EL
LLORON
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
Las mimosas estaban en flor al principio de la primavera del año 1958; mañana de domingo. Horas de asueto, merecido descanso después de una semana intensa de siembra.
No teníamos ninguno más de los quince años y entreteníamos la mañana contando chismes y chascadillos ocurridos en el Rincón. Aún recuerdo cuando dejamos los raídos abrigos en un mojón milenario pues el sol calentaba lo suficiente para hacernos sudar; cantaban jilgueros y chamarices agradeciendo el sol tras el invierno crudo de escarchas interminables y nieblas eternas con la que jugábamos “a fumar” cuando expulsábamos el vaho por nuestras bocas. No fumaríamos de verdad hasta la entrada en “quintas” para hacer la “mili”.Con los cuerpos calentitos nos despedimos a la hora de comer.
Yo, “El bocanegra”, nacido Francisco. Quedé por la tarde con los demás chicos para dar una vuelta. Camino de la choza percibí un rico olor a sopa de ajo y a pollo tomatero en pepitoria, platos que mi madre bordaba como buena cocinera acostumbrada a hacer sabrosos guisos con pocos y pobres ingredientes. Pero ¿Gallina? – me pregunté- ¿Un domingo cualquiera? En la mesa me enteré que era el aniversario de bodas de mis padres.
Según me contaron una boda sin más y un convite que consistió en dos gambas y una loncha de jamón por invitado-estos como platos de lujo- y después los acompañaron con las consabidas viandas de la matanza: migas con torreznos, patateras, comineras, tocineta veteada y otras partes más o menos nobles del guarro.
Me puse como el “quico”, que no se quién es pero que aquí se dice mucho y cuando mis padres se besaron comprendí lo mucho que se querían y nos querían, aunque eso ya lo imaginaba por el ruido que de noche me llegaba del jergón de paja que no estaba a más de dos metros del mío y de los de mis hermanas pequeñas.
Me dormí la siesta contemplando los manojos de tomates y cebollas que colgaban del techo llenos de polvo y humo que ayudaba a conservarlos. Estos buenos chozos que dejan salir el humo pero no dejan entrar la lluvia, tan acogedores que cuando nos dieron las casas nos sentimos huérfanos. ¡Qué frías son las paredes de las casas!
En la choza huele a campo pues de eso están hechas; huelen a brezos, jaras y lavandas aderezados con el humo que sube desde el centro de piedra, el hogar. Las casas nuevas no tienen chimeneas y nos perdemos unos y otros por las habitaciones; ya no oigo los suspiros de mi madre, la respiración tranquila de mis hermanas ni la tos crónica de mi padre.
Añoranza, mi viejo ha construido un nuevo chozo al lado de la casa, que utilizamos como secadero de la matanza y un poco como trastero y allí paso muchas horas al amor del fuego prefiriendo dormir en mi yacija de paja que en colchón impersonal de la casa que le dieron a mi padre.
En la tarde con mis amigos retozábamos junto al camino de herradura que atraviesa el Rincón. Daban las cinco de la tarde y la soleada mañana cambió y el cielo se cubrió de nubes espesas amenazando con descargar, se oscureció el ambiente y los pájaros callaron. Sólo se oía a lo lejos un chirrido monótono de la llanta metálica de una vieja rueda de carro. Prestamos atención y por un recodo del camino entre los árboles apareció el causante del ruido y sobre él un rústico personaje.
Viejo, con el sombrero calado y un cigarro liado a medio consumir en la boca.
Ahora al chirrido lo acompañaba un casi imperceptible llanto infantil.
Sobrecogidos y en silencio contemplamos el paso del carro que en su parte trasera portaba un basto ataúd de madera de pino sin lijar.
El cochero pasaba serio y detrás un chico de doce o trece años que lloraba desconsoladamente siguiendo a pie el vetusto carruaje.
Nos miramos sorprendidos ante la comitiva pues no sabíamos de ningún muerto en nuestra comunidad y allí se sabía todo en cuestión de minutos. Comprendimos enseguida que el difunto debía ser un jornalero portugués, temporero, al que pasaban clandestinamente la frontera para enterrarlo en el cementerio más cercano de la ciudad.
Reconozco que la imagen del niño llorando y el muerto en su caja despertaron nuestra morbosidad; era una cita con la muerte, algo raro por aquí con una población tan joven.
El “Berna”, un chaval algo afeminado y muy sensible se echó a llorar. Había vivido un año en la ciudad por la enfermedad de un hermano menor, que al final murió de poliomielitis.
