MELELE
Y
EL
GATO
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
31102004
Siempre merodeaba por los chozos de las parcelas; acechaba y cazaba los abundantes ratones y ratas que acudían al reclamo del grano, con que se alimentaban los animales en invierno o se escondía en los bajos buscando un lugar cálido para dormir.
Donde había humanos siempre había algo de comida fácil, pero con el inconveniente de que también allí había gatos.
Este era gordo y panzón, sesteaba tranquilamente a la sombra de la higueras, dejando correr las horas soleadas del día y por la noche después de una larga serie de desperezos, salía en busca de comida, sobre todo pajarillos que dormían ajenos al peligro en las ramas, bajo la protección de la anchas hojas, o, a cortejar gatas si había celo.
Con el tiempo perdió actividad, engordó y sus salidas eran cada vez más escasas, viviendo de lo que se escapaba de las mesas de los colonos. Sería por comodidad o azuzado por el hambre, un fatídico día mató un pollo del corral y se regaló un buen festín.
Melele tenía la misma edad del gato, vivía con sus padres en una choza y otro hermanillo más. Tenía catorce años y su destino y el del minino, habían estado unidos desde el principio; compañeros de correrías por el río, compinche siempre sigiloso y callado al contrario que los perros bulliciosos y enredadores por lo que siempre espantaban la caza.
Lo llamaba “Comotú”, una broma del muchacho.
- ¿Cómo se llama tu gato?
- ¡Cómo tú!
- Que gracioso, Manolo ¿No?
- No, ¡Cómotuuuuú!
Los paisanos se extrañaban al ver, que con lo independientes que son los gatos, este mantenía una comunión con el chico inusitada y lo acompañaba a todos sitios.
En aquel verano las mañanas eran tranquilas, las tareas se cumplían regular y rutinariamente. Melele realizaba diligentemente las labores que le encomendaban que no eran pocas, en el chozo, en el huerto o en la parcela. Pero en cuanto podía se escapaba al río, tirachinas en la cintura, los bolsillos llenos de piedras y detrás de él-como siempre-el fiel amigo. El cuerpo esbelto de Melele, nervudo, muy moreno, de profundos y acechantes ojos negros; tenía muy largas las piernas y toda su conformación corporal, parecía hecha para rivalizar con el viejo felino, antes de su decandencia por glotonería y sobre todo por su provecta edad. En otros años, observaba al gato cuando cazaba y aprendió pronto a imitar las técnicas de caza y llegó a ser un gran cazador al acecho.
Melele se esforzaba en cazar para el gato y que estuviera satisfecho, hasta que su glotonería se hizo enfermiza y se convirtió en un orondo animal. Para disgusto del muchacho, cada vez le acompañaba menos de caza y decidió cortar por lo sano, ¡El gato tenía que adelgazar!
Se produjo el efecto contrario, el que el muchacho quería evitar. A los pocos días de la obligada dieta el padre descubrió, no muy lejos de la choza, un plumerío de gallina y el glotón animal se encargó de dejar su firma en forma de deyección, que no se había molestado en enterrar de perezoso que estaba.
Durante la comida:
- Melele, el gato afuera, no podemos dejá que ese arestinoso, cuando le pete, se jale una gallina de las nosotros catamos de tarde en tarde y son viejas que dejan de poné. El mú cabrón se las come tiernitas. Si en el fín de semana no ha desaparecío, lo meto en un saco y lo echo al río.
Comprendió el chaval las razones de su padre, porque era verdad, que la dieta en casa, era de garbanzos con verduras y aditamentos de la matanza y sólo algunos domingos o fechas señaladas como Navidad, se preparaban un par de gallinas en pepitoria, que les sabían como el mejor manjar del cielo, eran la fuente de los huevos y no podía permitir que el goloso siguiera con sus fechorías. Pero, ¿Cómo eliminar al amigo sin que sufriera?
Un sábado por la mañana cogió pan, tocino y queso y aparejó la burra cuando aún no había amanecido; había dicho a sus padres que se marcharía temprano a coger espárragos y romazas del campo y que regresaría el domingo por la noche. Lo dejaron marchar sabiendo que el despabilado muchacho volvería con las alforjas llenas, algún conejo o liebre, unas docenas de pájaros, algunos frutos silvestres y todo lo que en esa época hubiese de comestible en el campo.
Acomodó el gato entre las piernas y partió a las sierras portuguesas, vadeó el regacho de la raya y se internó en la espesura. La sierra de poca altura, pero de gran fragosidad, siendo en alguno tramos inexpugnable, tanto que en la última guerra, muchos maquís se ocultaron allí y fue difícil detenerlos para entregarlos a las autoridades españolas.
