miércoles, 23 de febrero de 2011

Ucrania 200211


Había levantado la mañana fría.
Era un pueblo portugués y amanecía en la amplia plaza sin soportales ni nada
destacable que no fuera la casa de los seis balcones, cada uno diferente.

Me detuve bajo la farola que aún lucía.
Reconfortado por el calor del  vehículo.
Y, en la ventanilla empañada, apareció la bella cara de un niño-
-la idealización de un ángel reencarnado-, aplastaba su naricilla roja contra el cristal,
tocado de un viejo gorro orejero, de los que usan en las antiplanicies andinas y asomando del colorido sombrero de lana, unos mechones de cabellos rubios que se agitaban cada poco por el viento gélido del alba.

Yo, en mi cálido refugio; tras el cristal... la vida y más allá la niebla espesa.

Cuando reparé en sus ojos fijos en los mios, sentí miedo, mi ser ardía.
Se movieron sus tiernos labios y quise entender como en susurros:
-¡Dáme algo señor, soy ucraniano, estoy sólo y tengo frío!

No sé quien puso en mi mente aquella frase:
¡Te daría hasta mi vida si la necesitases!
Cuando volví la cara al cristal, el ángel ya no estaba.
Salí apresuradamente del auto, llevándome la mano al bolsillo en busca
de alguna triste moneda y, sólo,
para ver como su pequeña figura se perdía entre la niebla de la plaza.

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