martes, 29 de mayo de 2012

EL CRISTO GITANO. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN) 01082011

EL
CRISTO
GITANO
 (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
01082011

Con la llegada de la primavera, muchas caravanas de gitanos portugueses y españoles cruzaban la frontera en ambos sentidos, en su eterno peregrinar, dedicado a la venta de animales sobre todo de los más codiciados por su uso en las tareas del campo: los mulos y los burros.
Una alameda frente al barrio de los contrabandistas que da entrada al Rincón, era la parada preferida de estos nómadas donde permanecían uno o dos días, para una mañana desaparecer sin dejar el más mínimo rastro; pronto aparecía otro grupo y casi siempre la alameda estaba animada con sus bailes y sus cantes.

Siempre hospitalarios, no les importaba que alguno de los muchachos (Los más atrevidos pues los padres desaconsejaban el trato con estas personas por la mala fama que donde iban, les perseguía), se sentase a veces junto a sus hogueras y en una de estas veladas nocturnas “Javisan”(Una forma más de distinguir a los muchachos del mismo nombre, añadiendo un trozo del apellido) escuchó una bonita historia que después nos contó a nosotros.


“Saltó la talanquera en aquella noche serena del verano. La Luna llena fue el testigo mudo de aquella escena de muerte. “Mano” y “Primo” se habían marchado de aquel cercado en busca de la manada.

Como tantas noches de aquel estío, los tres gitanos, se tiraban a los campos en busca de la aventura del toro: su orgullo: ser maletillas y sus sueños de gloria: despuntar algún día como celebrados matadores de reses bravas y abrir en hombros las puertas-grandes de los cosos más importantes de todo el orbe taurino.
“Mano”, su hermano, mayor diez meses que él y “Primo”, el menos entusiasta pero incapaz de perderse algunas de sus correrías nocturnas y un poco mayor que sus dos primos.

“Nano” tenía quince años recién cumplidos; un gitano alegre y risueño y con porte torero desde el mismo momento en que sus padres lo engendraron, espigado, alto para su edad, delgado más no enclenque y con cada músculo perfectamente colocado en su cuerpo obscuro. Faz morena como negros eran sus ojos y sus cejas. El cabello negro azabache caía en bucles amplios sobre sus orejas, ocultándolas y cubriendo la nuca. Piel tersa inmaculada, la nariz respingona y corta sobre unos labios rojos y gruesos que le daban casi el aspecto de niña contrastando con su cuerpo adolescente de muchacho.
Se había quedado solo paseando por la dehesa sus sueños y toreando de salón a las encinas y alcornoques que aparecían espectrales en aquella tenue luz. Olía a espliego y a tomillo, como huelen de noche las dehesas de la baja Extremadura y ese olor lo llevaba casi a un estado de éxtasis muy cercano a la felicidad infantil y el mismo olor que percibía en su cuerpo al acostarse bajo las lonas del campamento después de una noche de correrías en aquellos benditos (para él) campos…

Borracho, ahítos sus sentidos en la noche embrujada, no vio la embestida a traición del burel, un cuatreño muy bien armado que se sintió atraído por el cebo del muchacho oscuro que se había hecho plata aceitunada por el sudor y los reflejos de la Luna llena. Se volvió sorprendido por el galope del toro que salió de la sombra de un grupo de encinas cercanas. Desplegó con urgencia la falsa franela casi roja y se ayudó con una vara de olivo del camino que le servía de estoque y que hilaba a la tela para agrandar el engaño. Mas el toro no le dio cuartel.
El morlaco encelado en la estatua de plata, no vio el paño que el “Nano” le ofrecía y del primer “arreón” mando al chico al aire, recogiéndolo en la cuna de sus cuernos para volverlo a voltear una y otra vez en un tétrico carrusel de sangre. Cada herida, una prenda, cada agujero en la piel un chorro rojo. Intentó levantarse, desnudo, sangrante y roto; sacando fuerzas para ganar a la muerte se recostó, todavía en pie en una encina tan inclinada que llevaba años buscando la horizontalidad del suelo. Esperó resignado la embestida y la muerte que llegó en forma de cornada en medio del pecho que lo clavó a la corteza como un Cristo joven. Cayeron flácidos los brazos a lo largo del torso y no hubo ni un último intento de escapar a la muerte. Inclinó la cabeza y sus cabellos largos, brillantes, ocultaron el rictus del final en su cara aún más bella en la escapada final. Sin ropa, al pie de la encina que lo sostenía, el agujero negro del pecho escupía a oleadas choros de sangre roja que en pocos momentos cesó para convertirse en un reguero manso que bajaba por su vientre a su sexo que había desaparecido dejando en su lugar unos colgajos por el penúltimo hachazo del toro, a sus piernas y al llegar a sus pies teñía el verde prado de rojo y plata.
Allí quedó crucificado en un cuadro de brillos y sombras; azuleaba su pelo negro. Ofendía con su fulgor la sangre que lo cubría y luminosa era la dehesa bajo el manto plateado de la luna. Por el fondo de la pradera arbolada se perdía el toro harto de sangre joven, satisfecho en la desigual pelea y llegando a los cañaverales, se esfumó en la trágica noche.

