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lunes, 24 de diciembre de 2012



LA MUERTE DE UN PETIRROJO.

Marcial-Jesús Hueros Iglesias.



Creció en el hueco de un abedul, en un cálido nido, plumoso junto a dos hermanos, alimentados por su solícito padre de pecho anaranjado. Su madre, mientras, más abajo, en el bosquecillo de los alisos incubaba a sus hermanos de la siguiente nidada.
La primavera era fresca en Valsprint, diminuto vallecillo en la campiña inglesa.
...
La alegre juventud en el verano brumoso, vagando libre por los prados floridos, agradeciendo cantor los pocos rayos que el sol regalaba al solar de su nacencia. No conocería el amor hasta la próxima primavera cuando volviese de su largo periplo por las tierras del sur. Juventud alegre y desenfadada.

Una mañana, llegó inesperadamente para él, el invierno. Se tiñeron los cielos de gris, el frío se hizo intenso y los primeros copos de nieve le hicieron estremecer en su refugio de un álamo del parque de la ciudad.
¡Era la hora de la retirada!...la hora de buscar el sur-frío también, pero no extremo- y partió, volando todas las noches y descansando de día buscando alimento para reponer fuerzas.

Arribó al sur de Portugal. Estaba fatigado, exhausto del largo viaje, hambriento y la mañana nació con una densa niebla. Voló hacia una adelfa baja.
Sólo vio como dos grandes luces lo cercaron, dos enormes ojos luminosos... y sintió como un fuerte torbellino lo levantó, para al poco dejarlo caer muerto sobre el negro asfalto.

Pronto, las fúnebres urracas darían buena cuenta del frágil y valiente cuerpecillo.
¡La vida volvía a la vida!


Estremoz (Portugal) 20 Noviembre 2012




domingo, 23 de diciembre de 2012

El lince escritor: CUENTO DE NAVIDAD  2012.                        ...

El lince escritor: CUENTO DE NAVIDAD  2012.

                        ...
: CUENTO DE NAVIDAD  2012.                                                                   Marcial-Jesús HUEROS IGLESIAS .   Lle...




CUENTO DE NAVIDAD  2012.

                                                                  Marcial-Jesús HUEROS IGLESIAS.  




Llegó desde el Este, donde el Sol se levanta más temprano y los fríos son más violentos. De un hermoso país montañoso a orillas del Danubio, y que sus propios hombres lo hicieron inhabitable por la codicia y la mala sangre. Le habían hablado, que más al Oeste, había unas tierras donde bajaban ríos de leche y miel, donde en vez de hojas marchitas, caían de los cinamomos y las catalpas de los jardines públicos, monedas O billetes. Un soñado paraÍso para dejar atrás una infancia de sufrimiento y miseria.


Recién salido de un tétrico hospital, donde estuvo muriendo más de un año, al quemarse las dos piernas por la chiquillada de echar gasolina a un fuego donde iba a desayunarse un trozo de carne vieja. En aquellas salas atestadas de dolientes, con olor a desinfectante barato, con malencarado personal, rogaba cada noche a su Dios que le arrebatara  la vida antes del amanecer en que lo sometían a las curas, a los cambios de vendajes que le producían un dolor insufrible que sólo lo abandonaba cuando lo hacía su consciencia.


Lo vi allí, junto al semáforo-su amigo, su compañero- su cuerpo delgado y enjuto temblaba de frío y su figura se desdibujaba en la espesa niebla. Esperaba la parada de los coches y ofrecía con humildad sus preciadas mercancías: adornos navideños para colgar, tiras de olor en forma de arbolitos de Navidad o de hojas de marihuana para los más jóvenes.

Allí separado por un cristal empañado, él, la niebla y el frio, al otro lado, la pintada señora calentita lo miraba unas veces con indiferencia, otras con desprecio y un poco de asco.

¡Cómo afean los semáforos estos piojosos emigrantes! parecían decirle aquellas caras embadurnadas de potingues y pinturas.

Día día, hora a hora, con el gélido viento y la fría lluvia, la enjuta figura, sin un mal abrigo, apelaba a la caridad de los viajeros para con una pequeña ganancia, sacar algo con lo que alimentar al pequeño Kilim.


-Señor, mi hijo no tiene que comer. Y para sus adentros se preguntaba:
¿Porque no nos quiere nadie? ¿que hemos hecho?


Kilim, nació cuando el tenía catorce años, era su hijo y soñó que el nuevo país, con sus manos, ganaría para darle de comer y regalarle todo lo que él no había tenido.


Más pronto o más tarde la "pulisia" aparecía alertada por los solidarios conductores. No huía, no hacía nada malo, sólo ofrecía sin intimidación y con humildad las chucherías compradas con mucho esfuerzo y cuyas escasas ganancias alimentarían a su pequeño hijo. Le quitaban el escaso género, lo amenazaban, cuando no, lo montaban en el coche y lo llevaban a la comisaría (Como apreciaba pasar ese ratito calentito en el patrullero)

-¡Pero señor, mi hijo tiene que comer!- Los "pulisias" sólo pensaban en la cena navideña, en la bicicleta del niño y el coche de capota de la niña chica, en el hogar cálido y en los langostinos de plástico de la cena de Nochebuena; en la cara que pondría el cuñado, cuando le enseñase el coche nuevo.


-¡Anda vete y que no te vea más en el semáforo!


 A mediodía de nuevo en la calle, con la mente puesta en Kilim que ese día no comería bien.


Cuando llegaba la noche, se acostaba en la fría y húmeda yacija,  acurrucando al niño para darle su poco calor y bajo el techo de uralita, lloraba pensando:
-¿Pero, porque no nos quieren?¿Qué hemos hecho?

Sabía que con sólo nombrar su procedencia, se le cerrarían todas las puertas, por eso a su llegada, se bautizó como Raúl o Mario. Decir la etnia a la que pertenecía, lo condenaba de antemano.

