sábado, 7 de diciembre de 2013

ZORONGOLLO de las Cañadas

PARQUE DE CASTELAR Y PARQUE INFANTIL BADAJOZ OTOÑO 2013

NOCTURNO

ANTA DA FORTE DAS BOTAS

FELIPE CHECA y las FLORES 10M

ANTA DOS ESPARGOS

LA CAPILLA DE LOS HUESOS

MONASTERIO CONVENTO DE LOURIANA

CONVENTO FRANCISCANO DE LA MADRE DE DIOS

LUZ DE NAVIDAD Elvas PORTUGAL 2013

ANIMACIÓN NOCTURNA BADAJOZ NAVIDAD 2013

DIORAMAS DE NAVIDAD BADAJOZ 2013

jueves, 24 de octubre de 2013

MANITO Y EL ÚLTIMO PESCADOR DE BARCA MarciaL-Jesús HUEROS IGLESIAS. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN) Cuantos años habían pasado por sus encallecidas manos, hogaño negras y sarmentosas, antes blancas y finas pero desde niño callosas por el duro trabajo de pescador, siempre uncidas a los remos. Con esas manos, que ahora se miraba recordando, se había ganado el sustento y el de los suyos; con ellas había acariciado a la única mujer que amó y que un día, cuando el río creció, se la llevó dejándole dos benditos hijos varones por los que tuvo que luchar arduo hasta que un día, lo abandonaron. Bendito río, maldito río. Esas mismas manos, que habían acunado a sus hijos y dirigido sus primeros pasos, en los años alegres en que estaban todos juntos, por la ribera. Con esas mismas manos, había levantado la cabaña a pocos metros del agua en un ribazo. Troncos viejos de árboles y arrastrados por las corrientes prestaban el esqueleto, arropado de ramas de atarfes y adelfas de flores rojas, cubiertas de haces de juncos y espadañas secos que crecían en el agua y que el humo y el hollín tornaron incombustibles a las pequeñas centellas escapadas del fuego. Y, en la orilla, la barca. Un rombo de tablas sabiamente ensambladas, cuyas junturas calafateaba todos los años con betún y líquenes. Siempre con el agua al borde, siempre sudando y la lata redonda, que contuvo en su día sardinas, para achicar el agua que tercamente no se resignaban a que le hubieran usurpado su espacio, la panza del monstruo de madera. Siempre húmeda como humedad en los huesos del viejo pescador que cada mañana debía engrasar para ponerlos en movimiento. Recordaba... las plácidas noches del verano con luna llena, el río en calma, acunando la barca arrastrada por la corriente. Y, el viejo pescador iba dejando caer lentamente "la cuerda" de la que a medidas distancias colgaban los sedales con los anzuelos. Las manos apergaminadas, de uñas negras, de todos los barros desde su existencia en el río, ensartaban pacientemente las lombrices, largas, gordas, que se contorsionaban presas de los enormes dedos y quedaban prendidas- al aire, bailando- antes de comenzar su baño nocturno e involuntario, a la espera de que algún barbo o alguna barriguda carpa la viera y convirtiera en plato de su cena y este en la cena del viejo pescador Noches serenas y frescos amaneceres en que comenzaba la revisión de la “cuerda”, desanzuelando a los incautos peces, dejándolos bailar en el fondo de la barca su último festival, vestidos de relucientes escamas de plata y oro. Pronto, en la mañana, presentarían armas tumbados en los verdes ramas de helechos de las cajas de pino oloroso, en el mercado. -¡Machos y carpas frescas del Guadiana, recién “cogíos” esta mañana, bogas llenas!- pregonaban las mujeres en el mercado de abastos de la Plaza Alta. Venturosas madrugadas del estío, que compensaban levemente las noches invernales de fríos y tormentas, cuando los cielos descargaban sobre el cauce toda su furia y él, solo en su barca iba a por el sustento, pobre de los suyos. Esos crepúsculos en que la escarcha paralizaba sus ágiles dedos, remando frenéticamente para espantar el frío. Cuantas noches sin “matar” un pez, que era el verbo empleado por los de su ralea para designar la pesca. Esos días el fantasma del hambre de sus niños campaba por su cabaña. Cuanta amargura, cuantos llantos en la oscuridad. Aquellos hijos que crecieron y no quisieron saber nada de la esclavitud del remo y pronto se marcharon “a los albañiles” en la ciudad. Pero, la sangre del río que no bulló en las venas de sus hijos, se rebeló en las su nieto “Manito” y desde muy pequeño aprendió a amar y respetar el río. Tenía dos hermanos menores gemelos que balbuceaban mutiladores: hermanito. Así pasó a ser conocido por el apodo el “Manito” Siempre que podía se escapaba al río, a la choza del agüelo y allí aprendió las técnicas ancestrales de los pescadores de barca y caña. Empezó a hacer “monta” en clase cada vez con más frecuencia para bajar a la cabaña, hasta que un día dejó definitivamente la escuela. Aprendió a poner garlitos, a echar el trasmallo, era insaciable. El rubio golfillo no sólo era insaciable en el saber fluvial, también como pedigüeño. Era raro el pescador de caña que no hubiera sufrido su acoso al plantar sus “arreos” en la orilla, no tardaba en aparecer “Manito” con la consabida frase: -Qué ¿ pican? Era el comienzo de un ratito de charla, que soportaba estoicamente el paciente pescador y al final cuando se despedía con el también consabido: -¡Buena pesca! Ya llevaba en el bolsillo: una boya vieja, unos plomillos, un rollo de sedal medio gastado, algún anzuelo. Sacaba siempre algo, charlando remolonamente, sin pedir, pero obligando a la generosidad al otro. La comunión del abuelo y el nieto fue completa desde sus comienzos. Juntos arrancaban los juncos para tejer los garlitos de peces y las nasas de cangrejos. Entretejían magistralmente los verdes juncos y finalizaban dejando una puertecilla de “irás y no volverás” para cangrejos y jaramugos. Estos pequeños pescados eran los que generalmente capturaban sin mucho esfuerzo y que después de fritos en manteca hacían las delicias de los curiosos comensales sentados a la puerta de la cabaña. Cuando llegaba febrero y las bogas estaban llenas de huevas, las pescaban a caña despreciando los escuálidos machos, las asaban en el rescoldo de una fogata hecha con viejas raíces arrastradas por el río y encebolladas, con aceite y vinagre, duraban muchos días en el poyete frío de la entrada de la choza. Juntos remendaban redes y juntos salían a “rebuscar” los vegetales de su dieta: cardillos, romazas tiernas, “churritas” de los cardos marianos de la ribera, berros de los riachuelos tributarios, vinagretas y variada comestible flora que el viejo había aprendido de sus abuelos. Pero no todos los saberes del abuelo se podían salvar del olvido. Mucho antes de la llegada de “Manito” ya no pescaba el viejo con la barca. Las fuerzas no estaban ya para bregar con la corriente y la gente ya no compraba los peces como en los años en que la hambruna se enseñoreó en la comarca. Utilizaba la barca para cruzar el río en verano y el resto del tiempo permanecía en seco, avejentándose y abriendo al aire sus suturas. “Manito” era aún muy pequeño para manejar la pesada estructura y sólo a ratos le ayudaba en la boga. Cuando “Manito” apareció por la cabaña a ver al abuelo no tenía más de trece años, era medio rubio- sus hijos tan morenos- y no estaba muy desarrollado para su edad, pero su disposición y simpatía aliviaron la triste soledad del anciano. Como camaradas partían a primera hora de la mañana en busca de cebos para sus “pesquerías”. Zacho en mano arrancaban de la tierra húmeda y floja las escurridizas y blandas lombrices que formaban pelotones al enroscarse unas con otras en el fondo de las latas de tomate. El abuelo le había enseñado que los peces picaban más con el cebo de temporada; así en invierno, las lombrices; en verano las libélulas y las gusarapas, desgarbados