A otro lado de la dehesa,” Mano” no pudo sospechar la suerte de su hermano chico- todo había transcurrido tan rápido y tan silenciosamente- pero si llegó a ver a aquel cuatreño negro zaino, bragao y calcetero que se perdía en las sombras con el número 52 en los costillares. Sin saber porqué corrió en la dirección opuesta al bicho sintiendo dentro la llamada que le anunciaba la terrible tragedia.

 Sintió en la cara el olor dulzón de la sangre que ya había dejado de manar del destrozado cuerpo del niño. Cuando llegó al claro de la dehesa, la luz de la Luna se había detenido en la escena.
“Mano” nunca acertaría a describir lo que sintió aquella maldita noche: una mezcla de dolor, rabia, impotencia y desesperación al ver truncada en tragedia la vida y los sueños del niño gitano- su hermano chico- hermano de sangre…la misma sangre que aquella noche lo manchaba todo. Lo abrazó con todo el amor que le había profesado en vida y con extremo cariño depositó sobre la hierba el cuerpo exangüe del muchacho. Puso sus puños en las heridas abiertas donde la sangre ya coagulada y como queriendo evitar- ya tarde- el escape de la vida en un gesto mecánico pues hacía ya rato que aquella vida ya no moraba en la dehesa. Besó con devoción los labios tibios del chico y levantó los brazos ensangrentados al cielo ofreciendo su sacrificio a la Luna y se alejó con él en sus brazos hacia la valla murmurando:
-Zaino, bragao, calcetero. 52-
-¡Juro ante ti, reina de los gitanos de la noche, que vengaré la muerte de mi hermano!

Pasó el resto del verano en un intento vano, noche tras noche, buscando el maldito toro. Pateó la dehesa del desastre de arriba abajo, revisó en secreto todos los cercados, espió con atención todas las manadas, pasaba las noches en vela deambulando por los pastos, descuidando sus obligaciones familiares lo que algunas veces le costaba algún disgusto con sus padres. Con la llegada del invierno, la búsqueda se hizo más difícil al subir las reatas a las partes más altas de la finca, buscando el calor de las “manchas”.