En el tiempo que pasó allí, vivió junto al hospital de beneficencia y enfrente del tanatorio en cuyo frontispicio de la puerta rezaba “Necropsias y aislados”- eso de “aislados no le sonaba a nada pero allí estaba. En ese tiempo se empapó de entierros y funerales, y así nos contaba:
“En el centro del cementerio hay un gran joyo mu profundo que llaman la fosa común y de la que por la noche salen los fantasmales “fuegos fatuos” que da mucho canguelo según dicen. Pos yo no los he visto, siempre e ido de día que por la noche nadie se atreve sino algún estudiante de medicina en busca de huesos”
Daba gusto oirlo hablar, con esa voz casi femenina y esos gestos amanerados, que tanto nos hacían reír.
“Del hospital a los pobres que mueren se les saca con un carro que lleva una caja de pino con una crú pintá en la tapa. En el cementerio s´echa el fiambre a la fosa, se le pone tierra encima y la caja p´atrás, p´al hospital y hasta el próximo muerto.”
¿ Que guardan la caja?
¡ Y que te crees! La madera no la regalan.
“ Después, hay coches de un solo caballo, negro, con una plataforma donde se coloca la caja ya pulía y más arreglaita y un cura despide al muerto en la puerta.
Los que tienen más perras usan coches de dos caballos ¡negros!, el carro o mejor la carroza tiene techo sostenido por cuatro columnas tallás. Too negro-negro. Y lo despiden dos curas.
Y pa los ricos de verdá coche de cuatro caballos ¡negros! Con grandes plumeros en las cabezas, los carreros van vestíos d´uniforme como militares. La carroza mu lujosa toda llena de flores que rodean al muerto y detrá muchas mujeres de negro que van llorando sin se na de la familia; m´an dicho que las pagan por llorá. Y eso si, lo despiden cuatro o cinco” cucarachos” quemando algo que güele mu bien, con velas y uno echando agua bendita con lo que riegan el ataúd y a toa la gente y ¡Ah¡ se me olvidaba a estos los entierran en casas pequeñas en el centro del cementerio que llaman “panteones” y arriba pone “familia tal”.
La ocurrencia de emplear la palabra “Cucarachos” rebajó la tensión y no hizo sonreír a todos pero la que se armó cuando “Jositopajas”, el más socarrón y ocurrente de la panda se levantó con cara de duda que concitó la atención de todos:
¡ Oseasé! ¿A ve si l´ontendió…¡ Que cuanto más ricos…más animales!. Cuando captamos la segunda intención de sus palabras nos tirábamos de la risa.
Aquella tarde de los portugueses, el “Berna” sobrecogido por el cuadro plasmado al atardecer, muy serio, se situó detrás del niño en un gesto que al principio nos arrancó una sonrisa, pero al ver su actitud tan seria nos incorporamos a la comitiva.
Quien viera pasar la estrafalaria procesión se asombraría: un desvencijado carro con su muerto, un burro viejo tirando de él, un curtido carrero colilla en labio, un niño andrajoso llorando compungido y algunos chavales que en su seriedad ocultaban sus risas.
El cementerio distaba una legua aproximadamente de nuestras casas y hasta allí nos llegamos bajo una fina lluvia que no molestaba pero acabó por calar. Entramos muy serios y algo sobrecogidos siguiendo el carro hasta la fosa común. Un sepulturero y el portugués desclavaron el ataúd y sin el más mínimo miramiento echaron el muerto al hoyo- no olvidaré el silencio bajo la lluvia, ni la impresión que me causó la cara del difunto con dos tapones de tela sucia en las narices- y con sendas palas lo enterraron ayudados por nosotros que también colaboramos.
El niño, como si no fuera con él, había dejado de llorar y la sonrisa volvió a su churretosa cara. Cumplida la faena uno a uno apesadumbrados le dimos la mano al muchacho, cumpliendo con el rito, mientras el nos miraba asombrado por nuestra amabilidad.
- ¿Quién era?¿Tu padre?- le preguntó Berna con cara de circunstancias.
- Nao, o meu pai e aquele- y señalaba al carrero.
- Entao o morto ¿Quién e?- me atreví a estrenar el poco portugués que entonces sabía.
- Nao se, un empregado da Heredade de Farofia.
- ¡Ah¡ De la finca la Farofia.
Lo que suponíamos, un campesino portugués que había muerto y en vez de llevarlo al pueblo más cercano en su tierra, lo pasaron la frontera para enterarlo aquí que está a un tercio del camino.
- Y entonces, ¿Por qué coño has venío llorando to el camino?
- O meu pai nao quer que eu monte ao carro con o morto de corpo presente.
Cargamos la caja, el llorón se acomodó junto a su progenitor en el pescante y nosotros nos sentamos alrededor del ataúd.
Y así, bajo la llovizna y ya oscureciendo, nos vieron cruzar el Rincón cantando a voz de grito y acompañándonos aporreando el ataúd.
Marcial-Jesús Hueros Iglesias
marzo de 2006.
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