gusanos blancos cabezones, que aguardaban al abrigo de la tierra la llegada del tiempo cálido para salir vestidos de escarabajos sanjuaneros. -Agüelo, a cá tiempo, su cebo. Pero los peces no salen del agua a comé gusarapas y lombrices. -No pero caen al agua cuando hay correnteras de las tormentas, igual que los caballitos del diablo que en un despiste van al agua y son devorados por las percas. Volvían a la choza, preparaban las cañas y a media mañana partían en la barca, cruzando a la otra orilla-más solitaria- y con más pesca. El viejo pescador remando cansinamente y el muchacho achicando agua con entusiasmo. Pasaban las horas muertas en la orilla, atentos a las picadas y cuando al atardecer regresaban, encendían el fuego y se regalaban con el “pescaito” frito regado con buen vino. El “Manito” con el abuelo, sólo lo pasó mal un día: el día del “aogao”. Acompaño al viejo en la búsqueda de un muchacho que decían había desaparecido bañándose en “el pico” . Decían que se había ahogado al caer en una poza sin saber nadar. Aguas abajo, la única barca practicable era la suya y el pescador solidario junto al nieto voluntarioso iniciaron la búsqueda del infortunado chaval. Al cabo del segundo día, apareció en una pequeña isleta del centro del cauce. El cuerpo del muchacho, de un par más que el “Manito”, yacía desnudo, completamente hinchado y con la nariz y los genitales casi comidos por los voraces cangrejos. El ver aquel cuerpo tan parecido al suyo y en aquellas condiciones impresionó vivamente al muchacho que estuvo mucho tiempo sin probar “la tomatá” que con estos animales preparaba magistralmente el viejo. -Es la ley de la vida, estamos aquí para comernos los unos a los otros o “espichá”, te lo he dicho muchas veces y ¡ay! Desgracio del animal que pasa por endentro de otro animal. -Si que el pé grande…sentenció el muchacho. -Pues con este van cinco, toos muchachos, cinco he sacao. Se tiran al agua sin pensá que son mu traicioneras y se los traga. Nunca olvidaría el regreso, remolcando atado de las muñecas el cuerpo del pobre muchacho ahogado que aparecía y desaparecía a veces en la estela del barco. Tres años duró aquella fraternal simbiosis, tres años en que las fatigas pasadas fueron minando poco a poco, casi imperceptiblemente las fuerzas del viejo pescador de barca. Pero durante esos tres años, todas las horas eran pocas para estar juntos los dos camaradas. Algunas noches oscuras se dedicaban a la captura de ranas. Río arriba, en aguas someras, armados con un farol y una tabla recorrían despacio las orillas de los correntones y las pequeñas charcas en absoluto silencio. Localizaban con el farol a los batracios que buscaban compañía; el animal deslumbrado permanecía quieto y ya era tarde para saltar cuando algo silbaba detrás de la luz y la tabla daba buena cuenta de su existencia. Y así, hasta que llenaban el morral de los resbaladizos y sabrosos bichos. A primera hora de la mañana, sentados en la puerta de la cabaña pelaban las ranas con exquisito cuidado quedando al descubierto una carne blanca de delicado sabor y muy apreciadas en la cercana ciudad donde una mujer las vendía por docenas insertadas en un junco grueso expuestas en un gran barreño de zinc. -¡Docenitas de ranas! ¡Ancas!- pregonaba la ranera. II Aquel invierno estaba siendo especialmente duro, lluvias continuas obligaban a mantenerse a cubierto dentro de la reducida cabaña. Las heladas matutinas blanqueaban las orillas y hacía carámbanos en los charcos. Un poco de azúcar disuelta la noche anterior en el agua de una jofaina, en la mañana aparecía como un natural helado. Las nieblas, a veces, en todo el día, no dejaban ver los chopos de los alrededores. El abuelo, arropado en su yacija parecía dormir tranquilo. “Manito” Al calor de la lumbre, afilaba y enderezaba viejos anzuelos que después empatillaba con el nylón. Desenredaba sedales oyendo como en el exterior la tromba de agua remitía y hacía más soportable en ruido dentro de la cabaña. No supo en qué momento un halo frío recorrió su cuerpo haciéndole estremecer; se le erizó sin saber porqué el vello. Dentro del ruido de la lluvia le había asustado el silencio, sólo quedaba silencio. No oía la lluvia, no crepitaba el fuego, la luz de los faroles perdió vigor, pero sobre todo, faltaba un sonido muy familiar…la respiración del abuelo. El viejo pescador de barca había muerto. Se había dormido soñando quizás en postreras “pesquerías”; soñando con ese río de su vida o con ese nieto que recogería su antorcha. Pero los tiempos habían cambiado y la tarde también moría. Sabía que no estaba bien, pero nadie lo descubriría. Todo lo que el río da un día se lo lleva, como sentenciaba el abuelo. Recordaba cuando dos veranos atrás le ganaron- con muchos esfuerzos una lengua de tierra, un trozo de río para aproximarse a zonas más profundas y de mejor pesca. Concluida la tarea el chico orgulloso, saltaba y reía. -¡Agüelo, es nuestro, lo hemos hecho nosotros, es nuestro! - “Manito”, sentenciaba el anciano, es nuestro, lo hemos hecho nosotros pero las escrituras las tiene él y señalaba al río. Si algún día lo encontraban, pensarían que el imprudente viejo habría intentado cruzar el cauce en plena riada, que había sido arrastrado por las fangosas aguas o quizás la voz ancestral de los pescadores lo habían llamado a reunión, esa voz que todos los ribereños decían haber escuchado precediendo a los ahogamientos de los jóvenes. El agüelo no había sido nada para los hombres, no existió. Oficialmente no había nacido, ni vivido, ni por lo tanto muerto; sólo el río sabía de su existencia, de sus sufrimientos, sus anhelos, sus penas, sus amores… Más que nunca bajaba caudaloso el río, la sedienta tierra se empapó de las abundantes lluvias y cuando no pudo más, las vertió al cauce que se desbordaba arrastrando troncos u ramas que aguardan el viaje en las orillas. Cuando llegó la noche- todo había quedado en calma- encendió dos faroles que iluminaron tantas noches al abuelo y colocó uno a pro y otro a popa de la barca. Acomodó el enjuto cuerpo del viejo en la panza de la barca, con la cabeza apoyada en el asiento. Velándolo un remo a cada lado y las artes de pesca en la cabecera. Empujó suavemente la vieja barca que pronto alcanzó en centro de la corriente y comenzó a deslizarse río abajo, hacía la frontera, hacía el mar. Sabía que no llegaría muy lejos. Un tronco a la deriva o un remolino traicionero del tumultuoso río acabarían con la historia de una vida. Una vida que fue del río y a él volvía. Algunos contrabandistas con su carga a las espaldas desde los taludes de las orillas, verían pasar el cortejo iluminado en la cerrada noche. Más adelante quizás cuando pasase la riada algún vagabundo del cauce encontrará las tablas diseminadas de la vieja barca y hará candela de ellas. El cuerpo del viejo enredado en las ramas del fondo será pasto – como el muchacho ahogado-de peces y cangrejos. Magro festín. Cuando la barca se perdió en el primer recodo, “Manito” se acerco a la destartalada cabaña cogió su hatillo y con una tea que prendió en la lumbre dio a todo fuego. Se ilumino la noche en postrero homenaje y al amanecer algún tempranero pescador de caña se preguntaría que hacían allí entre las cenizas: un vaso de hojalata, un descascarillado plato de porcelana ennegrecido y un tenedor despuntado. Nunca más vi a “Manito”. El abuelo y el río murieron juntos en su adolescente imaginación. Sólo sé que “Manito”… ¡Existe! Marcial-Jesús Hueros Iglesias. 21022001

