CUENTOS
DE LOS MUCHACHOS DEL “RINCÓN”
LA CASA DE LOS MIEDOS.
Marcial-Jesús HUEROS IGLESIAS.
A Pilar García de Pruneda.
La
"Veora", una vieja arrugada y "acartoná", muy respetada en
aquellos lugares y a la que atribuían la condición de excelente sanadora, por
sus buenos resultados con los pacientes que trataba y también temían, al
considerarla Bruja.
No
era alta y debió ser bella en una juventud que ya se había marchado hacía mucho
tiempo; enjuta y vivaracha, con una gran fuerza no acorde con su condición
física, arreglaba las salidas de las coyunturas con primor, quedando los
pacientes muy aliviados. No cobraba nunca, pero si le retribuían en especies:
gallinas, pavos, cerdos, jamones, lomos...porque el dinero era escaso siempre y
así, su despensa y corral estaban bien surtidos. Le interesaba el dinero y con
frecuencia, tratantes y recoveros pasaban por su casa y compraban para
revender, quizás al mismo que en especie había pagado.
Ni
que decir tiene, que había acumulado en sus años de trabajo, una considerable
fortuna que ocultaba en algún sitio de su pequeña finca. Junto al camino, la
casa con un pórtico protegido y adornado con figuras geométricas formadas por
chapas de botellines, capricho de algún alarife con ínfulas de artista.
Las
estancias delanteras, siempre repletas de gentes que incluso de pie, aguardaban
el “diagnostico” de la “Señá Veora”, de allí se pasaba al gabinete de consulta.
Al fondo en semipenumbra de aspecto espectral, una camilla con brasero y
badila. Toda la consulta estaba plagada de estampas de santos, velas que ahumaban la sala dándole un ambiente
fantasmagórico y figuras de vírgenes.
Había
quien decía, que en las noches de luna llena, se la podía ver agazapada bajo un
olivo y con un silbato de salida de aire regulable, imitaba el canto de las
aves nocturnas: autillos, mochuelos, lechuzas y cárabos…que engañados acudían
al árbol; los machos para luchar con los machos rivales y en busca de
cortejar a las hembras…y, allí recibían
el certero estacazo de la vieja. Sus ojos, sus sesos, sus intestinos…eran
utilizados posteriormente en las pócimas de la sibila. Las otras estancias de
la casa de adobes eran su laboratorio y su vivienda.
Los
muchachos de Rincón, más cercanos que los de la ciudad, le tenían mucho miedo y
nunca se acercaban ni por necesidad a la casa que distaba a dos leguas de la
capital.
Su
fama se extendió tanto y en tan pocos años, que a ella acudían de la ciudad y
de muchos pueblos, a que les ayudase en sus dolencias del cuerpo, torceduras,
dislocaciones, heridas del cuerpo y a veces del alma solicitando consejos.
Paisanos creídos en padecer “mal de ojo”, niños “cogidos por la luna”…
Aparte de su sabiduría natural, utilizaba un
truco, que hizo que su fama corriese como reguero de pólvora encendida: los
crédulos campesinos se bajaban en “la estellesa” provenientes de los pueblos y
de allí, tenían que desplazarse a la casa de la “Veora” en coches de “a punto”.
En el camino, el chofer, se interesaba por los pasajeros preguntándoles por su
visita y obteniendo una información que por unas pocas monedas trasladaban a la
“Veora” en el huerto, después de dejar a los pasajeros.
Todos
los conductores guardaban el secreto, no sólo porque era una fuente añadida de
ingresos, también porque uno en su borrachera se le escapó y apareció muerto en
el coche aquella misma noche.
Los
pacientes, ya en la consulta, descubrían asombrados que aquella Señora a la que
desconocían completamente, sabía cosas de su vida y sus dolencias.
-Usté, es de los Santos
de Maimona y no “da de cuerpo” desde hace ocho días y siente que se le revienta
el vientre.
El enfermo quedaba perplejo y confuso y se rendía incondicionalmente a
sus consejos. Le preparaba una pócima laxante (que si cobraba bien), de plantas
que como el resto de los remedios, aprendió de sus padres también “Veores”.
Excepto
heridas graves o dislocaciones importantes, solucionaba el asunto en un par de
minutos y era continua su voz chillona “er
siguiente”. En la puerta de salida, al final de su despacho, una sala con un muchacho sentado
junto a una mesa centenaria, se encargaba del cobro en dinero o en especies, le
llamaban “el mudo de la Veora” y las malas lenguas decían que era un hijo que
tuvo con un marino, pero no vivía con ella, sino en una choza cercana a la
casa.
