jueves, 24 de octubre de 2013

MANITO Y EL ÚLTIMO PESCADOR DE BARCA MarciaL-Jesús HUEROS IGLESIAS. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN) Cuantos años habían pasado por sus encallecidas manos, hogaño negras y sarmentosas, antes blancas y finas pero desde niño callosas por el duro trabajo de pescador, siempre uncidas a los remos. Con esas manos, que ahora se miraba recordando, se había ganado el sustento y el de los suyos; con ellas había acariciado a la única mujer que amó y que un día, cuando el río creció, se la llevó dejándole dos benditos hijos varones por los que tuvo que luchar arduo hasta que un día, lo abandonaron. Bendito río, maldito río. Esas mismas manos, que habían acunado a sus hijos y dirigido sus primeros pasos, en los años alegres en que estaban todos juntos, por la ribera. Con esas mismas manos, había levantado la cabaña a pocos metros del agua en un ribazo. Troncos viejos de árboles y arrastrados por las corrientes prestaban el esqueleto, arropado de ramas de atarfes y adelfas de flores rojas, cubiertas de haces de juncos y espadañas secos que crecían en el agua y que el humo y el hollín tornaron incombustibles a las pequeñas centellas escapadas del fuego. Y, en la orilla, la barca. Un rombo de tablas sabiamente ensambladas, cuyas junturas calafateaba todos los años con betún y líquenes. Siempre con el agua al borde, siempre sudando y la lata redonda, que contuvo en su día sardinas, para achicar el agua que tercamente no se resignaban a que le hubieran usurpado su espacio, la panza del monstruo de madera. Siempre húmeda como humedad en los huesos del viejo pescador que cada mañana debía engrasar para ponerlos en movimiento. Recordaba... las plácidas noches del verano con luna llena, el río en calma, acunando la barca arrastrada por la corriente. Y, el viejo pescador iba dejando caer lentamente "la cuerda" de la que a medidas distancias colgaban los sedales con los anzuelos. Las manos apergaminadas, de uñas negras, de todos los barros desde su existencia en el río, ensartaban pacientemente las lombrices, largas, gordas, que se contorsionaban presas de los enormes dedos y quedaban prendidas- al aire, bailando- antes de comenzar su baño nocturno e involuntario, a la espera de que algún barbo o alguna barriguda carpa la viera y convirtiera en plato de su cena y este en la cena del viejo pescador Noches serenas y frescos amaneceres en que comenzaba la revisión de la “cuerda”, desanzuelando a los incautos peces, dejándolos bailar en el fondo de la barca su último festival, vestidos de relucientes escamas de plata y oro. Pronto, en la mañana, presentarían armas tumbados en los verdes ramas de helechos de las cajas de pino oloroso, en el mercado. -¡Machos y carpas frescas del Guadiana, recién “cogíos” esta mañana, bogas llenas!- pregonaban las mujeres en el mercado de abastos de la Plaza Alta. Venturosas madrugadas del estío, que compensaban levemente las noches invernales de fríos y tormentas, cuando los cielos descargaban sobre el cauce toda su furia y él, solo en su barca iba a por el sustento, pobre de los suyos. Esos crepúsculos en que la escarcha paralizaba sus ágiles dedos, remando frenéticamente para espantar el frío. Cuantas noches sin “matar” un pez, que era el verbo empleado por los de su ralea para designar la pesca. Esos días el fantasma del hambre de sus niños campaba por su cabaña. Cuanta amargura, cuantos llantos en la oscuridad. Aquellos hijos que crecieron y no quisieron saber nada de la esclavitud del remo y pronto se marcharon “a los albañiles” en la ciudad. Pero, la sangre del río que no bulló en las venas de sus hijos, se rebeló en las su nieto “Manito” y desde muy pequeño aprendió a amar y respetar el río. Tenía dos hermanos menores gemelos que balbuceaban mutiladores: hermanito. Así pasó a ser conocido por el apodo el “Manito” Siempre que podía se escapaba al río, a la choza del agüelo y allí aprendió las técnicas ancestrales de los pescadores de barca y caña. Empezó a hacer “monta” en clase cada vez con más frecuencia para bajar a la cabaña, hasta que un día dejó definitivamente la escuela. Aprendió a poner garlitos, a echar el