viernes, 19 de junio de 2015

LA SIRENA DEL GUADIANA

LA SIRENA DEL GUADIANA




 
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     


   Gliptograma representativo de LA SIRENA DEL GUADIANA, ideograma extramuros en PUERTA de PALMAS.        









                                                                                                                                                                    Bajaba el río Guadiana crecido como todos los años que recordaba. El inclemente y caprichoso río como un niño travieso, al llegar el invierno se enfadaba y bajaba con furia por la ciudad, anegando los campos, destruyendo cosechas para desesperación de los campesinos que veían peligrar el sustento de sus hijos. Mediante estacas en los sembrados iban comprobando como el río se crecía y amenazaba incluso con alagar sus humildes cobijos y sólo en última instancia abandonaban la tierra que trabajaban con gran esfuerzo y sudores. Algunos años, más enfurecido, se crecía de improviso y no daba tiempo a alcanzar las nuevas orillas y los tejados eran el último refugio de los campesinos esperando que los barqueros, con gran riesgo para sus vidas, los vinieran a rescatar con la incertidumbre de si persistía en su furia, las dulces aguas los arrastrarían cauce abajo camino de Portugal.
Estas avenidas eran la comidilla fija de todos los inviernos  para los habitantes que vivían protegidos villa adentro de las viejas murallas a sabiendas que en algunas ocasiones, el río había vencido la protección pétrea de los baluartes y entrando por la Puerta de Palmas, había inundado sus calles más cercanas al cauce. Siempre quedaba la protección del alto del Cerro de la Muela, donde era impensable que se enseñoreara el caprichoso infante.

Todos recordaban como la fuerza de las aguas embravecidas finalizando el siglo XIX llegaron a destruir el viejo puente, arrumbándolo casi en su totalidad y partiendo la ciudad en dos, quedando ambas márgenes aisladas.
María vivía tranquila con sus padres, en una casa solariega de la plazuela de la Soledad y totalmente ajena a las comidillas en el mercado y tienduchos, que con su gorda y dicharachera aya, a veces visitaba para regocijo de los lugareños encandilados por la belleza de la muchacha.
Su padre, hombre rico de ascendencia noble y notoria fama en los contornos, había acrecentado su fortuna en tratos comerciales con el vecino país que algunos consideraban de dudosa legalidad, pero que nadie se atrevía a expresar en voz alta, temerosos del poder que le daban sus contactos institucionales. Hombre metódico cuya  pasión era su hija María y cuyo mayor placer era, después de atender sus negocios, hacer que le prepararan un vistoso carruaje y pasear con ella y su esposa, luciéndolas orgulloso por las principales calles de la ciudad, lleno de orgullo y cuyo paseo siempre acababa cruzando el puente hasta la estación de ferrocarril, contemplando la puesta de Sol que por la ciudad de Elvas en el horizonte portugués, se perdía.
Malhumorado se hallaba el hombre, por la inacción y cambio de rutina a la que le obligaba la crecida del río en aquel invierno, las tardes se sucedían tristes, lluviosas y añoraba los paseos con su familia, totalmente ajeno al sufrimiento de sus convecinos que paliaban como podían el desastre de las crecidas.

María escuchó desde su cuarto los movimientos en el patio y las voces del cochero y los mozos enganchando los caballos, lo que significaba que esa tarde habría paseo. El sol lució todo el día y aunque el frío no remitía, las aguas habían bajado un poco y le reconfortó pensar en el fin de aquellos días de obligado recogimiento y la vuelta a los ansiados paseos.
Pasearon por la ciudad luciendo sus mejores galas, sembrando la envidia entre sus conciudadanos que llevaban mal la ostentación de su opulencia, mientras ellos luchaban arduamente por subsistir y finalmente el cochero encaminó los caballos para cruzar el puente, desde el que se veían bajar las embarradas aguas, creando una superficie de bronce en toda la vega hasta Portugal.
Al regreso les esperaba la tragedia; quizás el tropiezo de algún caballo, el hundimiento de un lateral del paseo  que las aguas habían debilitado, el carruaje arrancando las barandillas del puente, se precipitó estrepitosamente al cauce turbulento ante el pánico de algunos viandantes que cruzaban el puente a pie en aquel día soleado, viendo como coche y caballos giraban perdiéndose aguas abajo en el crepúsculo.
Con la misma fuerza que llegó la riada, durante las primeras horas de la noche el nivel del río, descendió y ya por toda la ciudad corría la terrible noticia de la desaparición del gentil hombre y su familia, todos apenados por la pérdida de la bella María y su madre y no tanto por él, que nunca había dado muestras de simpatía por los problemas de sus vecinos. No tardaron mucho, al amanecer, en botar sus barcas los esforzados hombres de la ribera a instancias de las autoridades y aún a riesgo de sus vidas, en comenzar la búsqueda por las orillas primero y cauce adentro después, donde la fuerte corriente amenazaba con estrellar las frágiles embarcaciones contra las rocas que asomaban en medio del cauce. Sólo la pericia adquirida durante muchos años junto al río, y la fortaleza reconocida de un barquero que presumía y con razón, de ser el mejor de la ribera, le hizo adentrarse entre los afloramientos rocosos con innegable peligro de su integridad, para descubrir muy cerca de una de las pilastra, una sombra desacostumbrada en los entresijos que tantas veces había visto.
Caía la tarde, cuando el barquero la descubrió, desvanecida y medio desnuda, mostrando toda la belleza de su joven cuerpo. Los lugareños que se habían aprestado a contemplar las maniobras desde las barandillas del puente, sintieron al punto la novedad y ante los gestos del barquero, rompieron en una ovación y algunas lágrimas.