Antes de ser el muchacho del semáforo, ejerció de "gorrilla" facilitando a los conductores, la búsqueda de un lugar donde estacionar en los atestados aparcamiento de los hospitales.

-¡Señor, aquí! y esperaba junto al coche, sonriente, esperando que el agraciado conductor se metiera la mano en el bolsillo y dejara en su palma algúnos céntimos.

El verano anterior, pegó cientos de panfletos en farolas y postes, ofreciendo todo por poco, dispuesto a trabajar hasta la extenuación. Nunca recibió una llamada aunque fuera para limpiar inodoros.

Así atendió a su hijo Kilim los dos primeros años, pero un día se dio cuenta que los ríos de leche y miel perdían poco a poco su caudal, la leche se agrió y la miel se aterronó. Dejaron de correr.

Otro tiempo, fruto de la desesperación, trató de vender su cuerpo como había visto hacer a la prostitutas en la cales de su ciudad. Era un joven agraciado, de raza gitana eslava y siempre encontraría algún depravado ávido de carne joven. Se exhibió en algunos lugares de mala reputación, pero la náusea y sobre todo su dignidad, le hicieron desistir de la idea y siguió vagando por las calles a la espera de un maná que no llegaba y de una suerte que siempre se le mostraba esquiva.
Muchas veces pensó en acabar con todo, sería una solución, pero la visión del rostro sonriente de Kilim, ajeno a las miserias, alejaba funestos pensamientos.

QUISO HACER "LAS ESPAÑAS"

Aquella noche, se asomaba a los ventanales iluminados; veía gente sonriente y largas mesas de ricas y caras viandas (La mayoría ni las conocía) y los oía cantar canciones sin sentido que hablaban de un niño pobre que nació en un establo  ¿Se referirían a Kilim?

Los dos debajo de la uralíta: salami, aceitunas y mortadela.

Debajo del árbol bellamente iluminado, atractivos paquetes de  regalos, grandes y coloridos, pero su mente no acertaba a imaginar los contenidos. No los miraba con envidia y no se rebelaba porque no estaba en su cultura; sólo se encogía de hombros y lloraba pensando en su pequeño que dormía ajeno bajo el techo inclemente de las uralítas.

Nació la mañana de Navidad con más frío y viento que los días anteriores, y allí estaba junto a su amigo, el semáforo. Si le di algo, no fue por caridad sino por justicia. Me acerqué a él y lo abracé, el me correspondió mecánicamente, sentí su frío y su delgado cuerpo se estremeció.

Me sorprendió oír mi voz que junto a su oído decía...¡YO SI TE QUIERO!



Diciembre 21-12-12. El día que el mundo iba a acabar.
Baiar (padre) y Kilim, existen.

viernes, 26 de octubre de 2012

¡SE EQUIVOCÓ LA PALOMA...!


¡SE EQUIVOCÓ LA PALOMA...!
(Cuento frío)




Había llegado la primavera, el comedero, no había sido todavía localizado por los gorriones vocingleros que ya empezaban a criar.

Un buen día, apareció uno. Un pequeño macho,
que alertó a sus congéneres del lugar de la fácil pitanza.
Y, desde entonces, el balcón se llenó de juguetones " gurriatos".
Yo los observaba desde "mi cueva" y
los alimentaba para que aliviaran mi soledad.

A principios del verano, ya bajaban con sus crías crecidas y
allí, en el mismo alféizar de la ventana, los alimentaban
Una mañana, apareció una paloma zurita, ronroneaba y todas las tardes me visitaba y me daba compañía.
Más tarde, vinieron más y las dejaba hacer.

Vencido el estío, apareció el "pollo-pera", el chulo, engreído y fatuo.
Sembró la discordia entre el resto de las palomas,
y los gorriones dejaron de acudir.
El presuntuoso, arrogante, se acostaba desafiante en el comedero,
mirándome descarado exigiendo su ración de grano.
Su atrevimiento lo llevó a entrar,  incluso en mis territorios y
llegado el otoño, decidí acabar con tanta chulería y prepotencia.

Aquella tarde, llené bien el comedero y sobre las semillas,
lazos de sedal, hilos de pesca, con un cabo atado al balcón.

Cuando llegué en la noche a mi "cueva", salí al balcón y el codal,
no estaba.
Tire del cabo y al otro extremo, tieso, colgaba el palomo,
grande como un pollo picantón, muerto.
Sólo me molesté en cortar los hilos y dejar caer al presumido y alborotador matón,
al jardín trasero.

En la mañana, había desaparecido...

La armonía ha vuelto al balcón y el estúpido, presuntuoso,
engreido y fatuo, descansará en la panza de algún gato callejero,
que habrá agradecido al cielo tan buen regalo.

Enseñanza.- No te creas el amo del gallinero,
que la cocinera tiene un cuchillo y el día que quiera,
hace contigo una "pepitoria"

´
Marcial-Jesús Hueros Iglesias
Octubre 2012
Venta de los contrabandistas. Irene.

jueves, 23 de agosto de 2012


 



EL NIÑO GITANO DE LOS GLOBOS.



Entre el gentío del mercado sabatino, levantando el día, como te comían los globos, tu aceitunada piel, como te envolvían con el viento, queriendo abrazar tu joven cuerpo, vorágine plateada, multicolor, prisioneros de cuerdas tensas que dañaban tus manos.

Ojos tristes, como de sueño, negros de mirar sumiso y resignado. Toda la suciedad de siglos en tus pies, de un vagar por el mundo en cuclillas, cansado, quizás enfermo y aburrido, enseñabas tus blancos dientes al bostezo.
¡Cómo quise en aquel momento, ser globo!.

En la noche, estalló la tormenta. ¡Cómo llovía! Iluminarían los relámpagos tu cara, repicarían las gotas en las lonas de tu cobijo de humo.
¡Soñaras que en buena mañana, te escaparías del atadillo de los globos para volar libre!