trasmallo, era insaciable. El rubio golfillo no sólo era insaciable en el saber fluvial, también como pedigüeño. Era raro el pescador de caña que no hubiera sufrido su acoso al plantar sus “arreos” en la orilla, no tardaba en aparecer “Manito” con la consabida frase: -Qué ¿ pican? Era el comienzo de un ratito de charla, que soportaba estoicamente el paciente pescador y al final cuando se despedía con el también consabido: -¡Buena pesca! Ya llevaba en el bolsillo: una boya vieja, unos plomillos, un rollo de sedal medio gastado, algún anzuelo. Sacaba siempre algo, charlando remolonamente, sin pedir, pero obligando a la generosidad al otro. La comunión del abuelo y el nieto fue completa desde sus comienzos. Juntos arrancaban los juncos para tejer los garlitos de peces y las nasas de cangrejos. Entretejían magistralmente los verdes juncos y finalizaban dejando una puertecilla de “irás y no volverás” para cangrejos y jaramugos. Estos pequeños pescados eran los que generalmente capturaban sin mucho esfuerzo y que después de fritos en manteca hacían las delicias de los curiosos comensales sentados a la puerta de la cabaña. Cuando llegaba febrero y las bogas estaban llenas de huevas, las pescaban a caña despreciando los escuálidos machos, las asaban en el rescoldo de una fogata hecha con viejas raíces arrastradas por el río y encebolladas, con aceite y vinagre, duraban muchos días en el poyete frío de la entrada de la choza. Juntos remendaban redes y juntos salían a “rebuscar” los vegetales de su dieta: cardillos, romazas tiernas, “churritas” de los cardos marianos de la ribera, berros de los riachuelos tributarios, vinagretas y variada comestible flora que el viejo había aprendido de sus abuelos. Pero no todos los saberes del abuelo se podían salvar del olvido. Mucho antes de la llegada de “Manito” ya no pescaba el viejo con la barca. Las fuerzas no estaban ya para bregar con la corriente y la gente ya no compraba los peces como en los años en que la hambruna se enseñoreó en la comarca. Utilizaba la barca para cruzar el río en verano y el resto del tiempo permanecía en seco, avejentándose y abriendo al aire sus suturas. “Manito” era aún muy pequeño para manejar la pesada estructura y sólo a ratos le ayudaba en la boga. Cuando “Manito” apareció por la cabaña a ver al abuelo no tenía más de trece años, era medio rubio- sus hijos tan morenos- y no estaba muy desarrollado para su edad, pero su disposición y simpatía aliviaron la triste soledad del anciano. Como camaradas partían a primera hora de la mañana en busca de cebos para sus “pesquerías”. Zacho en mano arrancaban de la tierra húmeda y floja las escurridizas y blandas lombrices que formaban pelotones al enroscarse unas con otras en el fondo de las latas de tomate. El abuelo le había enseñado que los peces picaban más con el cebo de temporada; así en invierno, las lombrices; en verano las libélulas y las gusarapas, desgarbados gusanos blancos cabezones, que aguardaban al abrigo de la tierra la llegada del tiempo cálido para salir vestidos de escarabajos sanjuaneros. -Agüelo, a cá tiempo, su cebo. Pero los peces no salen del agua a comé gusarapas y lombrices. -No pero caen al agua cuando hay correnteras de las tormentas, igual que los caballitos del diablo que en un despiste van al agua y son devorados por las percas. Volvían a la choza, preparaban las cañas y a media mañana partían en la barca, cruzando a la otra orilla-más solitaria- y con más pesca. El viejo pescador remando cansinamente y el muchacho achicando agua con entusiasmo. Pasaban las horas muertas en la orilla, atentos a las picadas y cuando al atardecer regresaban, encendían el fuego y se regalaban con el “pescaito” frito regado con buen vino. El “Manito” con el abuelo, sólo lo pasó mal un día: el día del “aogao”. Acompaño al viejo en la búsqueda de un muchacho que decían había desaparecido bañándose en “el pico” . Decían que se había ahogado al caer en una poza sin saber nadar. Aguas abajo, la única barca practicable era la suya y el pescador solidario junto al nieto voluntarioso iniciaron la búsqueda del infortunado chaval. Al cabo del segundo día, apareció en una pequeña