Al poco la familia gitana tuvo que levantar el campamento en busca de nuevas tierras donde ganarse el sustento; Mano, cuando sentía que se le calmaba la sangre por fuerza del tiempo que transcurría, refrescaba su memoria y mascullaba entre dientes:
-Negro, zaino, bragao, calcetero52.
En la Primavera haría los diecisiete y pronto un año desde la muerte del “Nano”; cuando pasó la nueva estación, bajo las lonas del campamento el calor del verano se hacía insufrible. Las recuas de mulas no se movían al sol, parecían estatuas de carne que la calima de la tarde difuminaba. Los niños morenos, semidesnudos que tanto le recordaban al “Nano” jugaban ajenos al calor que desprendía la tierra y, las gitanas viejas se afanaban en preparar los pucheros para la pitanza del mediodía. “Mano” con su inseparable “Primo” hacían corro con el resto de los varones de la tribu, charlando de cosas de “tratos” con unos forasteros que sudaban copiosamente: discusiones sobre precios, la edad de los animales, etc. Que de vez en cuando subían de tono aunque todos sabían que toda esa violencia verbal no era más que teatro. Pero en ese corro se notaba la falta del “Nano”- tan despierto- que ya habría cumplido los dieciséis años. Un apretón de manos, un trago largo de la bota y dinero para un lado y animales para otro como siempre había sido desde que conocían la vida nómada, la vida que sujetaba a los gitanos a la tierra pero, a ninguna tierra.
Y, allí lo vio…parado en la cuneta de la carretera, un viejo carro de varas llevaba pegado un cartel. Anunciaba:
GRAN CORRIDA DE TOROS
6 SOBERBIOS EJEMPLARES 6
De la ganadería de Robledillo del Monte
Que estoquearan los diestros
………………………..
…………………………
Y, allí lo vio…entre los astados se anunciaba un ejemplar: negro, zaino, bragao, calcetero, con el número 52 en los costillares, un cinqueño bravo, con mucho trapío; más de seiscientos kilos y con un balcón de metro y medio para el maestro que tuviera la valentía de asomarse.
Allí, a cuatro leguas, en la capital era desencajonado a los corrales de la plaza, el asesino, el que abrió en dos el pecho del “Nano” dejándolo desnudo de ropa y atributos por fuera y de sangre por dentro, crucificando en el árbol ancestral de la dehesa un mundo de vida y sueños juveniles, destrozando materialmente aquel cuerpo casi infantil que tantas veces sintió junto a él bajo la manta, cerca del fuego y al abrigo de las lonas que bailaban en las noches de tormenta. ¡Cuántas veces acarició aquel cuerpecito tibio y suave que se arrimaba al suyo, no mucho más crecido, buscando un poco de calor, de compañía o de protección en los malos sueños!
………….

Se alzaba la plaza de toros, portátil, en las afueras de la ciudad en aquellos días de fiesta. Llorando se durmió y ya de madrugada, cuando la Luna moraba en lo más alto, llamó a “Primo” que dormía en la misma tienda y con sigilo “aviaron” una mula y en silencio “bajaron” a la ciudad.

No había fraguado en su mente la forma de venganza y nada se le ocurrió en el largo camino, pero, sentir que los pasos de la mula le acercaban poco a poco al asesino, le enervaba. Pararon en un bosquecillo aledaño a la plaza y muy cerca de los corrales. Al calor del fuego se quedaron dormidos cuando la noche ya empezaba a rociar y hacía fresco.
Se vio en pie, en medio de un claro, invocando a la luna:


“JURO POR EL “NANO”, POR NUESTRA SANGRE Y POR NUESTRA LEY QUE ESTA TARDE NO MORIRÁS EN EL ALBERO DE LA PLAZA, CON EL APLAUSO DE LOS HOMBRES PUESTOS EN PIE. TU NO MERECES ESA MUERTE HONROSA AL SONAR DE CLARINES Y TIMBALES DE FIESTA”
“JURO QUE MORIRÁS COMO FUISTE EN VIDA:  ¡UN COBARDE!”. – Soñó.


Lo despertó un mugido que despabiló el crepúsculo sereno, “Primo” seguía dormido y él, ya había tomado una determinación. Recordó punto a punto, las imágenes de aquella noche en la dehesa, la fatídica noche en que el burel clavó a su hermano chico en una encina, lo enloqueció la visión del cuerpo desnudo cubierto de sangre con aquel agujero en medio del pecho.
Solo, con un cuchillo y un ascua humeante encendida, saltó con determinación a los chiqueros y allí, arrinconado estaba en negro, zaino, solo, asustado. Corrió hacia él como un loco y con la tea lo cegó.
El animal enloquecido tiraba derrotes escalofriantes al aire en tan reducido espacio y el “Mano” igual de enloquecido, hundía una y otra vez el puñal en el enorme corpachón del astado; clavaba sintiendo correr por su brazo armado la sangre viscosa y caliente.