Estremoz (Port) 20082011. El niño gitano de los globos de colores"
Marcial-J. Hueros Iglesias.

sábado, 23 de junio de 2012

ME QUITASTEIS LA VIDA. JUNIO 2012

Me quitastéis la dignidad,
a veces el honor,
la alegria y
la esperanza.

Y, aún,
quieres que te quiera...
Humanidad.
ellinceescritor.Junio 2012

LA CASUCHA DEL BUCANERO (Relato corto) a Ivaj Nas 22062012


El pequeño pueblo costero casi se asomaba a la línea de los escarpados acantilados, protegido por un espeso bosque de pinos piñoneros, que sombreaban gran parte de la línea de la costa.

Para acceder a la playa, donde descansaban las barcas de los pescadores, había que caminar por encima de los farallones, más de cuatro kilómetros y por una ancha hendidura entre las rocas, se llegaba a la arena, playa que formaba parte de una amplísima bahía.

Era un perfecto abrigo natural. En forma de herradura abierta; a un lado y otro de la abertura que daba salida al mar abierto, las ruinas de viejas torres de vigilancia, custodiaban, guardianas, las tranquilas aguas de la ensenada.

Justo debajo del pueblo, mirando al mar, al pie de los farallones rocosos, una alta meseta de más de doscientos metros que descendía suavemente hasta el agua.

En esa meseta estaba, la Casucha del Bucanero.

Había elegido el lugar- decían-, después de haber vivido toda una existencia de aventuras  enrolado en los más diversos barcos piratas y a las órdenes de los más intrépidos capitanes, y que después de quitar muchas vidas y a punto varias veces de dejar la suya, recaló y acabó su personal singladura en aquel apartado lugar. Allí vivía sin molestar a nadie y sin ser molestado, que era lo que el viejo "pirata" deseaba.

Muchos atribuían todas esas historias que sobre él circulaban, a la imaginación de las gentes del pueblo, muy dados a los chismorreos y a la fantasía, como todos los pueblos aislados en que los lustros corren sin que nunca pase nada que se pueda tachar de extraordinario.
La verdad nadie la sabía y lo único constatado de la personalidad del individuo, era su desmedida afición al ron, del que era un gran consumidor y que quizás fue el detonante de su leyenda entre las gentes marineras.

En realidad la Casucha del Bucanero, no distaba del pueblo más de doscientos metros en línea recta, pero el cordón de farallones de más de ochenta metros de altura, hacían impracticable llegar hasta él. Para acceder a la meseta de la casucha, había que andar unos cuatro kilómetros hasta la hendidura que bajaba al “puerto” y desandar por la playa otro tanto, por lo que nadie se acercaba por allí y más temiendo la presencia del “sanguinario pirata”.

Pero el bucanero no estaba sólo, al menos de presencia humana. A no más de doscientos metros se levantaba otra vieja construcción, evidentemente erigida con restos de materiales aportados por el mar y las escombreras de los pueblos de los alrededores.

Ambos viejos, los pocos años que fueron vecinos, jamás habían cruzado una sola palabra, cada cual vivía a su aire sin importarle lo más mínimo el otro. Pasaban meses sin verse, el uno porque dormía durante el día sus excesos con el alcohol y el otro solía pasar el día y algunas noches pescándose el sustento en el mar de la bahía.

El día que el viejo pescador, olfateó un olor nauseabundo que llegaba del otro lado de la meseta, cayó en la cuenta de que se había quedado sin vecino.

Fue la única vez que entró en la destartalada casucha, venciendo la natural repugnancia, desatrancó la puerta y allí se encontró con el “bucanero”, muerto, putrefacto y rodeado de montones de botellas de ron caribeño que lo acompañaron en su última travesía.

Fueron malos días por lo que turbaban su tranquilidad. Apareció la policía, se llevaron el cuerpo y algunos intrépidos anduvieron por allí curioseando y en algunos sitios escarbando al rumor de:

-¡Si hay un pirata viejo, retirado, cerca debe haber su correspondiente tesoro escondido!

Las molestias cesaron después de la infructuosa búsqueda y de nuevo quedó solo. No volvio a acercarse a la vieja casucha y eso que allí si había buenos materiales, que le hubieran servido para adecentar la suya. Las supersticiones marineras se lo impidieron, sería como robarle a un muerto en su propia tumba.
Las sucesivas tormentas, tan abundantes, se encargarían de devolver al mar lo que de él había salido.


Pasó el verano y el viejo pescador se preparaba para afrontar los duros meses de otoño e invierno con que el cielo y el mar castigaban a la ensenada por las sucesivas tormentas y vendavales, tan violentos algunas veces que de no ser por la estratégica situación de su refugio, no hubiera quedado nada.

Sabía por la experiencia de otros años que la cercanía a los acantilados y el bosque que a sus pies vivía, le protegerían suficientemente de las galernas, y las olas por fuertes que fueran no le afectarían porque la meseta donde se ubicaba su casa, actuaba a modo de malecón natural.

Con los leñeros llenos, se sentía suficientemente seguro. No vería a nadie hasta bien entrada la primavera.

Le esperaba un largo invierno, no le importaba, horas de tallar pipas de raíz de brezo marino, muy cotizadas por los fumadores de cachimba y que pagaban por ellas muy buenos precios, apreciando que cada pieza que salía de sus manos, era una joya.
Sentado al calor de la chimenea, escrutaba los rincones de su cabaña rumiando sus recuerdos. Toda ella estaba decorada por un amasijo de elementos relacionados con el mar y que la mayoría provenían de la recogida, en su deambular por la playa.

No era un dechado de limpieza pero él era feliz rodeado de sus recuerdos y aquel rincón tranquilo y caliente, era lo único que le quedaba y le ligaba a la vida.