El atardecer del domingo se despidió del viejo amigo y le ató una pata a un jaguarzo que ya se encargaría de roer como otras veces había hecho, dejándole una buena provisión de pájaros cazados durante el camino.
Abandonó, Melele el lugar cabizbajo con estrellas y sin sueño, triste por la suerte del fiel felino.
Tres días después al despertarse sintió una presencia familiar, un ronroneo conocido; el gordo y viejo gato estaba allí con su trozo de cuerda en la pata, había desandado el camino para regresar al cómodo hogar.
- ¿Qué coño hace este bicho aquí entoavia?
Pacientemente le explicó a su progenitor lo ocurrido, fue indultado y el niño bajaba todas las tardes al río y se secaba a la sombra de chopos y adelfas acompañado por el fiel minino.
Cazó para él todo lo que pudo, pescó machos y blases que el gato comía sin ganas pero le vencía la glotonería.
Se volvió totalmente apático y en tiempo le pasaba factura, era demasiado viejo.
Llegó el otoño y el invierno, la navidad y los frios, se acomodaba en la piedras calientes de la lumbre y allí permanecía quieto observando los movimientos de los habitantes de la choza.
Ruidos de calderos , de panderetas y zambombas llenaban los aires de las parcelas, los muchachos se reunían para pedir- mejor exigir- el aguinaldo en pesetas o en especias (Polvorones, frutas escarchadas, turrones, blancas peladillas y algún chupito, poco, de anís o de coñac-porque si el aguinaldo no era de su gusto le montaban a la señora del chozo un buen escándalo en el que el menor improperio era de roñosa; eran días maravillosos que sacaban a las gentes de sus vidas monótonas y a los jóvenes varones que acompañaban a las chicas de casa en casa era, el verdadero cielo en la tierra y una de las pocas ocasiones en que se reunían, pues la honra era el mayor tesoro de las mujeres y sus padres evitaban todo lo que podían en contacto con los ardientes muchachos, siempre dispuestos a largar un beso a traición o levantar de broma las faldas de las compañeras.
El día de Nochebuena, muy temprano, la madre de Melele se encaminó cuchillo en mano, después de calentar en el lar un gran caldero de agua hasta hacerla hervir, para preparar el pavo de la cena, previo sacrificio naturalmente. El pobre animal yacía muerto de un mordisco en la garganta y con las pechugas comidas y en el suelo blando de la humedad las huellas del asesino: el gato del muchacho.
- Esto es el colmo, que el maldito gato se coma la cena de Navidad. De eso nunca más, vamos que ni mijita.Melele, hijo, en cuanti haiga pasao la navidá –que yo no pueo por la labó- metes a ese hijo de … en un saco pá que no se barrunté el camino; que madre te prepare merienda pa siete u ocho días y te lo llevas a la sierra del Saltillo, ya sabes, pa Azagala y allí lo dejas y que si quiere se vuelva montuno y si no las perdiceras o los buhos reales ya se encargaran de él. ¡De allí seguro que no güelve!
- ¡Es mu chico, el Melele! – se rebeló la madre.
- Tengamos la fiesta en pá, y mata un par de gallinas, que podamos cenar como se jace en estos días y al bicho: ¡Enciérralo ande yo no lo vea!
Y así fue, lo que decía padre iba a misa.El bicho encerrado y sólo asistido de agua y de los huesos de los pollos que tan ricamente se tomaron esos días.
Llegó el año nuevo, entre pertardos caseros y fiestas de despedida de año en las escuelas comunales donde todos reían, bebían y bailaban hasta el amanecer. Cuando se comían las ricas migas y se asaban los chorizos y otras viandas que cada cual había aportado dentro de sus posibilidades. El oloroso anís, animaba la entrada del nuevo año . Al levantarse el sol, cada cual se marchaba a su choza y a dormir. En el Rincón, levantando la niebla sólo se movían las aguanieves en busca de alimento ajenas a las celebraciones de los humanos.
El día dos de Enero y a costa de perderse la fiesta de los Reyes Magos de Oriente- sabía que los regalos eran pobres y escasos-salió a cumplir paso a paso las instrucciones de su progenitor; cargó las alforjas con el avituallamiento que madre preparó con todo esmero y cariño, llorando, y se encaminó a la ciudad a una legua y media del chozo, la cruzó y se dirigió por el camino viejo de San Vicente hacia la ermita de Bótoa, para posteriormente desviarse a la derecha en busca de la sierra de Azagala.
El pobre animal, al que alimentaba de lo que cazaba con su tirachinas por los caminos, el primer día rabiaba, pero sus ánimos se fueron calmando poco a poco hasta acostumbrarse a su forzado cautiverio.