No sintió cuando las dos sangres se juntaron en aquel cuerpo a cuerpo, las cuchillas del animal también hicieron su oficio. No sintió cuando ya en la amanecida, un pitón le abría en canal la pierna derecha entera y si lo sintió no fue más que para enloquecerle y sumergirle en una orgía de sangre, sintiendo como el morlaco perdía fuerzas en cada derrote.

Quizás ya con luz, le dio tiempo de mirarse para ver su cuerpo desnudo, destrozado, caído sobre el toro que agonizaba como él.

Aún tuvo fuerza para volverse y, de un solo tajo, arrancó los testículos del animal.

El Cristo-niño gitano de los mil sueños toreros, había sido vengado y su asesino muerto indignamente. No pasearía el 52 por el ruedo de los valientes”.
Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
Estremoz (Port).Agosto 2011.






LA CASONA DEL SABIO (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN 07092004









LA
CASONA
DEL
SABIO.
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
07092004

No muy lejos del barrio de los contrabandistas, en los arrabales de la ciudad y al otro lado del río, barrio de casas bajas que daba entrada al Rincón (Segregado de un latifundio, que se parceló y se entregó a colonos pobres para su cultivo), n o muy lejos, a un cuarto de legua, una vieja casona destacaba entre otras que se habían levantado como casas de campo de las gentes más pudientes de la capital.

Estas casas, después de la guerra, entraron en franca decadencia pues pocas quedaron en pie , después de los bombardeos de la última guerra, en la toma de la ciudad.

Allí, vivía, moraba, un viejo profesor, ya anciano, que debido a su avanzada edad, era víctima de un principio de demencia senil y que era atendido en la vieja casona por sus solicitas hijas, que lo veneraban. Había sido toda una autoridad en Agronomía, pero como hombre culto de su tiempo, había practicado el enciclopedismo y se desenvolvía con su cultura en varios campos, entre ellos, ya en la vejez: la ornitología.

Era un atractivo anciano de gafas redondas y enorme barba blanca; siempre vestía de negro con cortes a la medida (Era muy alto) y camisas impecables, lo que antigüamente se llamaba un auténtico "Señor", al punto, que por su movilidad reducida, sólo salía para dar una vuelta a su casona, pero nunca lo hacía sin lucir su sombrero cepillado siguiendo un estudiado ritual. Al regresar (Diez minutos después y algunas veces menos), cepillaba de nuevo su sombrero, depositándolo en la percha labrada del recibidor.

Tenía algunos libros ilustrados de aves de Europa y América y conservaba una curiosa colección inclasificada de patas y alas de pájaros, que no muy bien disecadas, y a pesar de conservarlas con bolas de naftalina, tenían un cierto tufillo nada agradable y que él parecía no apreciar.

Los sábados por la tarde, era el día en que Carli y Chale lo visitaban.
Dos muchachos entusiastas de los pájaros, pero que al contrario que sus compañeros, su obsesión era tenerlos, observarlos pero nunca maltratarlos y mucho menos matarlos.

Ninguno sabría decir como conocieron al viejo sabio, pero la tarde de los sábados, después de comer, salían al camino y se llegaban a la casona.

El viejo en su demencia, los recibía indiferente, se sentaba en su despacho y comenzaba su charla, de todo menos de lo que los muchachos esperaban: los pájaros. Si alguna vez le interrumpían preguntado sobre el tema que los llevaba hasta allí, el anciano molesto los miraba y seguía con sus peroratas, que a ellos en nada les interesaba.
Cuando el viejo se levantaba y a pasitos cortos se dirigía al armario tallado, sacaba la llave del bolsillo relojero y de allí tomaba una caja con anillas de aves capturadas de otros países, otra más grande con patas y alas y un par de libros. Los chicos sonreían al ver llegado el momento de tocar los tesoros; era el momento de consultar la especie del ave que habían visto nueva durante la semana y que retenían en su memoria, recordando hasta el más pequeño detalle.

Mientras ellos se enfrascaban en lo suyo, el anciano , seguía hablando y hablando hasta que una de las hijas lo levantaba para la cena, y ellos se iban con la cabeza llena de pájaros. El camino de noche hasta el Rincón era una aventura, tratando de identificar los diferentes cantos de las rapaces nocturnas.
Así aprendieron poco a poco a distinguir las especies.