Aquella mañana se levantó temprano, quería salir con su barca a pescar aunque el tiempo no estaba para ello. Se asomó al ventanal de la rústica cocina, por costumbre, y le sorprendió algo que se movía allá abajo en la playa.
Cuando fijo su cansada vista pudo ver en la arena un muchacho que tiraba piedras a las olas y un perro callejero con el que jugaba.
Extraña era la presencia de ambos y más cuando el cielo anunciaba una gran tormenta, y por ello captó su atención en la playa solitaria, como siempre.
¿Qué buscaría?
No tardó en comenzar a caer gruesas gotas de lluvia, con tal fuerza, que dejaban hoyos en la fina arena y los vio dirigirse hacia él para cambiar de pronto de dirección, hacia la Casa del Bucanero. Allí entró y allí permaneció capeando la tormenta, que se desataba con furia en aquellos momentos.
Sintió alivio, no tenía ganas de aguantar a un niño revoltoso y un perro tiñoso que vinieran a perturbar su conseguida tranquilidad.

Cuando se hizo de noche la tormenta amainó el chico ya estaba bien acomodado en la casucha y un humo blanco salía de la chimenea. Con una buena limpieza, resultaría agradable para vivir como era su propósito y aquella misma noche, insomne, se aplicó a la tarea y al amanecer, ya con la bahía en calma se sintió confortado por tener un sitio donde vivir, por lo menos hasta la primavera y sabía que las autoridades no bajarían por allí.

Contaba Nico con quince años aproximadamente, era un muchacho espigado y bien parecido, que dos años atrás, escapó de un orfelinato donde lo ingresaron con cinco años y llegado a la pubertad, no pudo soportar por más tiempo las vejaciones y malos tratos y decidió conocer el mundo y la libertad.

Los dos años anteriores vivió en los montes cercanos, siempre huyendo, hasta que un día se convenció que ya nadie se molestaba en buscarlo y cuando dos días atrás, divisó la bahía desde los acantilados, comprendió que había llegado a un sitio que sentía como suyo, su casa. Investigó por la playa hasta descubrir la casucha vacía. El viejo hosco y huraño, no lo molestaría y él tampoco, por lo que optó por olvidarlo.

En días sucesivos, se hizo cargo de su situación y en seguida se formó una idea clara del lugar donde se encontraba; una plataforma rocosa que moría abruptamente en la playa y a su espalda, los escarpados acantilados desde los que contempló la ensenada por primera vez y entre estos y la casucha un frondoso bosque que se abrigaba y pulaba cerca de las rocas.

Con su juventud, fuerza e inteligencia logró en poco tiempo, fijar un camino que en pocos minutos lo llevaría al pueblo. Ignoraba que nadie lo conocía o si alguno sabía de su existencia, lo obviaría por peligroso. El mismo algunas veces se equivocaba y le obligaba a retroceder, poniendo en peligro su integridad. Le serviría para escapar si las autoridades venían a cogerlo desde la playa.

En el bosquecillo descubrió pegados a los farallones unos “caños” de agua dulce y limpia que caían desde gran altura; semejaban una enorme ducha natural y desaguaban en una laguna en el centro del bosque de donde pensó que aquel hombre se surtiría de agua potable. Su mente siempre activa le sugirió que una vez preparada bien la cabaña, procedería a llevar el agua hasta su puerta. Piedra y madera de la playa no le faltarían y ánimo tampoco.

En unos días, el tiempo mejoró y el viejo empezó a sentir curiosidad por las idas y venidas del muchacho. El poco interés de los primeros días se trocó en insana investigación, llevándolo a espiarlo constantemente tras los visillos de sucios cristales y su vista que no era tan buena como en sus años mozos y la distancia, no le permitía ver las facciones nítidas del muchacho, pero más o menos se creó una imagen en su mente.

Sólo salía de su cabaña en días de bonanza y si de noche embarcaba para pescar, lo hacía cerca de la costa donde capturaba buenas piezas y en su despensa nunca faltaban víveres.

Una mañana soleada que pasó en el porche contemplando el mar y fumando su pipa, observó como el chico volvía cargado con cosas que sólo podían proceder del pueblo. Si no lo vio pasar por la playa ni a la ida ni a la venida, dedujo que el único camino eran los acantilados.
¡Jodio grumete! ¡Qué listo era!

Casi sin esfuerzo, aunque con mucha paciencia, consiguió que el agua de la laguna procedente de los “caños”, entrase en su cocina para tener agua corriente y constante, practicando en la conducción unos aliviaderos para en caso de crecida no lo inundase y cerca de la casucha, por el canal de salida construyó un pequeño váter de madera para sus necesidades.

Sin saber porque, los celos del viejo comenzaron a asomar y el colmo, fue descubrir que detrás del bosquecillo y al pie del acantilado, unas cuevas de agua salada donde criaba peces y moluscos para su consumo, y otras dependencias como un leñero o una sala helada; de todo para subsistir tranquilamente.
Enseguida pensó que como él nunca se había internado en el territorio del “bucanero” por respeto, no llegó a conocer la existencia de la cuevas y esa era la herencia que el viejo borracho había dejado y el muchacho descubierto.




Aquellas tardes de galerna, en que el viejo no salía de casa, a veces le asediaban los recuerdos ingratos y tristes de su pasado, tan reciente, que podía vivirlos segundo a segundo y algunas noches, lograban martirizarlo.