Cuando llegó Melele a las portillas del Sansustre del Saltillo. Aquella sierra impresionaba por sus altas montañas, increíbles para quien está acostumbrado a los llanos eternos , cubiertas de un espeso alcornocal – encinar, con jaras y brezos de hasta cinco metros de altura; inexpugnable si no fuera por las trochas que ciervos y jabalíes hacían para pacer en tierras más bajas y fértiles. Allí pastoreó su padre de niño y no supo calibrar que el chico sólo conocía tierras llanas y despejadas donde la orientación era muy fácil.
El lugar embriagaba por los perfumes serranos de retamas, genistas y lavandas que aunque no estaban el flor, conservaban el olor de la naturaleza bravía. La burra, quedó en unos prados y sin miedo ninguno a los animales salvajes que se escondían en la intricada maleza, se internó saco al hombro por una ancha trocha y algo de comida en el otro saco de las alforjas, pronto se dio cuenta el muchacho que las trochas se cruzaban unas con otras y se veía obligado a elegir el camino con el riesgo claro de equivocarse y aquello empezaba a parecerle un laberinto como el que ponían en la feria de Junio en la ciudad.
Trochas arriba, breñas abajo y sin la referencia de la sierra, pues debido a la espesura, no adivinaba los altos riscos de los buitres y alimoches. A punto de caer la noche salió de la espesura para chocarse con un gran farallón que se extendía a la derecha e izquierda. Le dio libertad al gato, encendió una pequeña fogata y después de despachar los comestibles- ¡Qué bien sabían allí el cacho chorizo y el cacho queso con el cantero de pan, calentito del fuego- y arropado en una oquedad de los canchales,- los frios de Enero se dejaban sentir y estaba helando - pasó aquella noche junto al gato, que se estiraba de felicidad después del largo encierro.
Miraba a las ascuas y adormilado, sentía una “mijina” de miedo, pero al acordarse de su padre se disipaba. Recordaba como su progenitor se quedaba absorto en el fuego como hechizado.
-¿Qué maquina padre?
¡Ná, hijo, que donde haiga un buen fuego, ningún hombre está solo!
Y eso, le reconfortaba, mirando a las estrellas en el cielo más limpio que nunca viera, desgraciadamente todo acabaría y se alejaría del mágico lugar de regreso a casa. El gato jamás volvería. Arriba en los cantiles y cuchillos de la sierra, se llamaban amorosos los búhos reales y muy lejos, muy lejos, aullaba algún lobo solitario, más no sentía miedo y tranquilo se dejó dormir.
Cuando el sol de la mañana le dio en la cara, se despertó y se despabiló al olor cálido y meloso de los jarales. Abriéndo los ojos, miró la luminosa sierra pero no reconoció nada de la tarde anterior. Hacía un frio infernal y el agua contenida en cuévanos de las rocas eran pura escarcha, a pesar del sol; por el oeste grandes nubarrones anunciaban tormentas. El gato todavía dormía tranquilo junto a los rescoldos de la lumbre.
Tenía que hacerse cargo de su situación:
A sus espaldas un farallón de rocas que se extendía a ambos lados y al frente el espeso maquis y entre ellos un pasillo de unos cinco metros, húmedo lleno de líquenes y hepáticas. La solución, pensaba, sería andar en una de las dos direcciones por el pasillo pegado a las rocas y esperar donde conducía , no había comida , pero agua en las rocas y algunas pequeñas fuentes brotaban a intervalos más o menos largos y en la que parecía más grande halló una corteza de alcornoque a modo de cuenco que utilizaban en el campo, lo que indicaba que alguien subia hasta allí. Seguramente algunos pastores de cabras o sacaores de corcho. Se asustó al pensar que el descorche por estas tierras se hace cada nueve años.
Cuando se cansó de andar pegado a la pared rocosa, sin asomo de salida, desandó el camino lo que le llevó tres horas. Si veía un buen hueco en la maleza intentaba penetrar pero más pronto que tarde, se cortaba o bifurcaba y por temor a perderse de nuevo daba la vuelta, arañado y sangrando de luchar con los matojos espinosos.
Regreso al fin al primer campamento y muy cerca de él, encontró una gruta pequeña acogedora para servir de refugio, acarreó leña al abrigo dispuesto a pasar la noche. Hizo los preparativos convenientes para hacerlo habitable y confortable; era ya media tarde y no había comido nada pero tenía en el zurrón, casi una docena de pájaros y descubrió madroñeras que en este mes de Enero estaban en plena sazón, no había visto nunca este rico fruto del monte, lo probó y le encantaron por su dulzor ¡Qué ricos estaban!. Con el zurrón lleno volvió al refugio y se dispuso a pelar y asar los pájaros.