Meses después, cuando la corriente volvió a su cauce, en las orillas se podían encontrar restos del destrozado carruaje pero de los caballos y los padres de María no se volvió a saber nunca más ni que se tengan noticias de si aparecieron restos en las márgenes del río, que pocos kilómetros aguas abajo pasaba a ser internacional.

Jamás se repuso María de la pérdida de sus padres y por las noches la asediaban las pesadillas, soñando donde reposarían sus restos y con la pena de no haber podido darles cristiana sepultura, lo que la privaba de llevar flores a su tumba y prometió que nunca más se acercaría al río que se los había llevado. ¡Qué lejos estaba de saber que allí vagaría en su existencia postrera!
Aquella bella señorita, la más acaudalada de los contornos, al contrario que su padre, se dedicó en agradecimiento a su nueva existencia, a favorecer a los necesitados de la ciudad y nadie que acudiera a su casa en demanda de socorro salía de ella sin ser espléndidamente asistido. Desde su terraza, asomada, podía ver la sierpe de plata que muy cerca discurría y que tan sola y triste había dejado su existencia. Ello agudizaba su dolor, pero no podía evitar la fascinación que ejercían en ella la visión del puente fatídico y el río.
Tantas virtudes, su belleza, su bondad y sobre todo su altruismo con los menesterosos y desvalidos la hicieron en poco tiempo muy popular en la población donde todo el mundo la admiraba y sus mejores amigas consiguieron poco a poco que abandonase aquella vida monástica y mantuvo una moderada vida social, que culminaba en ocasionales bailes en el casino, donde lograba olvidar sus penas unos momentos aún a sabiendas que al volver a la casona, los recuerdos la martirizarían hasta la salida del sol.
 En uno de estos escasos esparcimientos conoció a Jaime, un apuesto y elegante joven que logró penetrar en su dolorido corazón y del que perdidamente se enamoró y que la colmaba de regalos y atenciones. Se les veían pasear por el paseo Anleo y el parque Castelar tomados de la mano y a todos admiraba la perfecta pareja que hacían en apostura y amor.
María, renacida, contemplaba la vida con optimismo y con la promesa de un próximo desposorio, se entregó a él sin reservas y la vieja casona fue el nido donde a escondidas culminaban su amor.
No faltaban los rumores, quizás fruto de la envidia, quizás de ese saber del pueblo, sobre las auténticas pretensiones del guapo mozo que veían en él un avispado buscador de fortunas  que había elegido bien la presa y con sus encantos personales había logrado anular la voluntad de tan frágil enamorada.
No hubo más paseos. Y, una tarde, conseguido su botín desapareció, llevándose no sólo parte de la fortuna de María sino también su honra. Por los corrillos de la ciudad, por los mercados, por las tabernas, se corría el rumor de que había sido vista consultando en secreto a la Veora de los alrededores y confirmando esta que María, se hallaba en estado de buena esperanza.
Sin honra y en boca de los maledicentes y crueles vecinos, que se  olvidaron de sus bondades y se alegraban de la desdicha de la “niña rica”, abandonada de los puritanos y fariseos de su alta clase, sin alguna mano amiga que le brindara consuelo, María se sumió en un estado de total desesperación y al límite ya de sus fuerzas, una noche de plenilunio, se encaminó al maldito río y tan sólo cubierta por una fina gasa que dejaba entrever su estado, se internó en las aguas turbias para no regresar más.
En la mañana, unos muchachos que buscaban ranas, encontraron unas ricas ropas en la orilla bien ordenadas, que alertaron a la ciudad de la tragedia allí sucedida. En el barro de la orilla, alguien dijo haber visto escrito la frase “VENGANZA JURO”
Esa noche de luna llena, la muerte se había enseñoreado de nuevo en el río y nació LA LEYENDA DE LA SIRENA DEL GUADIANA.