Y una tarde, que parecía más lúcido, les propuso un negocio:

“Como comprenderéis, yo soy muy viejo para salir a capturar pajarillos y además en mi estado, mis hijas no me lo permitirían. Por ello os propongo un negocio: Yo os compro todos los pájaros vivos que me traigáis (Excepto claro, los que no emigran) y yo os doy un real por cada pájaro. Los anillo y los suelto”

Y, cerraron el trato. Todas las tardes salían con su red de suelo, reclamos y cimbeles a cazar pajarillos y el sábado se los llevaban al anciano ganándose unas “perrillas”.
Todos aquellos movimientos y las compras que los muchachos hacían en la venta: patatas fritas, breas, palocazú, pìpas de girasol, no pasaron desapercibidos para los otros, que no se explicaban la floreciente riqueza de sus dos compañeros de juegos.

El “Moro”, el “Negro” y “Palín”, tres buenos arrapiezos, de los más malos del Rincón y a los que la mayoría temían, espiaron a los chicos hasta descubrir todo “el pastel” y decidieron sacar partido de su hallazgo.

Un sábado se encaminaron los tres “elementos” con un jaulón lleno de pájaros, que por supuesto no habían cazado ellos (los compraron bajo presión a otros muchachos incluidos “Carli “y “Chale”, por la mitad de lo que pagaba el anciano.

Se presentaron como amigos de los dos muchachos y el viejo que poco veía, les endosó el correspondiente discurso. Aprendieron pronto, que lo mejor era no entrar ni en la casona, dejar los pájaros, cobrar lo estipulado y salir para su casa. Una tarde de olvidaron de “Palín” y regresaron al Rincón sin él. El chico, aburrido, seguía esperando en el jardín a sus amigos, ya ausentes sin saberlo él. Sentado en un banco del jardincillo, observó como el anciano cada rato, sacaba un brazo y liberaba un pajarillo, que alegre se posaba en ramas cercanas y ahí descubrió el nuevo negocio.

A partir de ese día las ganancias se triplicaron.
El sábado, llegaban puntuales con el jaulón, a entregar los pájaros, cobraban y se apostaban entre los matorrales del jardín de la casona, debajo de la habitación del anciano,  provistos de escopetas de aire comprimido (balines) y esperaban.

El viejo, medía, pesaba y anillaba los pájaros. Los liberaba y lo primero que hacían las aves, al verse sueltas era posarse en el árbol junto a la ventana, se atusaban las plumas y trataban de orientarse antes de emprender el vuelo y ese era el momento que aprovechaban los avispados muchachos para dispararles y bajarlos muertos.

Los muertos, los pelaban y los vendían en la venta, donde fritos, tenían mucha aceptación entre los pudientes de la ciudad, que se desplazaban el fin de semana a comerlos, pagándolos bien caros.
Los muchachos, sin escrúpulos, sacaban rentabilidad a los pájaros vivos, a los mismos una vez muertos y con las anillas hacían sus trapicheos con otros muchachos.

Al anciano nunca le llegó ninguna notificación de alguna captura de un pájaro anillado por él.


Marcial-Jesús Hueros Iglesias.07092004

lunes, 28 de mayo de 2012

HOJAS. Poesía.. 08112011

HOJAS

No nos va quedando nada,
todas esas luces que jalonaron,
nuestro camino, el viento del tiempo,
las ha ido apagando.

Los castillos inexpugnables,
entonces de las ilusiones,
han caido con las catapultas
del devenir.

Los sueños que forjamos,
se han esfumado en los celajes
tristes de la edad.

Los anhelos y ansias primigenias,
han partido a arropar otros cuerpos

Y, sin ilusiones ni sueños,
unas perdidas, otros frustrados,
nos dejan desnudos y desamparados,
aunque más puros.