Lo
cierto, es que con sus estratagemas, conseguía buenos resultados con los
pacientes por la total confianza que depositaban en ella. Indiscutiblemente en
asuntos de huesos era una experta por las enseñanzas de sus mayores; sus otros
poderes, decía ella misma que el Señor se los otorgó, por haber llorado en el
vientre de su madre y en el paladar lucía una visible “Cruz de Alcaravaca”
LA
CASA DE LA MUERTE.
Al
otro lado del río, en la orilla opuesta al Rincón junto al camino viejo de
Olivenza, llamado entonces “de malos caminos” y a una legua de la ciudad, se
alzaba un viejo palacete (Inusual con tanta miseria rodeándole) conocido como
“La casa de los miedos”, “de las muertes” o “de los crímenes”, extraño caso de
cortijo-palacio para las gentes, embrujado y fatídico, al que todos achacaban
sus males a que la sibila los había “aojao”, le había echado “el mal de ojo”.
En
sus buenos tiempos, fue una hermosa hacienda, próspera y espaciosa y con un
coqueto jardín de palmeras y amplio cenador donde refrescar las noches del
tórrido verano. Tres cuerpos conformaban la fábrica, un cuerpo central y los
laterales, como recios torreones de un castillo medieval.
El cuerpo central de la casa, a la que se
accedía por una pesada puerta precedida de una escalinata de cinco escalones en
media luna, daba a un salón inmenso con una chimenea de tamañas proporciones…la
planta baja era todo salón y su parte posterior la cocina y fuera, las
caballerizas. A los lados del salón, puertas daban acceso directo o con
escaleras al piso superior de los cuerpos laterales, donde se ubicaban los
dormitorios y los baños de sus habitantes. El patio posterior, el de las
caballerizas, fue una huerta ubérrima en sus tiempos, con cientos de árboles
frutales, destrozados en el presente por el vandalismo y la desidia.
El
jardín de palmeras datileras, dormía ahogado de yerbas y matojos y en el
interior de la vieja casona, llena de cascotes desprendidos de los techos y de
destrozados muebles que servían de refugio a palomas y gorriatos.
En
aquel lugar, los muchachos de los alrededores daban rienda suelta a sus
energías y sus recién estrenadas y atribuladas hormonas, escribiendo frases
obscenas y dibujando con tizones sexos desmesurados, en sus viejos y descascarillados
muros.
Rara
era la tarde que en el palacete no recibía la visita de algún grupo- siempre de
día- pues sabían que en las noches, “la Veora” podía aparecer por aquellos
pagos.
El
viejo indiano que la mandó edificar había hecho “las américas” y se había
enriquecido. Lo acompañó de su aventura allende los mares, una bella indígena
que pronto se adaptó a la nueva tierra española como si fuera la suya. Su
caballeriza era famosa y se paseaba la bella mulata en coche de caballos
provocando la envidia de los pobladores.
Ambos
dieron mucho trabajo a los hombres de los alrededores, por lo que eran muy
estimados y la casa resplandeció con los cuidados de los bien pagados
lugareños. Aunque la felicidad sólo la querían para ellos y no se relacionaban
con las autoridades, ni con los ricos de la ciudad. Mandaban traer mariscos y ostras
de las costas portuguesas y la casa poseía hasta un pozo de hielo, que le
bajaban arrieros de la Sierra de los Tormantos y el Piornal. Su vida regalada
en este rincón de su patria, era el premio a una existencia americana de
privaciones y sufrimientos.
Su
felicidad quedó truncada, cuando su único hijo, un bello mulato de quince años
al que sólo sus rasgos delataban su sangre negra, pues su piel era tan blanca
como la de su progenitor y el vivo retrato de su bella madre, murió de pulmonía
y los hundió en el abatimiento y la soledad.
Tanto
era el amor que profesaban al chico, que en el mausoleo que le erigieron, el
constructor lo culminó con una estatua de mármol a tamaño natural que era la
imagen pétrea del mulato. La estatua sobresalía de las altas tapias del
cementerio y con unos gemelos de largo alcance, instalados en su antigua
habitación, era visible desde la casona y, allí pasaba las horas la madre
indígena contemplando la fría efigie de su hijo amado y con ello aplacaba su
pena y su soledad.
Una
fría mañana de invierno. El indiano y la indígena, ya viejos, aparecieron
ahogados en el estanque flanqueado de palmeras; eso al menos dijeron las
autoridades, aunque el estanque no tenía más de una cuarta de agua. Nadie supo
lo que pasó, pero el caso dio pábulo a la creación de una leyenda de muerte,
que desde entonces acompañó a la casa, y a las que los lugareños eran tan
aficionados.
Comenzaron
las historias de hechizos, de encantamientos y brujerías, basadas en que un
día, el indiano, expulsó de sus tierras a la “Veora” con muy malos modos y ella
se vengó maldiciendo el lugar y la casa y a partir de ello, la imaginación de
las gentes se desbordó, ideando luces que se encendían de noche, fantasmas que
arrastraban cadenas, fuegos fatuos, imaginaciones que se engrandecían al amor
de las hogueras en los chozos después de las faenas del campo.