MANITO Y EL ÚLTIMO PESCADOR DE BARCA MarciaL-Jesús HUEROS IGLESIAS. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN) Cuantos años habían pasado por sus encallecidas manos, hogaño negras y sarmentosas, antes blancas y finas pero desde niño callosas por el duro trabajo de pescador, siempre uncidas a los remos. Con esas manos, que ahora se miraba recordando, se había ganado el sustento y el de los suyos; con ellas había acariciado a la única mujer que amó y que un día, cuando el río creció, se la llevó dejándole dos benditos hijos varones por los que tuvo que luchar arduo hasta que un día, lo abandonaron. Bendito río, maldito río. Esas mismas manos, que habían acunado a sus hijos y dirigido sus primeros pasos, en los años alegres en que estaban todos juntos, por la ribera. Con esas mismas manos, había levantado la cabaña a pocos metros del agua en un ribazo. Troncos viejos de árboles y arrastrados por las corrientes prestaban el esqueleto, arropado de ramas de atarfes y adelfas de flores rojas, cubiertas de haces de juncos y espadañas secos que crecían en el agua y que el humo y el hollín tornaron incombustibles a las pequeñas centellas escapadas del fuego. Y, en la orilla, la barca. Un rombo de tablas sabiamente ensambladas, cuyas junturas calafateaba todos los años con betún y líquenes. Siempre con el agua al borde, siempre sudando y la lata redonda, que contuvo en su día sardinas, para achicar el agua que tercamente no se resignaban a que le hubieran usurpado su espacio, la panza del monstruo de madera. Siempre húmeda como humedad en los huesos del viejo pescador que cada mañana debía engrasar para ponerlos en movimiento. Recordaba... las plácidas noches del verano con luna llena, el río en calma, acunando la barca arrastrada por la corriente. Y, el viejo pescador iba dejando caer lentamente "la cuerda" de la que a medidas distancias colgaban los sedales con los anzuelos. Las manos apergaminadas, de uñas negras, de todos los barros desde su existencia en el río, ensartaban pacientemente las lombrices, largas, gordas, que se contorsionaban presas de los enormes dedos y quedaban prendidas- al aire, bailando- antes de comenzar su baño nocturno e involuntario, a la espera de que algún barbo o alguna barriguda carpa la viera y convirtiera en plato de su cena y este en la cena del viejo pescador Noches serenas y frescos amaneceres en que comenzaba la revisión de la “cuerda”, desanzuelando a los incautos peces, dejándolos bailar en el fondo de la barca su último festival, vestidos de relucientes escamas de plata y oro. Pronto, en la mañana, presentarían armas tumbados en los verdes ramas de helechos de las cajas de pino oloroso, en el mercado. -¡Machos y carpas frescas del Guadiana, recién “cogíos” esta mañana, bogas llenas!- pregonaban las mujeres en el mercado de abastos de la Plaza Alta. Venturosas madrugadas del estío, que compensaban levemente las noches invernales de fríos y tormentas, cuando los cielos descargaban sobre el cauce toda su furia y él, solo en su barca iba a por el sustento, pobre de los suyos. Esos crepúsculos en que la escarcha paralizaba sus ágiles dedos, remando frenéticamente para espantar el frío. Cuantas noches sin “matar” un pez, que era el verbo empleado por los de su ralea para designar la pesca. Esos días el fantasma del hambre de sus niños campaba por su cabaña. Cuanta amargura, cuantos llantos en la oscuridad. Aquellos hijos que crecieron y no quisieron saber nada de la esclavitud del remo y pronto se marcharon “a los albañiles” en la ciudad. Pero, la sangre del río que no bulló en las venas de sus hijos, se rebeló en las su nieto “Manito” y desde muy pequeño aprendió a amar y respetar el río. Tenía dos hermanos menores gemelos que balbuceaban mutiladores: hermanito. Así pasó a ser conocido por el apodo el “Manito” Siempre que podía se escapaba al río, a la choza del agüelo y allí aprendió las técnicas ancestrales de los pescadores de barca y caña. Empezó a hacer “monta” en clase cada vez con más frecuencia para bajar a la cabaña, hasta que un día dejó definitivamente la escuela. Aprendió a poner garlitos, a echar el trasmallo, era insaciable. El rubio golfillo no sólo era insaciable en el saber fluvial, también como pedigüeño. Era raro el pescador de caña que no hubiera sufrido su acoso al plantar sus “arreos” en la orilla, no tardaba en aparecer “Manito” con la consabida frase: -Qué ¿ pican? Era el comienzo de un ratito de charla, que soportaba estoicamente el paciente pescador y al final cuando se despedía con el también consabido: -¡Buena pesca! Ya llevaba en el bolsillo: una boya vieja, unos plomillos, un rollo de sedal medio gastado, algún anzuelo. Sacaba siempre algo, charlando remolonamente, sin pedir, pero obligando a la generosidad al otro. La comunión del abuelo y el nieto fue completa desde sus comienzos. Juntos arrancaban los juncos para tejer los garlitos de peces y las nasas de cangrejos. Entretejían magistralmente los verdes juncos y finalizaban dejando una puertecilla de “irás y no volverás” para cangrejos y jaramugos. Estos pequeños pescados eran los que generalmente capturaban sin mucho esfuerzo y que después de fritos en manteca hacían las delicias de los curiosos comensales sentados a la puerta de la cabaña. Cuando llegaba febrero y las bogas estaban llenas de huevas, las pescaban a caña despreciando los escuálidos machos, las asaban en el rescoldo de una fogata hecha con viejas raíces arrastradas por el río y encebolladas, con aceite y vinagre, duraban muchos días en el poyete frío de la entrada de la choza. Juntos remendaban redes y juntos salían a “rebuscar” los vegetales de su dieta: cardillos, romazas tiernas, “churritas” de los cardos marianos de la ribera, berros de los riachuelos tributarios, vinagretas y variada comestible flora que el viejo había aprendido de sus abuelos. Pero no todos los saberes del abuelo se podían salvar del olvido. Mucho antes de la llegada de “Manito” ya no pescaba el viejo con la barca. Las fuerzas no estaban ya para bregar con la corriente y la gente ya no compraba los peces como en los años en que la hambruna se enseñoreó en la comarca. Utilizaba la barca para cruzar el río en verano y el resto del tiempo permanecía en seco, avejentándose y abriendo al aire sus suturas. “Manito” era aún muy pequeño para manejar la pesada estructura y sólo a ratos le ayudaba en la boga. Cuando “Manito” apareció por la cabaña a ver al abuelo no tenía más de trece años, era medio rubio- sus hijos tan morenos- y no estaba muy desarrollado para su edad, pero su disposición y simpatía aliviaron la triste soledad del anciano. Como camaradas partían a primera hora de la mañana en busca de cebos para sus “pesquerías”. Zacho en mano arrancaban de la tierra húmeda y floja las escurridizas y blandas lombrices que formaban pelotones al enroscarse unas con otras en el fondo de las latas de tomate. El abuelo le había enseñado que los peces picaban más con el cebo de temporada; así en invierno, las lombrices; en verano las libélulas y las gusarapas, desgarbados gusanos blancos cabezones, que aguardaban al abrigo de la tierra la llegada del tiempo cálido para salir vestidos de escarabajos sanjuaneros. -Agüelo, a cá tiempo, su cebo. Pero los peces no salen del agua a comé