Ya sólo nos queda, con lo que nacimos:
La vida.                                                     
Marcial-Jesús Hueros Iglesias. 08112011

LA CARNE Y LA SANGRE. Rel.Cort.Tetric. 24052012












LA
CARNE
Y
LA
SANGRE.
Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
24052012


Olía a tierra húmeda.
En el fondo del huerto, al pié de un arriate de aligustres, alguien había cavado una profunda y pequeña fosa. A su lado un montón de tierra extraída, esperaba; las lombrices huían reptantes, molestas por la luz y se hundían en la tierra suelta.

Era la parte más sombría y húmeda del huertecillo, donde no llegaban las matas de las hortalizas.

Moría el otoño y desde hacía muchos días, no paraba de llover, lo que facilitó la excavación de la fosa.
La luz de las ventanas que daban al huerto, presumían un hogar cálido y feliz.

Unos gritos de mujer rompieron el silencio de la noche, gritos de dolor desesperado, que dieron paso al llanto vibrante de un niño, que por primera vez le chillaba al mundo.

Un corto silencio y el chirriar de la puerta trasera de la casa, dio paso a una sombra, que decidida, cruzó el huerto y depositó en el hoyo un objeto que se movía desesperadamente. Con evidente prisa vació el bulto en la fosa y lo rellenó de tierra, después, lo pisoteó con las botas para apelmazarla.

-¡Siempre sobra tierra!
Empezaba a llover de nuevo, cuando sonaron los goznes de la puerta y la figura humana entró en la luz de la casa y todo quedó en el más completo silencio.

Los seis niños, vieron la sangre en el baño pero ¡No dijeron nada!
Mamá, no, les dio esa mañana el desayuno pero, ¡No dijeron nada!
El pueblo, los vio días después de la mano de su madre muy adelgazada, pero
¡Nadie dijo nada!


Por el sendero que subía a la sierra, aquel amanecer de niebla y escarcha, un hombre de negro caminaba deprisa, como si huyera de sí mismo. Su indumentaria, inadecuada para aquel día de frío, lo hacía sudar copiosamente.

Iniciando la ascensión a lo más alto, el pastor de gruesa zamarra se desesperaba intentando conducir el rebaño de cabras indómitas, por el mismo paisaje de cada mañana, vio al hombre de oscuro como subía cabizbajo por la senda, a veces una trocha, llevando descuidadamente bajo el brazo, una caja grande de zapatos, sucia, atada en cruz con una basta cuerda de pita.

Anduvo hasta mediada la mañana, totalmente empapado, por la cada vez más espesa niebla. En la cumbre, cansado, se sentó y encendió un pitillo y miró a su alrededor hasta descubrir un grupo de rocas de granito.
A sus pies excavó un hoyo en la tierra blanda pegada a las piedras; profundizó y en el fondo depositó la caja de zapatos y la enterró. Cubrió la tierra recién removida con otras rocas más pequeñas asegurándose que alguna alimaña no pudiera llegar hasta el bulto.

Agotado, emprendió el camino de regreso que le llevó el resto de la mañana. En la bajada saludó al cazador y en la entrada del pueblo fumó un pitillo con el cabrero que saludó por la mañana.
Cuando llegó a su casa, se sentó junto al fuego para secarse y se tomó un plato de sopa caliente con sus cinco hijos chicos.
El cazador de zorzales no había cazado nada, ¡No había visto nada!
El cabrero, solo toda la mañana, tampoco
¡Había visto nada!



Llegó hasta la orilla del río con un viejo saco al hombro y montó en la barca con la que se buscaba el sustento y el de sus siete hijos. Dejó el saco en el fondo húmedo del bote y este se estremeció.
Remaba río abajo.

Era el modo normal de desembarazarse de camadas indeseadas de gatos y perros de la comunidad.
Estaba amaneciendo y en la orilla dos lavanderas arrodilladas, moviendo enérgicamente las ropas, más que nada para espantar el frío de las manos en las heladas aguas. Vieron pasar al barquero, que remaba vigorosamente. La más joven, al reparar en el bulto, pensó.
-¡Que vigor para ser unos animales recién nacidos y cuantos deben ser! Y siguió con su tarea de apalear las ropas contra la roca lisa que terminaba en el agua.
Bajo los chopos, en el único puente que salvaba el río, el viejo pescador de caña, cebaba el anzuelo con una lombriz, que había desenterrado antes de la amanecida.
Desde su posición, vio venir río abajo, la barca y llegada al puente, apartó la caña y el sedal para dejarla pasar.
No se saludaron.
El bote se perdía río abajo y en el silencio, sólo roto por los remos, oyó un ruido familiar e inequívoco.