isleta del centro del cauce. El cuerpo del muchacho, de un par más que el “Manito”, yacía desnudo, completamente hinchado y con la nariz y los genitales casi comidos por los voraces cangrejos. El ver aquel cuerpo tan parecido al suyo y en aquellas condiciones impresionó vivamente al muchacho que estuvo mucho tiempo sin probar “la tomatá” que con estos animales preparaba magistralmente el viejo. -Es la ley de la vida, estamos aquí para comernos los unos a los otros o “espichá”, te lo he dicho muchas veces y ¡ay! Desgracio del animal que pasa por endentro de otro animal. -Si que el pé grande…sentenció el muchacho. -Pues con este van cinco, toos muchachos, cinco he sacao. Se tiran al agua sin pensá que son mu traicioneras y se los traga. Nunca olvidaría el regreso, remolcando atado de las muñecas el cuerpo del pobre muchacho ahogado que aparecía y desaparecía a veces en la estela del barco. Tres años duró aquella fraternal simbiosis, tres años en que las fatigas pasadas fueron minando poco a poco, casi imperceptiblemente las fuerzas del viejo pescador de barca. Pero durante esos tres años, todas las horas eran pocas para estar juntos los dos camaradas. Algunas noches oscuras se dedicaban a la captura de ranas. Río arriba, en aguas someras, armados con un farol y una tabla recorrían despacio las orillas de los correntones y las pequeñas charcas en absoluto silencio. Localizaban con el farol a los batracios que buscaban compañía; el animal deslumbrado permanecía quieto y ya era tarde para saltar cuando algo silbaba detrás de la luz y la tabla daba buena cuenta de su existencia. Y así, hasta que llenaban el morral de los resbaladizos y sabrosos bichos. A primera hora de la mañana, sentados en la puerta de la cabaña pelaban las ranas con exquisito cuidado quedando al descubierto una carne blanca de delicado sabor y muy apreciadas en la cercana ciudad donde una mujer las vendía por docenas insertadas en un junco grueso expuestas en un gran barreño de zinc. -¡Docenitas de ranas! ¡Ancas!- pregonaba la ranera. II Aquel invierno estaba siendo especialmente duro, lluvias continuas obligaban a mantenerse a cubierto dentro de la reducida cabaña. Las heladas matutinas blanqueaban las orillas y hacía carámbanos en los charcos. Un poco de azúcar disuelta la noche anterior en el agua de una jofaina, en la mañana aparecía como un natural helado. Las nieblas, a veces, en todo el día, no dejaban ver los chopos de los alrededores. El abuelo, arropado en su yacija parecía dormir tranquilo. “Manito” Al calor de la lumbre, afilaba y enderezaba viejos anzuelos que después empatillaba con el nylón. Desenredaba sedales oyendo como en el exterior la tromba de agua remitía y hacía más soportable en ruido dentro de la cabaña. No supo en qué momento un halo frío recorrió su cuerpo haciéndole estremecer; se le erizó sin saber porqué el vello. Dentro del ruido de la lluvia le había asustado el silencio, sólo quedaba silencio. No oía la lluvia, no crepitaba el fuego, la luz de los faroles perdió vigor, pero sobre todo, faltaba un sonido muy familiar…la respiración del abuelo. El viejo pescador de barca había muerto. Se había dormido soñando quizás en postreras “pesquerías”; soñando con ese río de su vida o con ese nieto que recogería su antorcha. Pero los tiempos habían cambiado y la tarde también moría. Sabía que no estaba bien, pero nadie lo descubriría. Todo lo que el río da un día se lo lleva, como sentenciaba el abuelo. Recordaba cuando dos veranos atrás le ganaron- con muchos esfuerzos una lengua de tierra, un trozo de río para aproximarse a zonas más profundas y de mejor pesca. Concluida la tarea el chico orgulloso, saltaba y reía. -¡Agüelo, es nuestro, lo hemos hecho nosotros, es nuestro! - “Manito”, sentenciaba el anciano, es nuestro, lo hemos hecho nosotros pero las escrituras las tiene él y señalaba al río. Si algún día lo encontraban, pensarían que el imprudente viejo habría intentado cruzar el cauce en plena riada, que había sido arrastrado por las fangosas aguas o quizás la voz ancestral de los pescadores lo habían llamado a reunión, esa voz que todos los ribereños decían haber escuchado precediendo