gusarapas y lombrices. -No pero caen al agua cuando hay correnteras de las tormentas, igual que los caballitos del diablo que en un despiste van al agua y son devorados por las percas. Volvían a la choza, preparaban las cañas y a media mañana partían en la barca, cruzando a la otra orilla-más solitaria- y con más pesca. El viejo pescador remando cansinamente y el muchacho achicando agua con entusiasmo. Pasaban las horas muertas en la orilla, atentos a las picadas y cuando al atardecer regresaban, encendían el fuego y se regalaban con el “pescaito” frito regado con buen vino. El “Manito” con el abuelo, sólo lo pasó mal un día: el día del “aogao”. Acompaño al viejo en la búsqueda de un muchacho que decían había desaparecido bañándose en “el pico” . Decían que se había ahogado al caer en una poza sin saber nadar. Aguas abajo, la única barca practicable era la suya y el pescador solidario junto al nieto voluntarioso iniciaron la búsqueda del infortunado chaval. Al cabo del segundo día, apareció en una pequeña isleta del centro del cauce. El cuerpo del muchacho, de un par más que el “Manito”, yacía desnudo, completamente hinchado y con la nariz y los genitales casi comidos por los voraces cangrejos. El ver aquel cuerpo tan parecido al suyo y en aquellas condiciones impresionó vivamente al muchacho que estuvo mucho tiempo sin probar “la tomatá” que con estos animales preparaba magistralmente el viejo. -Es la ley de la vida, estamos aquí para comernos los unos a los otros o “espichá”, te lo he dicho muchas veces y ¡ay! Desgracio del animal que pasa por endentro de otro animal. -Si que el pé grande…sentenció el muchacho. -Pues con este van cinco, toos muchachos, cinco he sacao. Se tiran al agua sin pensá que son mu traicioneras y se los traga. Nunca olvidaría el regreso, remolcando atado de las muñecas el cuerpo del pobre muchacho ahogado que aparecía y desaparecía a veces en la estela del barco. Tres años duró aquella fraternal simbiosis, tres años en que las fatigas pasadas fueron minando poco a poco, casi imperceptiblemente las fuerzas del viejo pescador de barca. Pero durante esos tres años, todas las horas eran pocas para estar juntos los dos camaradas. Algunas noches oscuras se dedicaban a la captura de ranas. Río arriba, en aguas someras, armados con un farol y una tabla recorrían despacio las orillas de los correntones y las pequeñas charcas en absoluto silencio. Localizaban con el farol a los batracios que buscaban compañía; el animal deslumbrado permanecía quieto y ya era tarde para saltar cuando algo silbaba detrás de la luz y la tabla daba buena cuenta de su existencia. Y así, hasta que llenaban el morral de los resbaladizos y sabrosos bichos. A primera hora de la mañana, sentados en la puerta de la cabaña pelaban las ranas con exquisito cuidado quedando al descubierto una carne blanca de delicado sabor y muy apreciadas en la cercana ciudad donde una mujer las vendía por docenas insertadas en un junco grueso expuestas en un gran barreño de zinc. -¡Docenitas de ranas! ¡Ancas!- pregonaba la ranera. II Aquel invierno estaba siendo especialmente duro, lluvias continuas obligaban a mantenerse a cubierto dentro de la reducida cabaña. Las heladas matutinas blanqueaban las orillas y hacía carámbanos en los charcos. Un poco de azúcar disuelta la noche anterior en el agua de una jofaina, en la mañana aparecía como un natural helado. Las nieblas, a veces, en todo el día, no dejaban ver los chopos de los alrededores. El abuelo, arropado en su yacija parecía dormir tranquilo. “Manito” Al calor de la lumbre, afilaba y enderezaba viejos anzuelos que después empatillaba con el nylón. Desenredaba sedales oyendo como en el exterior la tromba de agua remitía y hacía más soportable en ruido dentro de la cabaña. No supo en qué momento un halo frío recorrió su cuerpo haciéndole estremecer; se le erizó sin saber porqué el vello. Dentro del ruido de la lluvia le había asustado el silencio, sólo quedaba silencio. No oía la lluvia, no crepitaba el fuego, la luz de los faroles perdió vigor, pero sobre todo, faltaba un sonido muy familiar…la respiración del abuelo. El viejo pescador de barca había muerto. Se había dormido soñando quizás en postreras “pesquerías”; soñando con ese río de su vida o con ese nieto que recogería su antorcha. Pero los tiempos habían cambiado y la tarde también moría. Sabía que no estaba bien, pero nadie lo descubriría. Todo lo que el río da un día se lo lleva, como sentenciaba el abuelo. Recordaba cuando dos veranos atrás le ganaron- con muchos esfuerzos una lengua de tierra, un trozo de río para aproximarse a zonas más profundas y de mejor pesca. Concluida la tarea el chico orgulloso, saltaba y reía. -¡Agüelo, es nuestro, lo hemos hecho nosotros, es nuestro! - “Manito”, sentenciaba el anciano, es nuestro, lo hemos hecho nosotros pero las escrituras las tiene él y señalaba al río. Si algún día lo encontraban, pensarían que el imprudente viejo habría intentado cruzar el cauce en plena riada, que había sido arrastrado por las fangosas aguas o quizás la voz ancestral de los pescadores lo habían llamado a reunión, esa voz que todos los ribereños decían haber escuchado precediendo a los ahogamientos de los jóvenes. El agüelo no había sido nada para los hombres, no existió. Oficialmente no había nacido, ni vivido, ni por lo tanto muerto; sólo el río sabía de su existencia, de sus sufrimientos, sus anhelos, sus penas, sus amores… Más que nunca bajaba caudaloso el río, la sedienta tierra se empapó de las abundantes lluvias y cuando no pudo más, las vertió al cauce que se desbordaba arrastrando troncos u ramas que aguardan el viaje en las orillas. Cuando llegó la noche- todo había quedado en calma- encendió dos faroles que iluminaron tantas noches al abuelo y colocó uno a pro y otro a popa de la barca. Acomodó el enjuto cuerpo del viejo en la panza de la barca, con la cabeza apoyada en el asiento. Velándolo un remo a cada lado y las artes de pesca en la cabecera. Empujó suavemente la vieja barca que pronto alcanzó en centro de la corriente y comenzó a deslizarse río abajo, hacía la frontera, hacía el mar. Sabía que no llegaría muy lejos. Un tronco a la deriva o un remolino traicionero del tumultuoso río acabarían con la historia de una vida. Una vida que fue del río y a él volvía. Algunos contrabandistas con su carga a las espaldas desde los taludes de las orillas, verían pasar el cortejo iluminado en la cerrada noche. Más adelante quizás cuando pasase la riada algún vagabundo del cauce encontrará las tablas diseminadas de la vieja barca y hará candela de ellas. El cuerpo del viejo enredado en las ramas del fondo será pasto – como el muchacho ahogado-de peces y cangrejos. Magro festín. Cuando la barca se perdió en el primer recodo, “Manito” se acerco a la destartalada cabaña cogió su hatillo y con una tea que prendió en la lumbre dio a todo fuego. Se ilumino la noche en postrero homenaje y al amanecer algún tempranero pescador de caña se preguntaría que hacían allí entre las cenizas: un vaso de hojalata, un descascarillado plato de porcelana ennegrecido y un tenedor despuntado. Nunca más vi a “Manito”. El abuelo y el río murieron juntos en su adolescente imaginación. Sólo sé que “Manito”… ¡Existe! Marcial-Jesús Hueros Iglesias. 21022001

