y  “hacían el amor” con lo que la moza bajaba ya con el vientre cargado y aseguraba la leyenda que los varones de difícil engendro por ello, se llamaban Pedro y las hembras Blanca.

Efectivamente, pocos días después de acabar su obra, la comidilla de toda la comarca era la ilógica desaparición de la peña blanca de la sierra.

Comenzó a pintar febrilmente trozos del paisaje y que a la firma desaparecían.
La locura se fue apoderando casi sin darse cuenta de su genio; se creyó dueño de todo lo creado, pues con sus pinceles lo regresaba a la nada. ¡Era como Dios! Y anidó
en su mente la venganza, el odio contra un mundo que sentía que lo había castigado dura e injustamente.

Los cuadros se fueron acumulando en el cuarto de arriba y cada uno había hecho desaparecer parte del paisaje y a su alrededor, sólo quedaba el vacio. Ya no quedaban sierras ni nubes, todo había sido devorado por sus pinceles.
El mundo, su mundo, ya no existía, sólo abajo en la hondonada, el pueblo serrano; arriba él y su choza.
Y esa mañana pintó el pueblo.

Anocheció y fuera el silencio era total, sólo el chisporrotear de los tueros ardiendo, lo sacaban por un instante de su locura.

Tomó las espátulas y los pinceles y parsimoniosamente plasmó en el último lienzo su reducido mundo: la choza, el palomar, el gallinero y las escasas encinas.

Y, en la choza, con la ventana abierta y por ella, el cuadro en el cuadro y junto a la chimenea…él y sus pinceles.
Amanecía cuando enfebrecido, se levantó, tomó un pincel y en el ángulo inferior izquierdo…
¡Firmó!


A C.T.S. en su retiro de Salvaleón. Sada (La coruña,01072011. Salvaleón (Badajoz),01112011





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