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sábado, 23 de junio de 2012

LA CASUCHA DEL BUCANERO (Relato corto) a Ivaj Nas 22062012


El pequeño pueblo costero casi se asomaba a la línea de los escarpados acantilados, protegido por un espeso bosque de pinos piñoneros, que sombreaban gran parte de la línea de la costa.

Para acceder a la playa, donde descansaban las barcas de los pescadores, había que caminar por encima de los farallones, más de cuatro kilómetros y por una ancha hendidura entre las rocas, se llegaba a la arena, playa que formaba parte de una amplísima bahía.

Era un perfecto abrigo natural. En forma de herradura abierta; a un lado y otro de la abertura que daba salida al mar abierto, las ruinas de viejas torres de vigilancia, custodiaban, guardianas, las tranquilas aguas de la ensenada.

Justo debajo del pueblo, mirando al mar, al pie de los farallones rocosos, una alta meseta de más de doscientos metros que descendía suavemente hasta el agua.

En esa meseta estaba, la Casucha del Bucanero.

Había elegido el lugar- decían-, después de haber vivido toda una existencia de aventuras  enrolado en los más diversos barcos piratas y a las órdenes de los más intrépidos capitanes, y que después de quitar muchas vidas y a punto varias veces de dejar la suya, recaló y acabó su personal singladura en aquel apartado lugar. Allí vivía sin molestar a nadie y sin ser molestado, que era lo que el viejo "pirata" deseaba.

Muchos atribuían todas esas historias que sobre él circulaban, a la imaginación de las gentes del pueblo, muy dados a los chismorreos y a la fantasía, como todos los pueblos aislados en que los lustros corren sin que nunca pase nada que se pueda tachar de extraordinario.
La verdad nadie la sabía y lo único constatado de la personalidad del individuo, era su desmedida afición al ron, del que era un gran consumidor y que quizás fue el detonante de su leyenda entre las gentes marineras.

En realidad la Casucha del Bucanero, no distaba del pueblo más de doscientos metros en línea recta, pero el cordón de farallones de más de ochenta metros de altura, hacían impracticable llegar hasta él. Para acceder a la meseta de la casucha, había que andar unos cuatro kilómetros hasta la hendidura que bajaba al “puerto” y desandar por la playa otro tanto, por lo que nadie se acercaba por allí y más temiendo la presencia del “sanguinario pirata”.

Pero el bucanero no estaba sólo, al menos de presencia humana. A no más de doscientos metros se levantaba otra vieja construcción, evidentemente erigida con restos de materiales aportados por el mar y las escombreras de los pueblos de los alrededores.

Ambos viejos, los pocos años que fueron vecinos, jamás habían cruzado una sola palabra, cada cual vivía a su aire sin importarle lo más mínimo el otro. Pasaban meses sin verse, el uno porque dormía durante el día sus excesos con el alcohol y el otro solía pasar el día y algunas noches pescándose el sustento en el mar de la bahía.

El día que el viejo pescador, olfateó un olor nauseabundo que llegaba del otro lado de la meseta, cayó en la cuenta de que se había quedado sin vecino.

Fue la única vez que entró en la destartalada casucha, venciendo la natural repugnancia, desatrancó la puerta y allí se encontró con el “bucanero”, muerto, putrefacto y rodeado de montones de botellas de ron caribeño que lo acompañaron en su última travesía.

Fueron malos días por lo que turbaban su tranquilidad. Apareció la policía, se llevaron el cuerpo y algunos intrépidos anduvieron por allí curioseando y en algunos sitios escarbando al rumor de:

-¡Si hay un pirata viejo, retirado, cerca debe haber su correspondiente tesoro escondido!

Las molestias cesaron después de la infructuosa búsqueda y de nuevo quedó solo. No volvio a acercarse a la vieja casucha y eso que allí si había buenos materiales, que le hubieran servido para adecentar la suya. Las supersticiones marineras se lo impidieron, sería como robarle a un muerto en su propia tumba.
Las sucesivas tormentas, tan abundantes, se encargarían de devolver al mar lo que de él había salido.