viernes, 20 de septiembre de 2013

LOS
NOGALES
AZULES
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
01112011







A Sergio Román (Espina). 19042013

En el sudoeste de Portugal, la llanura alentejana, se hace monte para ascendiendo formar la Serra da Ossa. Pequeños núcleos de casas blancas de zócalos azules se alzan en la monotonía del verde obscuro de la serranía en un boscaje de robles, encinas y alcornoques en algunos lugares tan densos de vegetación prácticamente inexpugnable.
Todos conocían la “Quinta das Nogueiras”. En un cerro en medio de un vallecillo se levanta una mansión con aires de palacio flanqueada por dos riachuelos, uno a cada lado, que ya cerca de la llanura se hermanaban en río para perderse rumbo al mar.
Esa fue la casa solariega de mi familia que algún antepasado mío levantó después de “hacer las Américas” y donde habían nacido y morado varias generaciones antes que la mía. Siempre me pareció, sobre todo de niño, una fábrica monstruosa de grandes salones, eternos pasillos e interminables y altas escaleras. Me hablaron de las suntuosas fiestas del pasado donde se reunía la flor y nata del Reino, de grandes cacerías  a las que acudían las más nobles y mejores escopetas, con unos resultados de caza espectaculares: osos, linces, jabalíes venados, toda la gama de caza mayor de la región estaba allí representada y en gran abundancia con copiosa comida y cobijo en aquellos parajes serranos. Las tierras de la “heredade” eran de las más extensas del país.
Junto a la majestuosa construcción decenas de otras estancias destinadas al almacenaje o al ganado y junto a ellos el poblado de los jornaleros. En realidad era como un núcleo feudal: la casa del señor y alrededor un verdadero pueblo y muchas construcciones desperdigadas por el bosque pero no muy lejos unas de otras pues todas dependían de la “Casa grande”, y por tener tenía hasta su iglesia algo alejada de la casa a la orilla de uno de los riachuelos. Los domingos aquella orilla se llenaba de vida; cientos de aparceros  y sirvientes de la gran casa se reunían a oír la preceptiva celebración de la misa.
Delante de la entrada principal protegida por unos artísticos soportales,. Un jardín exuberante con cientos de especies raras traídas de allende los mares por algunos de mis antecesores; era un inmenso jardín bien cuidado por un gran equipo de jardineros.

Junto a la fuente principal, destacaban dos inmensos nogales, uno a cada lado, de porte casi gigantesco para árboles de su especie, que fueron traídos de los alto de la sierra en un tiempo que nadie vivo recordaba y que eran conocidos en toda la comarca como “los nogales azules”
La iglesia o ermita, me impresionó desde niño al tener cementerio propio al que yo no me acercaba pero el vivir cerca de tantos muertos algunas noches mis sueños me jugaban malas pasadas.

Quizás fuera una noche de invierno, cuando la sierra era azotada por un vendaval de viento y aguanieve, cuando conocí la triste leyenda. Mientras fuera parecía que se habían desatados todos los demonios. Solos, mi padre y yo sentados frente a la chimenea del salón noble, tan grande que en sus buenos tiempos se quemaba,  troceado, el volumen de un roble entero de buen porte.
Lo recuerdo con la mirada fija en el fuego y un vaso de licor en la mano y yo oyendo la tormenta, agradeciendo el calor de la chimenea y con la edad propia de magnificar cualquier historia.
Encendió su pipa con la parsimonia y el rito que le era tan característico, tomó un trago y empezó a hablar fija la vista en la hoguera y como si yo no existiera:



Fue en los primeros años del siglo pasado, exactamente hacia 1909 o 1910 cuando un amanecer de la recién estrenada primavera, llegaron hasta el palacete dos ricos carruajes desprovistos de ornato alguno. De uno de ellos se apeo un personaje de noble ropaje que solicito con urgencia hablar con mi abuelo. El personaje fue agasajado conforme a su rango y como se acostumbraba en esta casa famosa por su hospitalidad; aquí quien llegase, sin mirar condición, encontraba cobijo y alimento para descansar del andar por estos caminos serranos siempre peligrosos por la presencia de algunos bandoleros que hicieron de la sierra el escenario de sus fechorías y eso que sabían que la ley de entonces era con ellos y al que capturaban moría irremediablemente en la horca.
Nadie supo de aquella entrevista, que sucedió en este mismo salón y, ya entrada la noche uno de los carruajes se dirigió hacia la iglesia y a cada lado del altar depositaron dos ataúdes de tamaño menor a los normales y confeccionados toscamente, como hechos con premura. Un alarife de la casa, tapió en silencio los dos nichos, uno a cada lado del altar y allí quedaron sepultados y olvidados sin la más mínima señal externa de su existencia.
Pasados los años, tu abuelo, mi padre, hizo cavar dos fosas profundas bajo cada uno de los nogales que no tenían el porte que tienen ahora y una noche ayudado por dos peones de su confianza abrió los nichos de la capilla y enterraron los restos que quedaban de los féretros uno en cada fosa.
El tiempo no había borrado las letras que toscamente a fuego fueron grabadas en uno de los laterales y que mi abuelo no reparó en la primera inhumación:
CONSTANTINO  1893-1909
AUGUSTO-LEOPOLDO 1892-1909
Murieron el mismo día dos hermanos de 16 y 17 años.”



Tras una chupada a su pipa, pareció reparar en mí,  que escuchaba embobado y con un poco de miedo.



“Tu bisabuelo era uno de los hombres más ricos y poderosos de Portugal y en sus tierras -  hoy muy mermadas- solían cazar los reyes con toda la corte y como habrás supuesto ya,  cada ataúd contenía los restos de un príncipe, uno de ellos heredero al trono”
“Andaban los príncipes de caza por estos pagos armados de arcos y flechas (la que más les gustaba, a la antigua) con su séquito,  cuando en la mañana se levantó una espesa niebla que aquí acontece hasta en pleno verano por las condiciones del valle, se alejaron de los demás y se perdieron en la espesura del bosque buscando el rastro de un colosal ciervo con una cornamenta digna de figurar en un lugar preferente del pabellón de caza del palacio de Villa-viçosa y del que se venía hablando hacia tiempo por su belleza y  altamente codiciado por los más expertos cazadores del reino,  y así se adentraron en lo más intrincado del bosque. Sintiendo el rastro cerca descabalgaron y ninguno se apercibió de que escondido en la espesura de la floresta,  un enorme oso pardo los acechaba. Se irguió sobre sus patas traseras hasta convertirse en un monstruo de más de dos metros de altura y enorme peso; el pequeño de los hermanos sólo sintió una garra enorme acabada en uñas como navajas que cayó sobre su cuello con una fuerza descomunal dejandole el lado derecho de la cara y el hombro como un amasijo sanguinolento de carne y hueso; los desgarros del cuello lo desangraron en un segundo y ni un quejido lo acompañó y sin ver la forma en que le llegaba la muerte, ni un suspiro escapó de sus labios.
Paço Ducal. VILAVIÇOSA.


El hermano mayor oyó el “ramajeo” en la zona donde presumía que se encontraba el benjamín y hacia allí corrió abriéndose paso en la espesa vegetación y por un instante vio el cuerpo inmóvil de su hermano antes  que la zarpa gigantesca del animal destrozara su cabeza rubia y junto a él cayó para no levantarse jamás”


Hubo un momento de silencio, sólo se escuchaba el crepitar de los leños y la tormenta lejana mientras mi imaginación desbordada se recreaba en la escabrosa y triste escena.