a los ahogamientos de los jóvenes. El agüelo no había sido nada para los hombres, no existió. Oficialmente no había nacido, ni vivido, ni por lo tanto muerto; sólo el río sabía de su existencia, de sus sufrimientos, sus anhelos, sus penas, sus amores… Más que nunca bajaba caudaloso el río, la sedienta tierra se empapó de las abundantes lluvias y cuando no pudo más, las vertió al cauce que se desbordaba arrastrando troncos u ramas que aguardan el viaje en las orillas. Cuando llegó la noche- todo había quedado en calma- encendió dos faroles que iluminaron tantas noches al abuelo y colocó uno a pro y otro a popa de la barca. Acomodó el enjuto cuerpo del viejo en la panza de la barca, con la cabeza apoyada en el asiento. Velándolo un remo a cada lado y las artes de pesca en la cabecera. Empujó suavemente la vieja barca que pronto alcanzó en centro de la corriente y comenzó a deslizarse río abajo, hacía la frontera, hacía el mar. Sabía que no llegaría muy lejos. Un tronco a la deriva o un remolino traicionero del tumultuoso río acabarían con la historia de una vida. Una vida que fue del río y a él volvía. Algunos contrabandistas con su carga a las espaldas desde los taludes de las orillas, verían pasar el cortejo iluminado en la cerrada noche. Más adelante quizás cuando pasase la riada algún vagabundo del cauce encontrará las tablas diseminadas de la vieja barca y hará candela de ellas. El cuerpo del viejo enredado en las ramas del fondo será pasto – como el muchacho ahogado-de peces y cangrejos. Magro festín. Cuando la barca se perdió en el primer recodo, “Manito” se acerco a la destartalada cabaña cogió su hatillo y con una tea que prendió en la lumbre dio a todo fuego. Se ilumino la noche en postrero homenaje y al amanecer algún tempranero pescador de caña se preguntaría que hacían allí entre las cenizas: un vaso de hojalata, un descascarillado plato de porcelana ennegrecido y un tenedor despuntado. Nunca más vi a “Manito”. El abuelo y el río murieron juntos en su adolescente imaginación. Sólo sé que “Manito”… ¡Existe! Marcial-Jesús Hueros Iglesias. 21022001

MANITO Y EL ÚLTIMO PESCADOR DE BARCA MarciaL-Jesús HUEROS IGLESIAS. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN) Cuantos años habían pasado por sus encallecidas manos, hogaño negras y sarmentosas, antes blancas y finas pero desde niño callosas por el duro trabajo de pescador, siempre uncidas a los remos. Con esas manos, que ahora se miraba recordando, se había ganado el sustento y el de los suyos; con ellas había acariciado a la única mujer que amó y que un día, cuando el río creció, se la llevó dejándole dos benditos hijos varones por los que tuvo que luchar arduo hasta que un día, lo abandonaron. Bendito río, maldito río. Esas mismas manos, que habían acunado a sus hijos y dirigido sus primeros pasos, en los años alegres en que estaban todos juntos, por la ribera. Con esas mismas manos, había levantado la cabaña a pocos metros del agua en un ribazo. Troncos viejos de árboles y arrastrados por las corrientes prestaban el esqueleto, arropado de ramas de atarfes y adelfas de flores rojas, cubiertas de haces de juncos y espadañas secos que crecían en el agua y que el humo y el hollín tornaron incombustibles a las pequeñas centellas escapadas del fuego. Y, en la orilla, la barca. Un rombo de tablas sabiamente ensambladas, cuyas junturas calafateaba todos los años con betún y líquenes. Siempre con el agua al borde, siempre sudando y la lata redonda, que contuvo en su día sardinas, para achicar el agua que tercamente no se resignaban a que le hubieran usurpado su espacio, la panza del monstruo de madera. Siempre húmeda como humedad en los huesos del viejo pescador que cada mañana debía engrasar para ponerlos en movimiento. Recordaba... las plácidas noches del verano con luna llena, el río en calma, acunando la barca arrastrada por la corriente. Y, el viejo pescador iba dejando caer lentamente "la cuerda" de la que a medidas distancias colgaban los sedales con los anzuelos. Las manos apergaminadas, de uñas negras, de todos los barros desde su existencia en el río, ensartaban pacientemente las lombrices, largas, gordas, que