Pasó el verano y el viejo pescador se preparaba para afrontar los duros meses de otoño e invierno con que el cielo y el mar castigaban a la ensenada por las sucesivas tormentas y vendavales, tan violentos algunas veces que de no ser por la estratégica situación de su refugio, no hubiera quedado nada.

Sabía por la experiencia de otros años que la cercanía a los acantilados y el bosque que a sus pies vivía, le protegerían suficientemente de las galernas, y las olas por fuertes que fueran no le afectarían porque la meseta donde se ubicaba su casa, actuaba a modo de malecón natural.

Con los leñeros llenos, se sentía suficientemente seguro. No vería a nadie hasta bien entrada la primavera.

Le esperaba un largo invierno, no le importaba, horas de tallar pipas de raíz de brezo marino, muy cotizadas por los fumadores de cachimba y que pagaban por ellas muy buenos precios, apreciando que cada pieza que salía de sus manos, era una joya.
Sentado al calor de la chimenea, escrutaba los rincones de su cabaña rumiando sus recuerdos. Toda ella estaba decorada por un amasijo de elementos relacionados con el mar y que la mayoría provenían de la recogida, en su deambular por la playa.

No era un dechado de limpieza pero él era feliz rodeado de sus recuerdos y aquel rincón tranquilo y caliente, era lo único que le quedaba y le ligaba a la vida.

Aquella mañana se levantó temprano, quería salir con su barca a pescar aunque el tiempo no estaba para ello. Se asomó al ventanal de la rústica cocina, por costumbre, y le sorprendió algo que se movía allá abajo en la playa.
Cuando fijo su cansada vista pudo ver en la arena un muchacho que tiraba piedras a las olas y un perro callejero con el que jugaba.
Extraña era la presencia de ambos y más cuando el cielo anunciaba una gran tormenta, y por ello captó su atención en la playa solitaria, como siempre.
¿Qué buscaría?
No tardó en comenzar a caer gruesas gotas de lluvia, con tal fuerza, que dejaban hoyos en la fina arena y los vio dirigirse hacia él para cambiar de pronto de dirección, hacia la Casa del Bucanero. Allí entró y allí permaneció capeando la tormenta, que se desataba con furia en aquellos momentos.
Sintió alivio, no tenía ganas de aguantar a un niño revoltoso y un perro tiñoso que vinieran a perturbar su conseguida tranquilidad.

Cuando se hizo de noche la tormenta amainó el chico ya estaba bien acomodado en la casucha y un humo blanco salía de la chimenea. Con una buena limpieza, resultaría agradable para vivir como era su propósito y aquella misma noche, insomne, se aplicó a la tarea y al amanecer, ya con la bahía en calma se sintió confortado por tener un sitio donde vivir, por lo menos hasta la primavera y sabía que las autoridades no bajarían por allí.

Contaba Nico con quince años aproximadamente, era un muchacho espigado y bien parecido, que dos años atrás, escapó de un orfelinato donde lo ingresaron con cinco años y llegado a la pubertad, no pudo soportar por más tiempo las vejaciones y malos tratos y decidió conocer el mundo y la libertad.

Los dos años anteriores vivió en los montes cercanos, siempre huyendo, hasta que un día se convenció que ya nadie se molestaba en buscarlo y cuando dos días atrás, divisó la bahía desde los acantilados, comprendió que había llegado a un sitio que sentía como suyo, su casa. Investigó por la playa hasta descubrir la casucha vacía. El viejo hosco y huraño, no lo molestaría y él tampoco, por lo que optó por olvidarlo.

En días sucesivos, se hizo cargo de su situación y en seguida se formó una idea clara del lugar donde se encontraba; una plataforma rocosa que moría abruptamente en la playa y a su espalda, los escarpados acantilados desde los que contempló la ensenada por primera vez y entre estos y la casucha un frondoso bosque que se abrigaba y pulaba cerca de las rocas.

Con su juventud, fuerza e inteligencia logró en poco tiempo, fijar un camino que en pocos minutos lo llevaría al pueblo. Ignoraba que nadie lo conocía o si alguno sabía de su existencia, lo obviaría por peligroso. El mismo algunas veces se equivocaba y le obligaba a retroceder, poniendo en peligro su integridad. Le serviría para escapar si las autoridades venían a cogerlo desde la playa.