-¡Que ladridos más extraños llevan los animalitos!
y, siguió en su tarea de vigilar la boya, que le indicara la picada de algún pez.

En un recodo del "Charco de la sorda", el lugar más profundo del río, el barquero metió en el saco la piedra que le servía de ancla y lo arrojó al agua. Lastrado se hundió rápidamente.
El barquero camino de casa, se cruzó con las lavanderas y el pescador; sólo se miraron.
Pero, las lavanderas, ¡No vieron ni oyeron nada! y el pescador del puente, tampoco, ¡Vio nada ni oyó nada!

Todo seguía igual en el pueblo catorce años después. No habían nacido los que tenían que vivir y si muerto los que tenían que morir. El pueblo seguía oliendo a pucheros.



El hombre de gris estaba en el árbol donde una noche,-hacía ahora catorce años- enterró en bulto en aquel mismo lugar. Su traje, estaba más viejo y ajado que entonces, pero su cara no era la misma; un extraño rictus, a la luz de la luna, indicaba que no se encontraba bien y más si alguien se fijaba en el inusual ángulo que formaba el cuello con respecto al cuerpo… y sus pies no descansaban en el suelo mojado.
¡Estaba ahorcado!

Su cuerpo suspendido de una soga atada a una cruz de ramas bajas, estaba abierto en canal, desde el esternón hasta el pubis y los órganos internos, colgando y esparcidos por el suelo, mezclado con la tierra húmeda de las lombrices.

El cabrero, ya muy envejecido, aquel mismo día del ahorcamiento del vecino, perdió su cabra favorita, y no queriendo dejarla a merced de los lobos y otras alimañas, haciendo de tripas corazón, se subió atardeciendo a la sierra, buscando por donde siempre pastaban; pasaban las horas y el animal no aparecía. Cansado decidió dar una última vuelta por lo alto del collado, el punto más elevado de la sierra y cerca del sitio donde un vecino escondió o mejor enterró, entre una rocas, una caja de zapatos, que él vio, pero no quiso ver.

Junto a las rocas, restos sanguinolentos y pensó que lo que se temía, sucedió. Los animales del monte dieron buena cuenta de su cabra. Se le secaron las lágrimas cuando entre unos matojos descubrió una mano humana, que por los anillos que portaba, no había duda que perteneció a su vecino y así comprobó, que el cadáver de aquel hombre había sido terriblemente descuartizado, troceado y los restos esparcidos por los alrededores de las rocas.

Horrorizado bajó al pueblo sin pensar en su cabra perdida.

La barca discurría río abajo, pasó bajo el puente de piedra, pero hoy no había ningún pescador. Cuando llegó en su deriva a la alturas de las lavanderas, sólo vieron en pelo y el perfil de la cabeza del pescador de barca; pensaron que se había quedado dormido como otras veces, dejándose llevar por la corriente.

La barca se detuvo en “El charco de la sorda” y quien quiso asomarse, pudo comprobar la macabra escena: el cuerpo permanecía boca arriba y la cabeza descansaba en la quilla, que es lo que vieron las mujeres del río, pero lo que no vieron es que esta estaba totalmente separada del cuerpo y entre las piernas de este, un manantial de sangre donde borboteaban las tripas aún con aire, el resto de los órganos diseminados por el fondo y el abdomen vacío, ahora estaba lleno de peces muertos pestilentes.

Aquella misma tarde, tres mujeres, aparecieron ahorcadas en las cuadras de sus casas y a la misma hora. Las buenas lenguas dijeron que no pudieron resistir la pérdida de sus esposos.

“Los que nada vieron”, desde entonces y en cada aniversario del funesto día, se encierran en sus casas a cal y canto, ahogados por el miedo.
En el pueblo quedaron catorce nuevos huérfanos.

Catorce años después…la carne se había vengado en su carne; la sangre en su sangre.



Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
24052012