- ¡Hay que joerse, que he venío a perder el gato y el que me he perdío soy yo!. Sintió que empezaba a ponerse nervioso aunque poseía un estimable autodominio.
-Y si prendo toa esta zaraga gasta hasta que salga.
-
Desestimó la idea, todo estaba húmedo y además, si todo ardía el humo o el fuego darían buena cuenta de él. Gruesos goterones se desprendían de las negras nubes, de pronto, oscureció y al momento estalló la mayor tormenta que viera en su corta vida.
Se levantó un vendaval de mil demonios, el cielo permanecía iluminado continuamente por la cantidad de relámpagos y el sonido de los truenos retumbaba en las rocas de la sierra produciendo ecos espantosos de picacho en picacho.
Se sentía seguro en su covacha con su fuego y su manta militar.
Comió los tiernos pajarillos y mientras en el exterior se abrían los cielos, Melele se recostó con la barriga medio llena y atacó los madroños, uno a uno, disfrutándolos y cuantos más comía mejor se sentía o peor, pues empezaba a tener un mareillo que le produjo desasosiego.
-¡Anda que ponerme enfermo, aquí, sin nadie!
Poco a poco fue mostrándose mas contento y alegre, se desnudó y salió a la intemperie en pelotas, pegando gritos, ebrio de felicidad, en un intento de ganarle a los truenos y corrió como endemoniado por el pasillo de las rocas; su joven cuerpo era castigado inmisericorde por la torrencial masa de agua.
Quizá, fue la noche más mágica que recordaba de su existencia, no sentía hambre ni frio, bebió de la lluvia. Todo su cuerpo desnudo, estaba vivo entregado a las potentes fuerzas de la Naturaleza, se sentía más libre que nunca. Agotado se resguardó en su cubil y dejó que la fogata lo secara lentamente, tomó más madroños y cuando vió al gato que había permanecido oculto en un rincón, se asustó:
¡Coño! , si son dos. Y se quedó dormido seco y caliente en el refugio mientras fuera la guerra de los elementos seguía implacable. Más tarde, supo que los frutos muy maduros contienen cantidades de alcohol, que al ser consumidos en exceso, podían provocar una leve borrachera y su cuerpo vírgen esa cantidad la había acusado.
En la mañana lluviosa, las tormentas se habían trasladado hacia el norte y le dolía un poco la cabeza, no veía nada claro, se vistió y se preparó de nuevo para buscar la salida del laberinto.
Toda la mañana estuvo caminando y cazando pájaros previsoramente, cada vez más agotado y desilusionado, herido por la espinas, con las ropas medio destrozadas. En algún momento su cuerpo tenía mezcla de sangre, barro y agua.
Miró compasivamente al gato y con un poco de resentimiento, pues él tenía en parte la culpa de su situación y este de pronto con determinación se internó en la maleza, cansado de pasar hambre y desapareció. Intuitivamente, el muchacho le siguió, otra vez de trocha en trocha, arañándose y pinchándose detrás del seguro gato, que no dudaba al elegir la siguiente trocha y así al cabo de una hora, salían felices de la mancha justo en el mismo lugar donde habían dejado la burranca.
Se disiparon las nubes y el sol de enero lució calentando al chico que se tumbó de espalda dando gracias a Dios por sacarlo del mal trance. Un buen fuego lo secaría y podría emprender el camino de regreso.
La alegría del muchacho era indescriptible, bien seco aparejó la burra y bajó hacia el camino y al poco se cruzó con una pareja de la Guardia Civil que lo andaban ya buscando. Compartieron las viandas que estos llevaban, que le supo a gloria y la recomendación de que despacio emprendiera el camino de regreso y así lo hizo. Le tranquilizó unos de los números al
decirle que ya se encargarían ellos de comunicárselo cuanto antes a sus padres preocupados.
Camino del Rincón pensaba: No se lo que dirá Padre, que yo vine a perder al gato y lo q´a pasao es que el gato m´a encontrao a mí. A partí de este año, dos pavos uno pa nosotro y otro p´al bicho ¡Que pa eso m´a salvao!
MARCIAL-JESÚS HUEROS IGLESIAS
BADAJOZ 30 AGOSTO 1.999
Melele existe, vivió en los Batanes, en la zona de “malos caminos”, lleva dos cruces por pendientes, tiene quince años, le
Gusta la pesca y es un felino como el protagonista del cuento. Sólo utilicé su nombre y sus habilidades naturales , todo el relato es pura invención del autor.
Quedó definitivamente acabado el 31 10 2004
Mochilo=Josito- Durante noviembre de 2.004
Marcial-Jesús HUEROS IGLESIAS.
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