se contorsionaban presas de los enormes dedos y quedaban prendidas- al aire, bailando- antes de comenzar su baño nocturno e involuntario, a la espera de que algún barbo o alguna barriguda carpa la viera y convirtiera en plato de su cena y este en la cena del viejo pescador Noches serenas y frescos amaneceres en que comenzaba la revisión de la “cuerda”, desanzuelando a los incautos peces, dejándolos bailar en el fondo de la barca su último festival, vestidos de relucientes escamas de plata y oro. Pronto, en la mañana, presentarían armas tumbados en los verdes ramas de helechos de las cajas de pino oloroso, en el mercado. -¡Machos y carpas frescas del Guadiana, recién “cogíos” esta mañana, bogas llenas!- pregonaban las mujeres en el mercado de abastos de la Plaza Alta. Venturosas madrugadas del estío, que compensaban levemente las noches invernales de fríos y tormentas, cuando los cielos descargaban sobre el cauce toda su furia y él, solo en su barca iba a por el sustento, pobre de los suyos. Esos crepúsculos en que la escarcha paralizaba sus ágiles dedos, remando frenéticamente para espantar el frío. Cuantas noches sin “matar” un pez, que era el verbo empleado por los de su ralea para designar la pesca. Esos días el fantasma del hambre de sus niños campaba por su cabaña. Cuanta amargura, cuantos llantos en la oscuridad. Aquellos hijos que crecieron y no quisieron saber nada de la esclavitud del remo y pronto se marcharon “a los albañiles” en la ciudad. Pero, la sangre del río que no bulló en las venas de sus hijos, se rebeló en las su nieto “Manito” y desde muy pequeño aprendió a amar y respetar el río. Tenía dos hermanos menores gemelos que balbuceaban mutiladores: hermanito. Así pasó a ser conocido por el apodo el “Manito” Siempre que podía se escapaba al río, a la choza del agüelo y allí aprendió las técnicas ancestrales de los pescadores de barca y caña. Empezó a hacer “monta” en clase cada vez con más frecuencia para bajar a la cabaña, hasta que un día dejó definitivamente la escuela. Aprendió a poner garlitos, a echar el trasmallo, era insaciable. El rubio golfillo no sólo era insaciable en el saber fluvial, también como pedigüeño. Era raro el pescador de caña que no hubiera sufrido su acoso al plantar sus “arreos” en la orilla, no tardaba en aparecer “Manito” con la consabida frase: -Qué ¿ pican? Era el comienzo de un ratito de charla, que soportaba estoicamente el paciente pescador y al final cuando se despedía con el también consabido: -¡Buena pesca! Ya llevaba en el bolsillo: una boya vieja, unos plomillos, un rollo de sedal medio gastado, algún anzuelo. Sacaba siempre algo, charlando remolonamente, sin pedir, pero obligando a la generosidad al otro. La comunión del abuelo y el nieto fue completa desde sus comienzos. Juntos arrancaban los juncos para tejer los garlitos de peces y las nasas de cangrejos. Entretejían magistralmente los verdes juncos y finalizaban dejando una puertecilla de “irás y no volverás” para cangrejos y jaramugos. Estos pequeños pescados eran los que generalmente capturaban sin mucho esfuerzo y que después de fritos en manteca hacían las delicias de los curiosos comensales sentados a la puerta de la cabaña. Cuando llegaba febrero y las bogas estaban llenas de huevas, las pescaban a caña despreciando los escuálidos machos, las asaban en el rescoldo de una fogata hecha con viejas raíces arrastradas por el río y encebolladas, con aceite y vinagre, duraban muchos días en el poyete frío de la entrada de la choza. Juntos remendaban redes y juntos salían a “rebuscar” los vegetales de su dieta: cardillos, romazas tiernas, “churritas” de los cardos marianos de la ribera, berros de los riachuelos tributarios, vinagretas y variada comestible flora que el viejo había aprendido de sus abuelos. Pero no todos los saberes del abuelo se podían salvar del olvido. Mucho antes de la llegada de “Manito” ya no pescaba el viejo con la barca. Las fuerzas no estaban ya para bregar con la corriente y la gente ya no compraba los peces como en los años en que la hambruna se enseñoreó en la comarca. Utilizaba la barca para cruzar el río en verano y el resto del tiempo permanecía