 Paço Ducal. Vilaviçosa.

“El séquito, muy lejos, no se apercibió de nada, sólo la llegada alocada de los caballos de los príncipes les alertó. Salieron todos en busca de los muchachos y ya entrada la noche un lancero de la guardia real encontró los cadáveres exangües y destrozados después de que el oso se ensañara con ellos. Durante la noche en el campamento, se compusieron dos toscos ataúdes y en la amanecida la partida de cazadores dio muerte al oso,  le arrancaron las dos zarpas que  llevaron junto a los príncipes e introdujeron una en cada féretro”

“Ya sabes como llegaron a la iglesia y como tu abuelo los enterró bajo los nogales para preservarlos de profanaciones, pues poco tiempo después pasaron cosas que cambiaron la historia de este país.
Si algún día alguien  excava bajo los árboles  descubrirá los esqueletos (o lo que quede) y acompañándolos en cada ataúd la zarpa enorme del oso que los mató.”
“A pesar de su porte gigantesco, los nogales dan poco fruto y los lugareños dicen que en las rugosidades de las cáscaras alguna veces aparece el perfil de uno de los príncipes.
Según testamento de tu abuelo las nueces jamás pueden ser vendidas, sólo regaladas a personas humildes que hayan demostrado su humanidad, pues cada una de ellas lleva un poco de la sangre de los reyes de Portugal.”





Marcial-Jesús Hueros Iglesias. Noviembre 2.011






jueves, 19 de septiembre de 2013

LA CASA DE LOS MIEDOS.


CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL “RINCÓN”






LA CASA DE LOS MIEDOS.




Marcial-Jesús HUEROS IGLESIAS.
A Pilar García de Pruneda.



La "Veora", una vieja arrugada y "acartoná", muy respetada en aquellos lugares y a la que atribuían la condición de excelente sanadora, por sus buenos resultados con los pacientes que trataba y también temían, al considerarla Bruja.
No era alta y debió ser bella en una juventud que ya se había marchado hacía mucho tiempo; enjuta y vivaracha, con una gran fuerza no acorde con su condición física, arreglaba las salidas de las coyunturas con primor, quedando los pacientes muy aliviados. No cobraba nunca, pero si le retribuían en especies: gallinas, pavos, cerdos, jamones, lomos...porque el dinero era escaso siempre y así, su despensa y corral estaban bien surtidos. Le interesaba el dinero y con frecuencia, tratantes y recoveros pasaban por su casa y compraban para revender, quizás al mismo que en especie había pagado.

Ni que decir tiene, que había acumulado en sus años de trabajo, una considerable fortuna que ocultaba en algún sitio de su pequeña finca. Junto al camino, la casa con un pórtico protegido y adornado con figuras geométricas formadas por chapas de botellines, capricho de algún alarife con ínfulas de artista.
Las estancias delanteras, siempre repletas de gentes que incluso de pie, aguardaban el “diagnostico” de la “Señá Veora”, de allí se pasaba al gabinete de consulta. Al fondo en semipenumbra de aspecto espectral, una camilla con brasero y badila. Toda la consulta estaba plagada de estampas de santos,  velas que ahumaban la sala dándole un ambiente fantasmagórico y figuras de vírgenes.
Había quien decía, que en las noches de luna llena, se la podía ver agazapada bajo un olivo y con un silbato de salida de aire regulable, imitaba el canto de las aves nocturnas: autillos, mochuelos, lechuzas y cárabos…que engañados acudían al árbol; los machos para luchar con los machos rivales y en busca de cortejar  a las hembras…y, allí recibían el certero estacazo de la vieja. Sus ojos, sus sesos, sus intestinos…eran utilizados posteriormente en las pócimas de la sibila. Las otras estancias de la casa de adobes eran su laboratorio y su vivienda.

Los muchachos de Rincón, más cercanos que los de la ciudad, le tenían mucho miedo y nunca se acercaban ni por necesidad a la casa que distaba a dos leguas de la capital.
Su fama se extendió tanto y en tan pocos años, que a ella acudían de la ciudad y de muchos pueblos, a que les ayudase en sus dolencias del cuerpo, torceduras, dislocaciones, heridas del cuerpo y a veces del alma solicitando consejos. Paisanos creídos en padecer “mal de ojo”, niños “cogidos por la luna”…
 Aparte de su sabiduría natural, utilizaba un truco, que hizo que su fama corriese como reguero de pólvora encendida: los crédulos campesinos se bajaban en “la estellesa” provenientes de los pueblos y de allí, tenían que desplazarse a la casa de la “Veora” en coches de “a punto”. En el camino, el chofer, se interesaba por los pasajeros preguntándoles por su visita y obteniendo una información que por unas pocas monedas trasladaban a la “Veora” en el huerto, después de dejar a los pasajeros.

Todos los conductores guardaban el secreto, no sólo porque era una fuente añadida de ingresos, también porque uno en su borrachera se le escapó y apareció muerto en el coche aquella misma noche.
Los pacientes, ya en la consulta, descubrían asombrados que aquella Señora a la que desconocían completamente, sabía cosas de su vida y sus dolencias.

-Usté, es de los Santos de Maimona y no “da de cuerpo” desde hace ocho días y siente que se le revienta el vientre.                                                                  El enfermo quedaba perplejo y confuso y se rendía incondicionalmente a sus consejos. Le preparaba una pócima laxante (que si cobraba bien), de plantas que como el resto de los remedios, aprendió de sus padres también “Veores”.

Excepto heridas graves o dislocaciones importantes, solucionaba el asunto en un par de minutos y era continua su voz chillona “er siguiente”. En la puerta de salida, al final de  su despacho, una sala con un muchacho sentado junto a una mesa centenaria, se encargaba del cobro en dinero o en especies, le llamaban “el mudo de la Veora” y las malas lenguas decían que era un hijo que tuvo con un marino, pero no vivía con ella, sino en una choza cercana a la casa.

Lo cierto, es que con sus estratagemas, conseguía buenos resultados con los pacientes por la total confianza que depositaban en ella. Indiscutiblemente en asuntos de huesos era una experta por las enseñanzas de sus mayores; sus otros poderes, decía ella misma que el Señor se los otorgó, por haber llorado en el vientre de su madre y en el paladar lucía una visible “Cruz de Alcaravaca”




 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     LA CASA DE LA MUERTE.

Al otro lado del río, en la orilla opuesta al Rincón junto al camino viejo de Olivenza, llamado entonces “de malos caminos” y a una legua de la ciudad, se alzaba un viejo palacete (Inusual con tanta miseria rodeándole) conocido como “La casa de los miedos”, “de las muertes”  o “de los crímenes”, extraño caso de cortijo-palacio para las gentes, embrujado y fatídico, al que todos achacaban sus males a que la sibila los había “aojao”, le había echado “el mal de ojo”.

En sus buenos tiempos, fue una hermosa hacienda, próspera y espaciosa y con un coqueto jardín de palmeras y amplio cenador donde refrescar las noches del tórrido verano. Tres cuerpos conformaban la fábrica, un cuerpo central y los laterales, como recios torreones de un castillo medieval.
                                          El cuerpo central de la casa, a la que se accedía por una pesada puerta precedida de una escalinata de cinco escalones en media luna, daba a un salón inmenso con una chimenea de tamañas proporciones…la planta baja era todo salón y su parte posterior la cocina y fuera, las caballerizas. A los lados del salón, puertas daban acceso directo o con escaleras al piso superior de los cuerpos laterales, donde se ubicaban los dormitorios y los baños de sus habitantes. El patio posterior, el de las caballerizas, fue una huerta ubérrima en sus tiempos, con cientos de árboles frutales, destrozados en el presente por el vandalismo y la desidia.