En el bosquecillo descubrió pegados a los farallones unos “caños” de agua dulce y limpia que caían desde gran altura; semejaban una enorme ducha natural y desaguaban en una laguna en el centro del bosque de donde pensó que aquel hombre se surtiría de agua potable. Su mente siempre activa le sugirió que una vez preparada bien la cabaña, procedería a llevar el agua hasta su puerta. Piedra y madera de la playa no le faltarían y ánimo tampoco.

En unos días, el tiempo mejoró y el viejo empezó a sentir curiosidad por las idas y venidas del muchacho. El poco interés de los primeros días se trocó en insana investigación, llevándolo a espiarlo constantemente tras los visillos de sucios cristales y su vista que no era tan buena como en sus años mozos y la distancia, no le permitía ver las facciones nítidas del muchacho, pero más o menos se creó una imagen en su mente.

Sólo salía de su cabaña en días de bonanza y si de noche embarcaba para pescar, lo hacía cerca de la costa donde capturaba buenas piezas y en su despensa nunca faltaban víveres.

Una mañana soleada que pasó en el porche contemplando el mar y fumando su pipa, observó como el chico volvía cargado con cosas que sólo podían proceder del pueblo. Si no lo vio pasar por la playa ni a la ida ni a la venida, dedujo que el único camino eran los acantilados.
¡Jodio grumete! ¡Qué listo era!

Casi sin esfuerzo, aunque con mucha paciencia, consiguió que el agua de la laguna procedente de los “caños”, entrase en su cocina para tener agua corriente y constante, practicando en la conducción unos aliviaderos para en caso de crecida no lo inundase y cerca de la casucha, por el canal de salida construyó un pequeño váter de madera para sus necesidades.

Sin saber porque, los celos del viejo comenzaron a asomar y el colmo, fue descubrir que detrás del bosquecillo y al pie del acantilado, unas cuevas de agua salada donde criaba peces y moluscos para su consumo, y otras dependencias como un leñero o una sala helada; de todo para subsistir tranquilamente.
Enseguida pensó que como él nunca se había internado en el territorio del “bucanero” por respeto, no llegó a conocer la existencia de la cuevas y esa era la herencia que el viejo borracho había dejado y el muchacho descubierto.




Aquellas tardes de galerna, en que el viejo no salía de casa, a veces le asediaban los recuerdos ingratos y tristes de su pasado, tan reciente, que podía vivirlos segundo a segundo y algunas noches, lograban martirizarlo.




Cuando comenzó la guerra civil, el viejo, vivía en el pueblo, ya en la cincuentena y quemado de las faenas del mar; tenía su propia barca y a pescar lo ayudaba su hijo de treinta años.
Vivían en la misma casa, su mujer, su nuera, su hijo y los tres hijos de ambos de corta edad, de siete, seis y cinco años, este último varón y heredero de la dinastía de pescadores. Era la devoción de todos por su buen carácter abierto y simpático.
Y allí vivían felices los siete miembros de la familia: los hombres pescando, las mujeres vendiendo el producto y los niños creciendo sanos y fuertes.
Mediada la guerra, los enfrentamientos en el pueblo eran continuos y una noche, llegaron a la casa unos milicianos en busca del hijo por haber expresado en más de una ocasión, sus ideas políticas.
Como pudieron, los escondieron en un sótano, quedando los viejos a merced de los asesinos que los llevaron a las tapias del cementerio y si no llega a ser por la intervención del cura del pueblo, allí mismo los fusilan.
Al volver a casa, el sótano se hallaba vacío.
¡Habían huido! Y de única forma que podían ¡La barca!

Desesperado el abuelo, en medio de la noche, bajó a la playa y sólo encontró el sitio vacío. Su ansiedad natural se liberó un poco, al pensar que al menos por ahora, habían escapado.

