LA
CASONA
DEL
SABIO.
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
07092004
No muy lejos del barrio de los contrabandistas, en los arrabales de la ciudad y al otro lado del río, barrio de casas bajas que daba entrada al Rincón (Segregado de un latifundio, que se parceló y se entregó a colonos pobres para su cultivo), n o muy lejos, a un cuarto de legua, una vieja casona destacaba entre otras que se habían levantado como casas de campo de las gentes más pudientes de la capital.
Estas casas, después de la guerra, entraron en franca decadencia pues pocas quedaron en pie , después de los bombardeos de la última guerra, en la toma de la ciudad.
Allí, vivía, moraba, un viejo profesor, ya anciano, que debido a su avanzada edad, era víctima de un principio de demencia senil y que era atendido en la vieja casona por sus solicitas hijas, que lo veneraban. Había sido toda una autoridad en Agronomía, pero como hombre culto de su tiempo, había practicado el enciclopedismo y se desenvolvía con su cultura en varios campos, entre ellos, ya en la vejez: la ornitología.
Era un atractivo anciano de gafas redondas y enorme barba blanca; siempre vestía de negro con cortes a la medida (Era muy alto) y camisas impecables, lo que antigüamente se llamaba un auténtico "Señor", al punto, que por su movilidad reducida, sólo salía para dar una vuelta a su casona, pero nunca lo hacía sin lucir su sombrero cepillado siguiendo un estudiado ritual. Al regresar (Diez minutos después y algunas veces menos), cepillaba de nuevo su sombrero, depositándolo en la percha labrada del recibidor.
Tenía algunos libros ilustrados de aves de Europa y América y conservaba una curiosa colección inclasificada de patas y alas de pájaros, que no muy bien disecadas, y a pesar de conservarlas con bolas de naftalina, tenían un cierto tufillo nada agradable y que él parecía no apreciar.
Los sábados por la tarde, era el día en que Carli y Chale lo visitaban.
Dos muchachos entusiastas de los pájaros, pero que al contrario que sus compañeros, su obsesión era tenerlos, observarlos pero nunca maltratarlos y mucho menos matarlos.
Ninguno sabría decir como conocieron al viejo sabio, pero la tarde de los sábados, después de comer, salían al camino y se llegaban a la casona.
El viejo en su demencia, los recibía indiferente, se sentaba en su despacho y comenzaba su charla, de todo menos de lo que los muchachos esperaban: los pájaros. Si alguna vez le interrumpían preguntado sobre el tema que los llevaba hasta allí, el anciano molesto los miraba y seguía con sus peroratas, que a ellos en nada les interesaba.
Cuando el viejo se levantaba y a pasitos cortos se dirigía al armario tallado, sacaba la llave del bolsillo relojero y de allí tomaba una caja con anillas de aves capturadas de otros países, otra más grande con patas y alas y un par de libros. Los chicos sonreían al ver llegado el momento de tocar los tesoros; era el momento de consultar la especie del ave que habían visto nueva durante la semana y que retenían en su memoria, recordando hasta el más pequeño detalle.
Mientras ellos se enfrascaban en lo suyo, el anciano , seguía hablando y hablando hasta que una de las hijas lo levantaba para la cena, y ellos se iban con la cabeza llena de pájaros. El camino de noche hasta el Rincón era una aventura, tratando de identificar los diferentes cantos de las rapaces nocturnas.
Así aprendieron poco a poco a distinguir las especies.
Y una tarde, que parecía más lúcido, les propuso un negocio:
“Como comprenderéis, yo soy muy viejo para salir a capturar pajarillos y además en mi estado, mis hijas no me lo permitirían. Por ello os propongo un negocio: Yo os compro todos los pájaros vivos que me traigáis (Excepto claro, los que no emigran) y yo os doy un real por cada pájaro. Los anillo y los suelto”
Y, cerraron el trato. Todas las tardes salían con su red de suelo, reclamos y cimbeles a cazar pajarillos y el sábado se los llevaban al anciano ganándose unas “perrillas”.
Todos aquellos movimientos y las compras que los muchachos hacían en la venta: patatas fritas, breas, palocazú, pìpas de girasol, no pasaron desapercibidos para los otros, que no se explicaban la floreciente riqueza de sus dos compañeros de juegos.
El “Moro”, el “Negro” y “Palín”, tres buenos arrapiezos, de los más malos del Rincón y a los que la mayoría temían, espiaron a los chicos hasta descubrir todo “el pastel” y decidieron sacar partido de su hallazgo.
Un sábado se encaminaron los tres “elementos” con un jaulón lleno de pájaros, que por supuesto no habían cazado ellos (los compraron bajo presión a otros muchachos incluidos “Carli “y “Chale”, por la mitad de lo que pagaba el anciano.
Se presentaron como amigos de los dos muchachos y el viejo que poco veía, les endosó el correspondiente discurso. Aprendieron pronto, que lo mejor era no entrar ni en la casona, dejar los pájaros, cobrar lo estipulado y salir para su casa. Una tarde de olvidaron de “Palín” y regresaron al Rincón sin él. El chico, aburrido, seguía esperando en el jardín a sus amigos, ya ausentes sin saberlo él. Sentado en un banco del jardincillo, observó como el anciano cada rato, sacaba un brazo y liberaba un pajarillo, que alegre se posaba en ramas cercanas y ahí descubrió el nuevo negocio.
A partir de ese día las ganancias se triplicaron.
El sábado, llegaban puntuales con el jaulón, a entregar los pájaros, cobraban y se apostaban entre los matorrales del jardín de la casona, debajo de la habitación del anciano, provistos de escopetas de aire comprimido (balines) y esperaban.
El viejo, medía, pesaba y anillaba los pájaros. Los liberaba y lo primero que hacían las aves, al verse sueltas era posarse en el árbol junto a la ventana, se atusaban las plumas y trataban de orientarse antes de emprender el vuelo y ese era el momento que aprovechaban los avispados muchachos para dispararles y bajarlos muertos.
Los muertos, los pelaban y los vendían en la venta, donde fritos, tenían mucha aceptación entre los pudientes de la ciudad, que se desplazaban el fin de semana a comerlos, pagándolos bien caros.
Los muchachos, sin escrúpulos, sacaban rentabilidad a los pájaros vivos, a los mismos una vez muertos y con las anillas hacían sus trapicheos con otros muchachos.
Al anciano nunca le llegó ninguna notificación de alguna captura de un pájaro anillado por él.
Marcial-Jesús Hueros Iglesias.07092004
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