El jardín de palmeras datileras, dormía ahogado de yerbas y matojos y en el interior de la vieja casona, llena de cascotes desprendidos de los techos y de destrozados muebles que servían de refugio a palomas y gorriatos.

En aquel lugar, los muchachos de los alrededores daban rienda suelta a sus energías y sus recién estrenadas y atribuladas hormonas, escribiendo frases obscenas y dibujando con tizones sexos desmesurados, en sus viejos y descascarillados muros.
Rara era la tarde que en el palacete no recibía la visita de algún grupo- siempre de día- pues sabían que en las noches, “la Veora” podía aparecer por aquellos pagos.


El viejo indiano que la mandó edificar había hecho “las américas” y se había enriquecido. Lo acompañó de su aventura allende los mares, una bella indígena que pronto se adaptó a la nueva tierra española como si fuera la suya. Su caballeriza era famosa y se paseaba la bella mulata en coche de caballos provocando la envidia de los pobladores.

Ambos dieron mucho trabajo a los hombres de los alrededores, por lo que eran muy estimados y la casa resplandeció con los cuidados de los bien pagados lugareños. Aunque la felicidad sólo la querían para ellos y no se relacionaban con las autoridades, ni con los ricos de la ciudad. Mandaban traer mariscos y ostras de las costas portuguesas y la casa poseía hasta un pozo de hielo, que le bajaban arrieros de la Sierra de los Tormantos y el Piornal. Su vida regalada en este rincón de su patria, era el premio a una existencia americana de privaciones y sufrimientos.






Su felicidad quedó truncada, cuando su único hijo, un bello mulato de quince años al que sólo sus rasgos delataban su sangre negra, pues su piel era tan blanca como la de su progenitor y el vivo retrato de su bella madre, murió de pulmonía y los hundió en el abatimiento y la soledad.

Tanto era el amor que profesaban al chico, que en el mausoleo que le erigieron, el constructor lo culminó con una estatua de mármol a tamaño natural que era la imagen pétrea del mulato. La estatua sobresalía de las altas tapias del cementerio y con unos gemelos de largo alcance, instalados en su antigua habitación, era visible desde la casona y, allí pasaba las horas la madre indígena contemplando la fría efigie de su hijo amado y con ello aplacaba su pena y su soledad.

Una fría mañana de invierno. El indiano y la indígena, ya viejos, aparecieron ahogados en el estanque flanqueado de palmeras; eso al menos dijeron las autoridades, aunque el estanque no tenía más de una cuarta de agua. Nadie supo lo que pasó, pero el caso dio pábulo a la creación de una leyenda de muerte, que desde entonces acompañó a la casa, y a las que los lugareños eran tan aficionados.

Comenzaron las historias de hechizos, de encantamientos y brujerías, basadas en que un día, el indiano, expulsó de sus tierras a la “Veora” con muy malos modos y ella se vengó maldiciendo el lugar y la casa y a partir de ello, la imaginación de las gentes se desbordó, ideando luces que se encendían de noche, fantasmas que arrastraban cadenas, fuegos fatuos, imaginaciones que se engrandecían al amor de las hogueras en los chozos después de las faenas del campo.
 Muerto el “indiano”, sin herederos, la justicia concedió la propiedad de la finca a un primo lejano, único familiar que reclamó la herencia y pasó a vivir de una casa mísera y cutre del barrio de San Roque, a una mansión y dejó de trabajar pensando en su suerte óptima. Pero sólo heredó el palacete y su contenido que no era poco.

Todo el dinero del indiano, pasó según testamento a instituciones benéficas, en especial a la Casa-cuna para recién nacidos abandonados.

                     Y, comenzó la decadencia, el juego y las mujeres se comieron poco a poco la fortuna heredada y lo que fácil llegó, fácil se marchó. Empezó a vender lo mejor de la casa, joyas, cuadros y otros ricos ornamentos dejados por la pareja. Nadie cuidaba de la finca y en poco tiempo, languideció.

La abandonaron cuando las desgracias se cebaron en la familia, sobre todo entre los más pequeños, las muertes se sucedían en una secuencia ilógica y con los rumores pensaron que “algo” pasaba en aquella casa y otra vez el vulgo lo atribuía a la “Veora”.

Con el tiempo, la casa fue cedida a la beneficencia para socorro de los más necesitados e instalaron un orfanato para acoger niños pobres y huérfanos. Por algún tiempo con el edificio remozado, los niños alegraron la casona y sus jardines; se oían risas en los largos pasillos. El bullicio de la grey infantil, le dio vida de nuevo al lugar aunque por poco tiempo.

Mas de nuevo volvieron las desgracias; desaparecieron dos infantes y nunca se supo más de ellos; la policía investigó sin muchas ganas, las enfermedades graves se sucedían y hartas de problemas, un día las autoridades clausuraron el Centro y el palacete quedó definitivamente abandonado.










LAS PANDILLAS.

En aquella época, los muchachos formaban pandillas, como ejércitos imberbes indisciplinados, en cada barrio. Una de ellas era la del “Rincón”, que llegaban cruzando el río por el “Vado del Moro”, amén de otras zonas de la ciudad. Tomaban sus muros y escondidos esperaban que las palomas, estorninos o gorriones se posaran en los árboles del despoblado jardín o en las palmeras y allí ensayaban su puntería con los tirachinas o “tiradores”.

Si la caza no era muy abundante, allí mismo, la desplumaban y asaban en una pequeña fogata y ocultos por los altos muros se sentían libres para hacer todo aquello que los mayores consideraban prohibido.

Cuando dos grupos de chicos coincidían, sobre todo una de las dos pandillas del “Rincón” la del “Sietemachos”, la más beligerante y otra de la ciudad, terminaban a chinazos que se saldaban con moratones y “chichones”, afortunadamente, y su mayor temor era que le saltaran un ojo a uno y quedarse tuerto, como algunas veces había ocurrido. A ningún muchacho se le ocurría ir a la Casa sin una buena corte de pandilleros. Los más temibles eran los del “Cerro de Reyes” y los de la “Picuriña” los barrios más marginales de la ciudad, por su fama de malvados y crueles.

La otra pandilla del “Rincón”, era la del “Cuerpa” de catorce años y aunque su nombre era Luis Miguel, por su complexión tan fuerte para su edad, le pusieron el mote y dirigía a los suyos en las correrías por el Rincón. Entre ellos, no existía gran rivalidad, todos eran vecinos y casi siempre andaban juntos con la sana intención de divertirse cazando o pescando, los únicos entretenimientos para su edad en aquella época.
Estaban el  “Vao del moro”, un recodo del río donde por su poca profundidad, encallaron varios cadáveres de mahometanos que participaron en la toma de la ciudad al empezar la guerra civil y que fueron arrastrados por la corriente del río.
-Mañana despué de comé, vamos a palomas a la casa de los mieos que m´an dicho q´ay una buena bandá- reto “Sietemachos”, líder de una pandilla, mientras recogía municiones para su tirachinas, de la orilla.
¡Vamos a bañarnos!- sugirió uno de los chicos. Se desnudaron y se sumergieron en la poca profundidad del río para aliviar el excesivo calor.

- Cruzamos el río por aquí y a por las palomas que con arró están pa chupase los deos, ¡venís!- preguntó el “Sietemachos” al “Cuerpa”.
- No nos dejan nuestros padres cruzar a la otra orilla (La prohibición paterna era siempre la excusa para no hacer algo que no les apeteciera, de lo contrario se la saltaban a la “torera”).