Las altas temperaturas del estío, hacían que la ciudad se volcase en las orillas de río Guadiana, en un intento de paliar el agobiante calor que sofocaba sus callejas. Bajo los escasos árboles de la ribera se sucedían los baños y los paseos en barca, huyendo del inclemente calor que asfixiaba la comarca y como todos los años, como una maldición de río, algunos jóvenes varones, desaparecían ahogados en los torbellinos de las pozas que los aspiraban y engullían hasta llevarlos al fondo y ahogarlos. Los cuerpos, si alguna vez aparecían aguas abajo, al decir popular, presentaban unas marcas rojas bien visibles en los tobillos, como arañazos, que algunos, atribuían a que los cuerpos se enganchaban en las ramas y malezas del fondo del cauce y perecían ahogados atrapados por los remolinos.
A la vez, crecía el rumor de que la culpable de las muertes, era la Sirena del Guadiana que los atenazaba por los pies y no los dejaba salir a flote ahogándolos. Abundó la leyenda alimentada por los barqueros, que en las noches de luna llena y al hacer algún servicio extraordinario, habían visto una mujer joven, desnuda, sólo cubierta por una sutil gasa y encinta, que emergía de las aguas en las inmediaciones de la roca de la pilastra donde apareció inconsciente la muchacha que perdió a sus padres en el invierno de la gran avenida. La frase escrita en el barro, y que todos los desaparecidos eran varones jóvenes y muchachos, era lo que colmaba ya el vaso de la imaginación popular.

En la tasca de los Tabares y en la del Nene, Los soldados procedentes de los numerosos cuarteles que existían en la ciudad, bebían en botellas con tapón de caña, un vino peleón embocado con azúcar y acompañando a unas bogas asadas y aliñadas, que hacían las delicias de la alborotadora concurrencia, acostumbradas al monótono y escaso “rancho” de los cuarteles. Allí se reunían en las pocas horas de asueto los militares, escapando de los duros deberes de la instrucción, después de dar interminables vueltas por el paseo de San Francisco o Castelar en busca del favor de las “marmotas”, criadas de las clases pudientes que sacaban a pasear a los endomingados y bullangueros infantes.
Aquella noche veraniega de luna llena, tres soldados, después de los consabidos paseos para importunar a las “chachas” e intentar conseguir sus favores, aburridos de su mala fortuna amorosa, se encaminaron a la tasca de Tabares en la calle de subida al Castillo y allí entre risas de chistes y chascarrillos subidos de tono, comieron peces y abusaron tanto del vino, que olvidaron sus deberes castrenses y ni oyeron los toques de retreta de los cuarteles más cercanos. A pesar de las advertencias del tabernero, su estado de embriaguez era tal, que se alejaron por la calle del Río abajo en dirección al embarcadero al grito de “vemos menos que los peces de Tabares”

Más por costumbre de sus pueblos que por otras razones, en el embarcadero, bajo los “pinos” encendieron una gran fogata y continuaron libando de las botellas que generosamente llevaban en los bolsillos de los trajes militares “ de granito”. El calor de la hoguera, la noche y el abundante vino dulzón hicieron el resto.
El más joven y atrevido de los “reclutas” decidió refrescarse, dejó sus ropas junto al fuego y desnudo se introdujo en el agua entre las mofas y risas de sus achispados compañeros y nadó, en la noche de luna llena, hasta unas rocas que divisó junto a una de las pilastras del Puente Viejo de los romanos donde exhausto de tumbó dejando que la luna bañase su cuerpo brillante de luz. Nada sabía de la vieja leyenda de la Sirena ni de que en aquella roca se encontró el cuerpo desvanecido de la muchacha que desapareció cuando el carruaje de sus padres cayó al río.

En la orilla y por encima de sus propias risas, los compañeros oyeron sus gritos desesperados y el ruido del agua por el braceo de pánico del muchacho, que a intervalos se sumergía para volver a emerger sin avanzar nada en su violento nadar. Se lanzaron al agua vestidos y trataron de nadar hacia las rocas cuando vieron como su compañero llegaba hasta ellos completamente aterrorizado y preso de un incontrolable temblor.
Algo recuperados junto al fuego, secaban sus ropas cuando balbuceante contó que una bellísima mujer joven y atractiva, sólo cubierta con un fino tul había aparecido frente a él emergiendo de las aguas y le hacía señas, invitándolo a acompañarla de nuevo al río. Asustado se lanzó de la roca tratando de ganar la orilla donde el fuego lucía y por más que braceaba, una extraña fuerza lo empujaba al fondo y a punto estuvo de ahogarlo hasta que la presencia cercana de sus amigos lo liberó y pudo llegar con ellos a la orilla.
Aún achispados a pesar del baño, no le creyeron y pensaron que todo era fruto del abuso del vino.  El temor se transformó en risas y chanzas hacia el visionario compañero, risas que duraron lo que tardaron en comprobar a la luz de la lumbre, las marcas de arañazos dejadas en los tobillos y pantorrillas por la vengativa Sirena del Guadiana.
Hasta su fin, los barcos de travesía entre las dos orillas y los pescadores de barca del río, eludieron pasar cerca de las rocas de la pilastra sobre todo cuando la Luna lucía llena.

©Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
Junio 2015

(Tras las pertinentes revisiones, el autor certifica que no contiene herratas)



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