Cuando comenzó la guerra civil, el viejo, vivía en el pueblo, ya en la cincuentena y quemado de las faenas del mar; tenía su propia barca y a pescar lo ayudaba su hijo de treinta años.
Vivían en la misma casa, su mujer, su nuera, su hijo y los tres hijos de ambos de corta edad, de siete, seis y cinco años, este último varón y heredero de la dinastía de pescadores. Era la devoción de todos por su buen carácter abierto y simpático.
Y allí vivían felices los siete miembros de la familia: los hombres pescando, las mujeres vendiendo el producto y los niños creciendo sanos y fuertes.
Mediada la guerra, los enfrentamientos en el pueblo eran continuos y una noche, llegaron a la casa unos milicianos en busca del hijo por haber expresado en más de una ocasión, sus ideas políticas.
Como pudieron, los escondieron en un sótano, quedando los viejos a merced de los asesinos que los llevaron a las tapias del cementerio y si no llega a ser por la intervención del cura del pueblo, allí mismo los fusilan.
Al volver a casa, el sótano se hallaba vacío.
¡Habían huido! Y de única forma que podían ¡La barca!

Desesperado el abuelo, en medio de la noche, bajó a la playa y sólo encontró el sitio vacío. Su ansiedad natural se liberó un poco, al pensar que al menos por ahora, habían escapado.

Desde lo alto del acantilado llamó, pero su voz el viento la hizo inútil, el mismo viento que le dijo que la galerna se presentaría pronto, mar adentro.
El viento huracanado levantaba olas gigantescas y en el cielo, se libraba la batalla de todos los demonios desatados.
Se consoló al pensar que el hijo, conocedor de la amplia cala, habría buscado refugio en algún lugar. Se negó a pensar que su hijo estuviera ya en alta mar.

Con el tiempo, los negros presagios se cumplieron.
En las playas aledañas a la bahía, aparecieron restos de su barca, un tablón de proa con un nombre que conservaba encima de la chimenea: “Favorita III”.
 Después los cuerpecitos de las niñas y el de su hijo; el de su nuera y el de su nietecito se los tragó el mar.

Diez años después de aquello, cuando en la noche se sentaba en la mecedora junto al fuego, alguna lágrima se le escapaba cuando el aguardiente lo ponía sentimental.

¡A que acordarse de todo aquello, es la ley, todo lo que LA mar da, más tarde o temprano EL mar se lo lleva!

Cuando poco tiempo después murió su esposa, sin reponerse del golpe sufrido, abandonó el pueblo y se retiró al pie de los acantilados, lejos de todo y de todos.

Los progresos del muchacho en su entorno, lo tenían encelado y un día que pensó que el chico subiría los acantilados por su sendero secreto, y cuando lo vio alejarse y se dirigió con precaución a la Casucha del Bucanero.

La puerta no estaba fechada, allí no iba nadie y nada debían temer el uno del otro (Así pensaría el chico).

Se quedó asombrado al ver el orden y el gusto para crear un ambiente confortable y tranquilo; enseguida se avergonzó al recordar el “cuchitril” donde él vivía y sobre todo, se sintió engañado por el chaval que había mantenido sin tocar por fuera la cochambrosa cabaña.
Enrabietado destrozó las conducciones de agua y el coqueto retrete de madera y deseando causar más daño corrió a las cuevas, pensando:

¡Los jodios grumetes que quieren enseñar a los patrones!

La casualidad quiso que el muchacho no subiera al pueblo y se quedase en las cuevas trabajando y al doblar un recodo entre las rocas se lo encontró de frente, los pies descalzos sobre la arena: la viva imagen de un golfillo del puerto.
Veía su cara por primera vez; no tenía más de catorce o quince años y era muy moreno, espigado, agraciado y risueño.
No cruzaron una sola palabra, pero al darse la vuelta el viejo, ya iba cargado de remordimientos, corrió a su cabaña y se echó a llorar desconsoladamente.

“Los demonios del mar, que alguna veces se nos meten en la cabeza y juegan dentro”

Conforme el tiempo pasaba y no escuchar ninguna queja o acción por parte del chico, el arrepentimiento era mayor y por eso, lo mejor de la pesca en las noches que salía, lo dejaba en una rocas equidistante de las dos cabañas.
Varias veces, vio como recogía el pescado y el marisco y a pesar de la distancia creyó ver que sonreía.
¡Y empezó a quererlo!
Lo observaba a lo lejos con gran cariño, trabajando o jugando con el perro, pero no intentaría ningún acercamiento; estaba bien como estaba. El chico tampoco dio muestras de cambiar la situación; estaba bien como estaba.



Cansados de aguaceros y tormentas, llego una nueva primavera, los forasteros volverían a la playa de la ensenada y el chico quizás buscase refugio en otra parte al aumentar la vigilancia en la costa.
Siguiendo el ejemplo del “grumete”, el último mes, adecentó su casa y su atuendo y hasta decidió quitarse la barba que llevaba con el más de diez años.
Tuvo que preparase mentalmente para aquella mutilación y se decidió una mañana del verano. Quitarse una barba así, él solo, no era tarea fácil pero con tiempo lo consiguió y comenzó a rasurase a conciencia.
Cada pase de la navaja era un asombro más para el viejo marinero:
Lo que veía en el espejo, atónito, era la cara envejecida del muchacho de la playa.

Marcial-Jesús Hueros Iglesias
a IVAJ NAS  22 días después.
Badajoz, 22062012

No sé si es bueno cambiar el reino de un príncipe gitano basarábico
por una hamburguesería de Mac donalds

jueves, 21 de junio de 2012

EN BOCA DE TOOS (Cuentos de los muchachos del rincón)

“EN
BOCA
DE
TOOS”
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
09051999











La sombra del viejo molino, derruido por las constantes riadas, en el vado de los contrabandistas, moría en el frescor mañanero del río.

 Bastián el joven-viejo parcelero y padre de nueve hijos, se dirigía a hacer “la semana” en la ciudad. Un día alegre, generalmente los sábados en que se compraba aquello que no se encontraba en la ventas del Rincón, tanto de España o de Portugal. Esa herramienta rara, ese trozo de tela, los zapatos “gorila” nuevos para uno de los chicos, que los esperaba con impaciencia por la pelota de goma que regalaban con cada par.