en seco, avejentándose y abriendo al aire sus suturas. “Manito” era aún muy pequeño para manejar la pesada estructura y sólo a ratos le ayudaba en la boga. Cuando “Manito” apareció por la cabaña a ver al abuelo no tenía más de trece años, era medio rubio- sus hijos tan morenos- y no estaba muy desarrollado para su edad, pero su disposición y simpatía aliviaron la triste soledad del anciano. Como camaradas partían a primera hora de la mañana en busca de cebos para sus “pesquerías”. Zacho en mano arrancaban de la tierra húmeda y floja las escurridizas y blandas lombrices que formaban pelotones al enroscarse unas con otras en el fondo de las latas de tomate. El abuelo le había enseñado que los peces picaban más con el cebo de temporada; así en invierno, las lombrices; en verano las libélulas y las gusarapas, desgarbados gusanos blancos cabezones, que aguardaban al abrigo de la tierra la llegada del tiempo cálido para salir vestidos de escarabajos sanjuaneros. -Agüelo, a cá tiempo, su cebo. Pero los peces no salen del agua a comé gusarapas y lombrices. -No pero caen al agua cuando hay correnteras de las tormentas, igual que los caballitos del diablo que en un despiste van al agua y son devorados por las percas. Volvían a la choza, preparaban las cañas y a media mañana partían en la barca, cruzando a la otra orilla-más solitaria- y con más pesca. El viejo pescador remando cansinamente y el muchacho achicando agua con entusiasmo. Pasaban las horas muertas en la orilla, atentos a las picadas y cuando al atardecer regresaban, encendían el fuego y se regalaban con el “pescaito” frito regado con buen vino. El “Manito” con el abuelo, sólo lo pasó mal un día: el día del “aogao”. Acompaño al viejo en la búsqueda de un muchacho que decían había desaparecido bañándose en “el pico” . Decían que se había ahogado al caer en una poza sin saber nadar. Aguas abajo, la única barca practicable era la suya y el pescador solidario junto al nieto voluntarioso iniciaron la búsqueda del infortunado chaval. Al cabo del segundo día, apareció en una pequeña isleta del centro del cauce. El cuerpo del muchacho, de un par más que el “Manito”, yacía desnudo, completamente hinchado y con la nariz y los genitales casi comidos por los voraces cangrejos. El ver aquel cuerpo tan parecido al suyo y en aquellas condiciones impresionó vivamente al muchacho que estuvo mucho tiempo sin probar “la tomatá” que con estos animales preparaba magistralmente el viejo. -Es la ley de la vida, estamos aquí para comernos los unos a los otros o “espichá”, te lo he dicho muchas veces y ¡ay! Desgracio del animal que pasa por endentro de otro animal. -Si que el pé grande…sentenció el muchacho. -Pues con este van cinco, toos muchachos, cinco he sacao. Se tiran al agua sin pensá que son mu traicioneras y se los traga. Nunca olvidaría el regreso, remolcando atado de las muñecas el cuerpo del pobre muchacho ahogado que aparecía y desaparecía a veces en la estela del barco. Tres años duró aquella fraternal simbiosis, tres años en que las fatigas pasadas fueron minando poco a poco, casi imperceptiblemente las fuerzas del viejo pescador de barca. Pero durante esos tres años, todas las horas eran pocas para estar juntos los dos camaradas. Algunas noches oscuras se dedicaban a la captura de ranas. Río arriba, en aguas someras, armados con un farol y una tabla recorrían despacio las orillas de los correntones y las pequeñas charcas en absoluto silencio. Localizaban con el farol a los batracios que buscaban compañía; el animal deslumbrado permanecía quieto y ya era tarde para saltar cuando algo silbaba detrás de la luz y la tabla daba buena cuenta de su existencia. Y así, hasta que llenaban el morral de los resbaladizos y sabrosos bichos. A primera hora de la mañana, sentados en la puerta de la cabaña pelaban las ranas con exquisito cuidado quedando al descubierto una carne blanca de delicado sabor y muy apreciadas en la cercana ciudad donde una mujer las vendía por docenas insertadas en un junco grueso expuestas en un gran barreño de zinc. -¡Docenitas de ranas! ¡Ancas!