- ¡Lo que no tenéis son güevos, aunque se los vea corgando!
-¿Qué no tenemos güevos?- se mosqueó el “Cuerpa”- T´acuerdas la jerraura de burro enano que dejé dentro la chimenea colgá…pós como el “Cuerpa” que me llaman, ¡que t´apuestas que la tíes aquí mañana por la mañana! Si salgo ahora, será la prueba de  q´estao allí de noche, cuando más mieo da.
- No, esperamos a la luna llena y como eres tan valiente a lo mejó t´encuentras con la “Veora” cazado corujas.
- ¡Apostao!- y salieron del río para secarse al sol de la tarde.


“Sietemachos” lo tenía todo planeado. Iba a darle un buen susto a su rival, al jefe de la otra pandilla, al “Cuerpa” para que acordase toda su vida. Cuando llegó la Luna llena, reunió a sus colegas y por el “Vao de los batanes” cruzaron el río, evitando el “Vao del moro” ya que esa noche se resolvía la apuesta y no querían ser vistos por la pandilla del “Cuerpa.
Llegaron con el crepúsculo a la “Casa de los Miedos” y aguardaron a la noche surtiéndose de sacos de arpillera que encontraron en una dependencia para hacerse pasar por fantasmas.

Cerca de la “Casa de los miedos, el “Cuerpa “, solo presintió que alguien lo seguía; se le erizaron los pelos de todo el cuerpo pensando en la “Veora” y en cómo le sacaría los ojos y las tripas para componer sus pócimas. Asustado…aterrado, “cagao de mieo”, se detuvo y se ocultó en unos matorrales, quedándose quieto…como muerto y esperando lanzar el último suspiro en las manos de la bruja. Y lo que vio pasar fue, en total silencio a su pandilla que caminaba ordenadamente hacia la casa.

- ¡Hijos de putas!, desgraciaos, qué jacéis aquí, m´abeís dao un susto de muerte. ¡El que tiene que demostrar los güevos soy yo! Y lo habís estropeao.
- Nadie se va enterá y por eso decidimos vení- le tranquilizó su segundo.

Al cruzar los primeros muros que rodeaban la Casa, por una de las múltiples brechas practicadas por ellos mismos o por otras pandillas, descubrieron un montón de sacos esparcidos por el suelo y que un rato antes había desechado la otra pandilla.
- Poneros uno cá uno, que os cubra bien, por si aparece la “Veora” que vos confunda con sombras- susurró el jefe.
- ¡Pues si nos confunde vaya mierda de “Veora”!- sentenció una voz baja en la penumbra y por el temblor a punto del pánico.
- Callarse ¡Coño!

Las nubes ocultaron en ese momento la Luna y todo quedo sumido en el más absoluto silencio y  oscuridad.
La pandilla del “Sietemachos” vio un grupo de sombras venir hacia ellos entre los muros, recortándose en las paredes interiores y permanecieron impasibles, completamente aterrados.
¿Qué había pasado? ¿Quiénes eran aquellos fantasmas que ellos no esperaban?¿Serían la “Veora” y algunos de sus seguidores que disfrazados, para que no los reconocieran, se disponían a celebrar algún rito o aquelarre?
Ellos esperaban a un compañero para darle un susto y ahora el susto se lo estaban llevando ellos.
Sabiendo que no hay mejor defensa que un buen ataque, que quien da primero da dos veces y contando con el factor de la sorpresa, chillando como locos aterrorizados, se lanzaron sobre la comitiva que a su vez, presos de pánico, repelieron la agresión…

Durante unos minutos la turbamulta fue total, golpes, arañazos, caídas, tortazos, patadas, puñetazos…todos fuera de sí, en un pandemonio de gritos desesperados histéricos, que aumentaban conforme subía el terror que sentían. Ni una voz se oía.

Escapó cada uno del jaleo como pudo y huyeron espantados en todas direcciones cuando de nuevo la Luna empezaba a iluminar la escena.
Cada cual, creyendo haber escapado de la comitiva de la “Veora”, no lo olvidarían en su vida como si olvidaron cuándo, por dónde y cómo habían cruzado el río de vuelta al Rincón presos del pánico.

EL RÍO.

Hacía mucho calor aquella tarde, como todas las del verano en el Rincón. La panda del “Sietemachos”, pescaba tranquilamente junto a “Los Batanes” y junto a las ruinas del molino de los “Jaogaos”.
Tres días habían pasado desde el susto en la “Casa de la Muerte” mas ninguno hablaba de ello, era un asunto pasado con la capacidad de olvido de los pocos años, cuando de entre las adelfas surgió de pronto la pandilla del “Cuerpa”.
- Qué, ¿Habeís cogío argo?
- Ná, no han dao ni una sola picá.
 - Oye, por cierto “Cuerpa” ¿Y la jerraura del burrino enano?










- ¡Bah!, no pude dí- contesto rápido el muchacho con la respuesta bien aprendida- La hermana chica se puso malina y me encomendaron mis padres a cuidala. Se miraban unos a otros y alguno ya reía por lo bajo volviendo la cara.
-¡Amos a bañarnos!- encontró una salida rápida para cambiar la conversación.
Y lentamente se desnudaron y se quedaron totalmente “en pelotas”.         Los siete muchachos desnudos presentaban un curioso aspecto: arañazos a medio curar, moratones en los hombros y los antebrazos, en las posaderas, en las piernas…menos en las espaldas de demás era un mapa de “matauras”.


-¡M´e fijao que andaís toos llenos de moratones y arañazos, hasta el “Panocho” tié un cardenal n´ un güevo!- todos se echaron a reír- ¿Vos habeis peleao con los gatos?
- ¡Calla!, trasantié íbamos yo, el “Cagalástimas”, el “Patata” y el “Panocho” a cazá gorriatos y al cruzá el río nos sorprendió una pandilla de la “Picuriña”, nunca vienen tan p´acá y por eso no los esperábamos ni tomamos prevenciones, y… nos pegamos. Ellos salieron más “descalabraos” que nosotros , uno con un chinchón en la frente como un güevopaloma, otro cojeando y chillando com´un conejo entallao, ¡Toos llevaron un buen recuerdo!

“Sietemachos” inventaba y sonreía mientras sus correligionarios asentían con la cabeza, a la vez que observaban la sonrisa irónica del “Cuerpa”(Todos sabían de más que el relato era mentira pero estaba tan bien contado, con tanto desparpajo, que parecía una verdad incuestionable).

- Ya, ya, pensándolo bien, si hubiera habío alguna refriega en el río se habría enterao to el Rincón.
- No sé, “Sietemachos” -se encogió de hombros-, y replicó enseguida:
- Por cierto, tambíen a ti, al “Gasofa” y al “Toni” vos ha pasao argo, por como estais.                                                                       - - Te lo explico mu fácil, Nos subimos a una jiguera en busca de un nio de verderones y nos caímos desde arriba.
- ¡TOOS LOS TRES!, gritaron a unísono los demás… y estallaron en una alegre carcajada mientras corrían a zambullirse en el frescor del río
JAMÁS DE MUCHACHOS, RECONOCERÍAN EL TERROR PASADO Y LA PALIZA QUE SE PROPINARON UNOS A OTROS, SIN QUERERLO.
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Todavía, desde la ventana desvencijada y rota, a la que cada verano se asoma descarada una hiedra, puede verse en la lejanía, la estatua fría y gris del estudiante, hijo del Indiano y la bella Indígena que aparecieron muertos en el estanque de las palmeras, aunque…los cipreses del cementerio, han crecido…

Marcial-Jesús HUEROS IGLESIAS.
2000/Rev.13.