Ese día le tocó la suerte de acompañarle al “Rejú”, el más pequeño de la camada, porque el “Rejú”, en esta bendita y dura tierra era el último melón que daba la mata y ya agotada de producir, solía ser un meloncito pequeño y de baja calidad.
Sí había razones para llamar así al niño, que a sus catorce años era de baja estatura como sus padres, pero en lo de la calidad, no cuadraba pues era despierto, curioso, dicharachero y más aventajado en las clases que el resto de sus compañeros. Llevaba el chaval, de las riendas un viejo jaco que les ayudaría a acarrear los pertrechos que comprarían.

El camino a la ciudad, de unas dos leguas, daba para mucho tiempo de plática y conocerse el padre y el hijo. Este camino, bordeando el río, recorría el lugar longitudinalmente y como la mañana era plácida, iban despacio delante de la mula; cuando llegaron a la cantina del Rincón, la más cercana a la raya. No había ningún parroquiano a esa hora tan temprana y estaba cerrada y de lejos les llegó la voz de la cantinera que trajinaba con los pollos en el corral trasero:
-¡El Bastian y el Rejú, mu de mañana; si serán brutos, la mula bien descansá y ellos gastando alpargatas.
-¿Ha oído usté eso, pare?
-¡Sube a la mula hijo y al camino!

El camino, entraba ahora entre las alamedas y se acercaba mucho al río y en ambas orillas, al ser tan temprano, dominaban las nieblas y el agua casi no se veía. Pronto avistaron la choza de Pepe el “pescaó”, que con su barca, socorría a los lugareños en tiempos de crecidas, dejando a salvo en tierra firme enseres y animales, además de surtir de pescado fresco y barato a todo el Rincón

-¡Vamos a vé, mozalgón, a ti no te da vergüenza con la tu edá joven y encaramao encima la mula ,mientras el probe de tu padre, cansao que trabajá tie que í a pie! ,¡Abájate y deja al viejo!

Y así lo hicieron, subió el padre al jaco y el “rejú”, iba delante llevando las riendas.

Cerca del vado de los “ajogaos”, el río se ensanchaba en una gran superficie plateada, donde hacía quieta lámina y que todos los paisanos conocían como “el charcón de los pollos” nombre que nadie supo nunca explicar porque pollos los había en todas las parcelas. María “la comina” famosa por sus manos en la cocina, estaba en la orilla lavando la ropa, cuando vío llegar al grupo.

-¿Qué?, ¿A jacé el avio de la semana?. Pobrecito “Reju”, debes de anda cansao de tanto camino. ¿Por qué no se subes tú tamién al rucio?.

Cuando se despidieron.
 -¡Pare, m´está cansando la pacencia tanta conseja!
-¡Tranquilo hijo, que la gente es asina!

Era ya más de media mañana cuando llegaron al vado de “la mina”, desde donde ya se avistaban las casas primeras de la ciudad. Al cruzar el río para enfilar “malos caminos” pararon en una vieja fábrica de ladrillos que siempre estuvo allí.
Cada obrero embarrizado se dedicaba a sus tareas. Un grupo almorzaba entre el barro.

-¡Bastian, que has traío de comé pa pasá el día!
Y, Bastian chungo:
-¡Chorizo de la mi matanza, pa los cuatro!
-¡ Pos pasa un trozo!
-¡NO m´has entendio PA LOS CUATRO y señalaba alternativamente sus labios y los labios de su hijo!
-¡Que brutos son, van a reventar a la pobre mula-musitó uno de los embarrados.
-¡Si es que son mu brutos, del Rincón tenían que sé. Murmuró el otro.

Los comentarios de los obreros no pasaron desapercibidos al chico, que ya en el camino de nuevo, le dijo a su padre sin poder contenerse!

-Pare, ¿sabe usté? Que qué verdá é que el que enseña el culo al concejo, unos dicen que blanco y otros que negro. Lo que tenemos que jacé, pa no está en boca de toos: Usté se pone delante, yo detrá y entramos en el mercao con la mula a cuestas!           


Marcial-Jesús Hueros Iglesias
09051999                                        

jueves, 14 de junio de 2012

DON PEPE, EL CURA.(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN) 03042001










DON
PEPE,
EL
CURA
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
30042001

Los chicos querían mucho a Don Pepe, el viejo cura, a quien la jubilación ya amenazaba. En los largos años que llevaba en el Rincón, había realizado una labor encomiable, siempre dispuesto a atender las necesidades espirituales y corporales de sus fieles. De su escaso bolsillo muchas veces habían salido unas monedas, para aliviar alguna urgente necesidad de sus parroquianos.
Cuando aparecía por aquellos lares, montado en la vieja yegua, dócil y obediente como ninguna, los chiquillos más pequeños corrían a besarle el anillo que relucía en su rechoncha mano y que él extendía pomposamente, para tras el beso, acariciar amorosamente la cabeza de los chiquillos a modo de bendición.

-¡Don Pepe!  ¡Don Pepe!- corrían los niños y el detenía su montura y esperaba mayestático que le rindieran pleitesía. No era soberbia -en su alma noble no cabía-, sólo era la representación de un ritual admitido por toda la comunidad.
Aparte de algún día entre semana, los domingos era fijo que asistiera a los oficios y no se conocía que hubiera faltado a alguno, sano o enfermo, oficios a los que sólo acudían las mujeres y los niños- los hombres decían que andaban a sus labores que era jugar a la brisca o al dominó en la Venta- cosa que hacían a la vista del sacerdote que no inmutaba y lo que era un acto de provocación, en su alma cándida no era más que pura ignorancia por parte de los labradores. Todos se decían anticlericales.