- pregonaba la ranera. II Aquel invierno estaba siendo especialmente duro, lluvias continuas obligaban a mantenerse a cubierto dentro de la reducida cabaña. Las heladas matutinas blanqueaban las orillas y hacía carámbanos en los charcos. Un poco de azúcar disuelta la noche anterior en el agua de una jofaina, en la mañana aparecía como un natural helado. Las nieblas, a veces, en todo el día, no dejaban ver los chopos de los alrededores. El abuelo, arropado en su yacija parecía dormir tranquilo. “Manito” Al calor de la lumbre, afilaba y enderezaba viejos anzuelos que después empatillaba con el nylón. Desenredaba sedales oyendo como en el exterior la tromba de agua remitía y hacía más soportable en ruido dentro de la cabaña. No supo en qué momento un halo frío recorrió su cuerpo haciéndole estremecer; se le erizó sin saber porqué el vello. Dentro del ruido de la lluvia le había asustado el silencio, sólo quedaba silencio. No oía la lluvia, no crepitaba el fuego, la luz de los faroles perdió vigor, pero sobre todo, faltaba un sonido muy familiar…la respiración del abuelo. El viejo pescador de barca había muerto. Se había dormido soñando quizás en postreras “pesquerías”; soñando con ese río de su vida o con ese nieto que recogería su antorcha. Pero los tiempos habían cambiado y la tarde también moría. Sabía que no estaba bien, pero nadie lo descubriría. Todo lo que el río da un día se lo lleva, como sentenciaba el abuelo. Recordaba cuando dos veranos atrás le ganaron- con muchos esfuerzos una lengua de tierra, un trozo de río para aproximarse a zonas más profundas y de mejor pesca. Concluida la tarea el chico orgulloso, saltaba y reía. -¡Agüelo, es nuestro, lo hemos hecho nosotros, es nuestro! - “Manito”, sentenciaba el anciano, es nuestro, lo hemos hecho nosotros pero las escrituras las tiene él y señalaba al río. Si algún día lo encontraban, pensarían que el imprudente viejo habría intentado cruzar el cauce en plena riada, que había sido arrastrado por las fangosas aguas o quizás la voz ancestral de los pescadores lo habían llamado a reunión, esa voz que todos los ribereños decían haber escuchado precediendo a los ahogamientos de los jóvenes. El agüelo no había sido nada para los hombres, no existió. Oficialmente no había nacido, ni vivido, ni por lo tanto muerto; sólo el río sabía de su existencia, de sus sufrimientos, sus anhelos, sus penas, sus amores… Más que nunca bajaba caudaloso el río, la sedienta tierra se empapó de las abundantes lluvias y cuando no pudo más, las vertió al cauce que se desbordaba arrastrando troncos u ramas que aguardan el viaje en las orillas. Cuando llegó la noche- todo había quedado en calma- encendió dos faroles que iluminaron tantas noches al abuelo y colocó uno a pro y otro a popa de la barca. Acomodó el enjuto cuerpo del viejo en la panza de la barca, con la cabeza apoyada en el asiento. Velándolo un remo a cada lado y las artes de pesca en la cabecera. Empujó suavemente la vieja barca que pronto alcanzó en centro de la corriente y comenzó a deslizarse río abajo, hacía la frontera, hacía el mar. Sabía que no llegaría muy lejos. Un tronco a la deriva o un remolino traicionero del tumultuoso río acabarían con la historia de una vida. Una vida que fue del río y a él volvía. Algunos contrabandistas con su carga a las espaldas desde los taludes de las orillas, verían pasar el cortejo iluminado en la cerrada noche. Más adelante quizás cuando pasase la riada algún vagabundo del cauce encontrará las tablas diseminadas de la vieja barca y hará candela de ellas. El cuerpo del viejo enredado en las ramas del fondo será pasto – como el muchacho ahogado-de peces y cangrejos. Magro festín. Cuando la barca se perdió en el primer recodo, “Manito” se acerco a la destartalada cabaña cogió su hatillo y con una tea que prendió en la lumbre dio a todo fuego. Se ilumino la noche en postrero homenaje y al amanecer algún tempranero pescador de caña se preguntaría que hacían allí entre las cenizas: un vaso de hojalata, un descascarillado plato de porcelana ennegrecido y un tenedor despuntado. Nunca más vi a “Manito”. El abuelo y el río murieron juntos en su adolescente imaginación. Sólo sé que “Manito”… ¡Existe! Marcial-Jesús Hueros Iglesias. 21022001