Desde lo alto del acantilado llamó, pero su voz el viento la hizo inútil, el mismo viento que le dijo que la galerna se presentaría pronto, mar adentro.
El viento huracanado levantaba olas gigantescas y en el cielo, se libraba la batalla de todos los demonios desatados.
Se consoló al pensar que el hijo, conocedor de la amplia cala, habría buscado refugio en algún lugar. Se negó a pensar que su hijo estuviera ya en alta mar.

Con el tiempo, los negros presagios se cumplieron.
En las playas aledañas a la bahía, aparecieron restos de su barca, un tablón de proa con un nombre que conservaba encima de la chimenea: “Favorita III”.
 Después los cuerpecitos de las niñas y el de su hijo; el de su nuera y el de su nietecito se los tragó el mar.

Diez años después de aquello, cuando en la noche se sentaba en la mecedora junto al fuego, alguna lágrima se le escapaba cuando el aguardiente lo ponía sentimental.

¡A que acordarse de todo aquello, es la ley, todo lo que LA mar da, más tarde o temprano EL mar se lo lleva!

Cuando poco tiempo después murió su esposa, sin reponerse del golpe sufrido, abandonó el pueblo y se retiró al pie de los acantilados, lejos de todo y de todos.

Los progresos del muchacho en su entorno, lo tenían encelado y un día que pensó que el chico subiría los acantilados por su sendero secreto, y cuando lo vio alejarse y se dirigió con precaución a la Casucha del Bucanero.

La puerta no estaba fechada, allí no iba nadie y nada debían temer el uno del otro (Así pensaría el chico).

Se quedó asombrado al ver el orden y el gusto para crear un ambiente confortable y tranquilo; enseguida se avergonzó al recordar el “cuchitril” donde él vivía y sobre todo, se sintió engañado por el chaval que había mantenido sin tocar por fuera la cochambrosa cabaña.
Enrabietado destrozó las conducciones de agua y el coqueto retrete de madera y deseando causar más daño corrió a las cuevas, pensando:

¡Los jodios grumetes que quieren enseñar a los patrones!

La casualidad quiso que el muchacho no subiera al pueblo y se quedase en las cuevas trabajando y al doblar un recodo entre las rocas se lo encontró de frente, los pies descalzos sobre la arena: la viva imagen de un golfillo del puerto.
Veía su cara por primera vez; no tenía más de catorce o quince años y era muy moreno, espigado, agraciado y risueño.
No cruzaron una sola palabra, pero al darse la vuelta el viejo, ya iba cargado de remordimientos, corrió a su cabaña y se echó a llorar desconsoladamente.

“Los demonios del mar, que alguna veces se nos meten en la cabeza y juegan dentro”

Conforme el tiempo pasaba y no escuchar ninguna queja o acción por parte del chico, el arrepentimiento era mayor y por eso, lo mejor de la pesca en las noches que salía, lo dejaba en una rocas equidistante de las dos cabañas.
Varias veces, vio como recogía el pescado y el marisco y a pesar de la distancia creyó ver que sonreía.
¡Y empezó a quererlo!
Lo observaba a lo lejos con gran cariño, trabajando o jugando con el perro, pero no intentaría ningún acercamiento; estaba bien como estaba. El chico tampoco dio muestras de cambiar la situación; estaba bien como estaba.



Cansados de aguaceros y tormentas, llego una nueva primavera, los forasteros volverían a la playa de la ensenada y el chico quizás buscase refugio en otra parte al aumentar la vigilancia en la costa.
Siguiendo el ejemplo del “grumete”, el último mes, adecentó su casa y su atuendo y hasta decidió quitarse la barba que llevaba con el más de diez años.
Tuvo que preparase mentalmente para aquella mutilación y se decidió una mañana del verano. Quitarse una barba así, él solo, no era tarea fácil pero con tiempo lo consiguió y comenzó a rasurase a conciencia.
Cada pase de la navaja era un asombro más para el viejo marinero:
Lo que veía en el espejo, atónito, era la cara envejecida del muchacho de la playa.

Marcial-Jesús Hueros Iglesias
a IVAJ NAS  22 días después.
Badajoz, 22062012

No sé si es bueno cambiar el reino de un príncipe gitano basarábico
por una hamburguesería de Mac donalds

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