 Gustaba después de la misa, reunir a los muchachos y llevarlos a dar una vuelta por algún tranquilo rincón y allí los adoctrinaba, atraídos por alguna s pequeñas golosinas de las que siempre iba provisto en sus anchos bolsillos, aunque sólo los más chicos le atendían.
-¡Pos m´a dicho mi padre- comentaba en un corro de muchachos más mayores, Gonzalín “el petaca”- que ya sabemos que están en contra de los curas y los llama “los cuervos” porque siempre están alreeor de los muertos pa sacá algo y dice que es “anticlericiá” de esos y que el bolsillo lo tienen tan largo los curas pa que les quepan más “perras” y  pa ´arrascase con gusto sus partes sin que nadie lo note y otras cosas que jacen y no quiero contá.
-¡Pos mi padre también  es “anticlericiá” y dice que los pobres siempre hemos ido detrá de los cura o con un Palo o con una vela- sonreía malicioso Beni “el pollo”
Reían los muchachos las correncias, mientras pelaban los pájaros que aquella noche en la “dormida” ,habían tenido la mala suerte de cruzarse con ellos.
Don Pepe, sonreía bonachón, y movía la cabeza pensando: -¡Perdónalos…!
-Pos mi padre- apuntilló “el mollejas” dice que en este país no habrá justicia sociá hasta que no ajorquemos al último cura con las tripas del último rico.

Don Pepe disolvió la reunión que había llegado a mayores.
Lo cierto es que el obeso cura, se preocupaba mucho por los jóvenes del lugar y procuraba que no se les descarriaran, cosa improbable por una férrea educación represiva, trabajo corporal arduo y la parquedad de diversiones del Rincón.

A lo largo de aquellos años, arrastraba muchos “sucesos” de los que en algún caso habría sido protagonista y otros simplemente se le atribuían, creando así una leyenda de su persona que daba mucho juego en las reuniones nocturnas junto al fuego, para regocijo de los hombres, malestar de las mujeres y confusión de los niños.

Procedía del sur de la provincia, donde abundaban los bosques cerrados de encinas y grandes dehesas donde se criaban prácticamente sin cuidados “los guarros negros”, campando a sus anchas de un lugar a otro, buscando las dulces bellotas y cuanto comestible, animal o vegetal, encontraran a su paso.
Al final del invierno, el encinar se aclaraba para aumentar el fruto del año siguiente y cuadrillas de hombres armados con hachas, se encaramaban en las horquillas y procedían a la poda, dejando el suelo sembrado de ramas y ramones que se secaban en poco tiempo. Durante la primavera y el verano se procedía a montar las carboneras. Las grandes ramas, eran colocadas entrelazadas unas con otras para dejar el menor espacio posible entre ellas y formar un montón de varios metros de diámetro por dos de altura. La mole se cubría de paja y posteriormente una gruesa capa de tierra, sobre la que trabajarían los carboneros.
Mediante aberturas pequeñas- con la técnica aprendida de sus ancestros-dirigían el fuego en distintas direcciones y se iba “cociendo”. El proceso duraba más de un mes y se turnaban, mañana, tarde y noche, con el jergón junto a la carbonera, debajo de una encina. Un pequeño derrumbamiento del carbón incandescente, la entrada masiva de aire o el descuido de alguno podían dar al traste con muchos kilos del preciado carbón. Cuando ya estaba “cocido” destapaban todas las aberturas y se dejaba que se apagase. Desmontaban las carboneras y extraían el negro combustible, fruto de tantos días de trabajos y peligros. El esfuerzo merecía la pena, pues representaba casi todo el capital que entraba en la casa en el año. Algunos habían pagado con su vida, al hundirse el techo de la carbonera por su peso, tragándoselo aquel infierno incandescente.

¿Sr.cura!, ¿Pa que el hombre fue creao?
-¡Pues pa joerse y andá tiznao!
Otros con menos riesgo y beneficio, utilizaban las ramas más finas, haciendo picón en las orillas de los regatos apagando las enormes lumbres con agua.
Don Pepe, se pasaba muchas noches con ellos vigilando el “cocido del carbón”, donde se pagaba sus buenos tragos de vino y ya “jarto” volvía al pueblo en su bicicleta. Se hizo legendario su gusto por el “pirriaque” a lo que también era aficionado el monaguillo que tuvo después en el Rincón y algún malintencionado hablando de las aficiones del cura decía:
¡Si no joen por algún lao tenían que reventá!
Durante los años que pasó en aquellos pueblos de carboneros también se ganó la fama de ser algo bigardo y gustarle mucho las mujeres, impropio del cargo que ostentaba en la comunidad y que no escandalizaba a la parroquia, al considerarlo santo y bueno.

Cuentan que un día, un domingo en misa, se le escapó en la homilía un comentario que hacía reír a los vecinos. Después de una larga perorata- alas que era muy aficionado—sobre la higiene moral y física, concluyó:
¡Ah!, cuando vengáis del campo de hacer el carbón, os cambiáis de ropa y os laváis bien que sino mancháis a vuestras mujeres y nos tiznamos “toos”.
Cierto o no, la anécdota iba con él.
Instalado en la capital y ya párroco del Rincón se desplazaba al lugar en su yegua cada vez que era requerido por algún colono a celebrar un sacramento.

Era gordote y glotón y había descubierto un truco para desayunar y comer opíparamente en el mismo día, sin necesidad de abrir la boca, ni ofender a nadie.
Conocido era por todos la animadversión de dos cuñadas, cuyos maridos, hermanos habían tenido, sus más y sus menos, por una herencia de unas tierras en el pueblo. Ambas parcelas eran extremas, una al principio, la que primero visitaba Don Pepe y la otra en el otro extremo, ya prácticamente en la frontera, localización que alegraba mucho a los colonos, que temían que algún día ocurriera una desgracia.
En invierno, muy temprano se acercaba a la primera choza:
-¿Qué tal anda, Don Pepe?
-Voy a casa de tu cuñada para hablar de unos asuntos con ella.
-¿Y no ha desayunao, claro?, pos yo le vi a poné algo de picá ,que seguro que cuando usté llegue allí hambriento, esa que es una pelandusca y una guarra ,no le pone ná y con lo arisca que é no le ofrece ni un trago vino.
“Algo de picá”, generalmente era un plato con dos enormes huevos fritos y acompañados de unas buenas lonchas de tocino o de jamón que con pan de hogaza, hacían las delicias del cura, terminando con unas copitas de anís “p´al frio” y unas perrunillas.

Hacía su ronda y a media mañana, llegaba al otro extremo del Rincón, a la casa de la otra cuñada:
-¿Habrá estao usté en ca mi cuñá y de seguro que no l´a  puesto ná?
El se hacía el sordo.
-¡Esa es una suripanta y una josca, ahora le preparo yo a usté unos huevos con “condío”.
El “condío” era lo que acompañaba a los huevos fritos: chorizo gordo de la matanza frito, unos tacos de lomo doblao, unas morcillas de sangre “encebollás” y el cura comiendo pensaba:
-¡Qué bueno está el “condío” pa que fuera todo mio!

La verdad es que siempre trataba de mediar entre ellas pero cuando por el chozo se extendían aquellos aromas se olvidaba de todo.


Encaramados en un árbol , a horcajadas, jugaban con los tirachinas “el torra” y Felisín “eldelainés”, dos de los muchachos más despabilados de la zona.
-¡Mira quien va por ahí!
-¡El “luca”, llámalo!
-¡Pos hablando de “luca”, nos puso bonitos el cura Pepe el otro día en misa a toos los presentes.
-Pos ¿Y qué pasó?
-¡Pos ná!, que empezó la plática, (Abrió los brazos, dispuestos a la grandilocuencia, imitando al cura), “Hoy os quiero hablar de la mentira, la mentira denigra a quien la practica y es una de las madres de todos los vicios, ¿A que vosotros no mentís?”
Y toa la parroquia, noooooooo y entonaba la voz como si fuera un coro entero de feligreses, “Es una fea costumbre a la que  quitáis importancia llamándolas –mentirijillas-, pero el lobo antes de ser lobo ha sido lobezno…”
“Hay un bonito pasaje en el evangelio de San Lucas, en el capítulo 28, en el que habla de lo pernicioso de la mentira, ¿Supongo que todos habéis leído ese capítulo?”
El muchacho seguía imitando al cura a la perfección, para regocijo de su amigo.
-¡Y toos, siiiiiiiiiiiii- el “torra” hacía eco con las manos en la boca!
-“Pues hablando de mentiras, todos vosotros, no sois más que una patulea de mentirosos y os tendré que confesar a todos, porque el evangelio de San Lucas no tiene más que 24 capítulos”
-¡Tenías q´habé visto la cara de toos! Habían caío en la trampa de Don Pepe.
-¡Pero es mu güena gente- sentenció “eldelainés”

Lucas se había unido a los muchachos, que se encaminaban al río.
-Pos ayé pasó por casa porque s´ha enterao que la mi hermana Mary s´ha quedao preñá del “Ciri” y fuera aparte del disgusto de mis padres, vino el curita a echá má leña al fuego.

-¡Si ná má q´ha sio un avé!- imitaba la voz atiplada de su hermana llorando- si ná má q´ha sio una vé, y ademá, que desgraciá, al “Ciri” lo ha llamao pá la mili. Y ¿Cómo vamos ahora terminá de jacé el crio?
El “torra”, lo interrumpió,¿Amos allá que la tonta tu hermana se cré que los crios se jacen a cachos. Toos los días un trozo y si tíes prisa por verlo, pos dos o tres cachinos por día.
“Eldelainés”, los miraba divertido.
-¡Tonta si, la Mari, lo qu´es mu lista! ¿Y el cura que decía.?
-¡Pos ná, movía la cabeza , pero…no dejaba de comé!

Don Pepe, cada vez más mayor, se cansaba de arengarles desde el púlpito. Preparaba los sermones con mucho cuidado; los mandaba sentarse y engolando la voz, comenzaba el eterno soliloquio; eterno se les hacía los pobres parroquianos, que a duras penas, lograban reprimir la sonora abertura de boa en forma de bostezo.
Era la época de la recogida del maíz y la semana había sido dura de trabajo, todo el día en el campo con la “piquiña” y el calor. Ese domingo se notó que la afluencia de feligreses no era la misma que otras veces. Los menos cansados, acudieron y se dejaron caer pesadamente en los bancos. El tema: Dios.

Nico “el rata” por su pequeño tamaño a pesar de tener quince pa deciséis, se entretuvo en contar las veces que decía la palabra, Dios…
Y el cura:
-¡Tenemos que creer en Dios…porque Dios, y Dios nos dio…temor de Dios…Dios vendrá…………….!
Nico llevaría ya doscientas veces.
El tono del cura se hacía más impaciente, más intenso, y al mirar a los parroquianos, el que no estaba dormido, bostezaba ruidosamente con las manos en la boca.
¡Con lo bonito que él había preparado el discurso, para esto, para que no le hicieran ni caso.
Cuando oyó su estruendoso ronquido, rojo de ira, estalló y alzó más la voz:
-¡Dios…Dios…al que no crea en Dios…que le den por saco!
-¡Doscientos dos!- cantó el “rata”


Ya por su edad, fue llamado para ocupar una parroquia más cómoda en la ciudad y llegó el día de la despedida. Todo el Rincón estaba allí, todos al final debían algo al cura y fue a recogerlo un coche del obispado.
El asomado a la ventanilla, las mujeres llorando y cuando el coche arrancó, todos los chicos lo perseguían gritando:
-¡Padre!, ¡Padre!........
Con su socarrona sonrisa, nadie le oyó murmurar:
-¿Algunos!  ¡Algunos!

Rincón de Caya. 03042001