Muerto el “indiano”, sin herederos, la
justicia concedió la propiedad de la finca a un primo lejano, único familiar
que reclamó la herencia y pasó a vivir de una casa mísera y cutre del barrio de
San Roque, a una mansión y dejó de trabajar pensando en su suerte óptima. Pero
sólo heredó el palacete y su contenido que no era poco.
Todo
el dinero del indiano, pasó según testamento a instituciones benéficas, en
especial a la Casa-cuna para recién nacidos abandonados.
Y, comenzó la decadencia, el juego y las
mujeres se comieron poco a poco la fortuna heredada y lo que fácil llegó, fácil
se marchó. Empezó a vender lo mejor de la casa, joyas, cuadros y otros ricos
ornamentos dejados por la pareja. Nadie cuidaba de la finca y en poco tiempo,
languideció.
La
abandonaron cuando las desgracias se cebaron en la familia, sobre todo entre
los más pequeños, las muertes se sucedían en una secuencia ilógica y con los
rumores pensaron que “algo” pasaba en aquella casa y otra vez el vulgo lo
atribuía a la “Veora”.
Con
el tiempo, la casa fue cedida a la beneficencia para socorro de los más
necesitados e instalaron un orfanato para acoger niños pobres y huérfanos. Por
algún tiempo con el edificio remozado, los niños alegraron la casona y sus
jardines; se oían risas en los largos pasillos. El bullicio de la grey infantil,
le dio vida de nuevo al lugar aunque por poco tiempo.
Mas
de nuevo volvieron las desgracias; desaparecieron dos infantes y nunca se supo
más de ellos; la policía investigó sin muchas ganas, las enfermedades graves se
sucedían y hartas de problemas, un día las autoridades clausuraron el Centro y
el palacete quedó definitivamente abandonado.
LAS
PANDILLAS.
En
aquella época, los muchachos formaban pandillas, como ejércitos imberbes indisciplinados,
en cada barrio. Una de ellas era la del “Rincón”, que llegaban cruzando el río
por el “Vado del Moro”, amén de otras zonas de la ciudad. Tomaban sus muros y
escondidos esperaban que las palomas, estorninos o gorriones se posaran en los
árboles del despoblado jardín o en las palmeras y allí ensayaban su puntería
con los tirachinas o “tiradores”.
Si
la caza no era muy abundante, allí mismo, la desplumaban y asaban en una
pequeña fogata y ocultos por los altos muros se sentían libres para hacer todo
aquello que los mayores consideraban prohibido.
Cuando
dos grupos de chicos coincidían, sobre todo una de las dos pandillas del
“Rincón” la del “Sietemachos”, la más beligerante y otra de la ciudad,
terminaban a chinazos que se saldaban con moratones y “chichones”,
afortunadamente, y su mayor temor era que le saltaran un ojo a uno y quedarse
tuerto, como algunas veces había ocurrido. A ningún muchacho se le ocurría ir a
la Casa sin una buena corte de pandilleros. Los más temibles eran los del
“Cerro de Reyes” y los de la “Picuriña” los barrios más marginales de la ciudad,
por su fama de malvados y crueles.
La
otra pandilla del “Rincón”, era la del “Cuerpa” de catorce años y aunque su
nombre era Luis Miguel, por su complexión tan fuerte para su edad, le pusieron
el mote y dirigía a los suyos en las correrías por el Rincón. Entre ellos, no
existía gran rivalidad, todos eran vecinos y casi siempre andaban juntos con la
sana intención de divertirse cazando o pescando, los únicos entretenimientos
para su edad en aquella época.
Estaban
el “Vao del moro”, un recodo del río
donde por su poca profundidad, encallaron varios cadáveres de mahometanos que
participaron en la toma de la ciudad al empezar la guerra civil y que fueron
arrastrados por la corriente del río.
-Mañana despué de comé,
vamos a palomas a la casa de los mieos que m´an dicho q´ay una buena bandá-
reto “Sietemachos”, líder de una pandilla, mientras recogía municiones para su
tirachinas, de la orilla.
- ¡Vamos a bañarnos!- sugirió uno de los chicos. Se desnudaron y se
sumergieron en la poca profundidad del río para aliviar el excesivo calor.
- Cruzamos el río por aquí y a por
las palomas que con arró están pa chupase los deos, ¡venís!- preguntó el
“Sietemachos” al “Cuerpa”.
- No nos dejan nuestros padres
cruzar a la otra orilla (La prohibición
paterna era siempre la excusa para no hacer algo que no les apeteciera, de
lo contrario se la saltaban a la “torera”).
- ¡Lo que no tenéis son güevos,
aunque se los vea corgando!
-¿Qué no tenemos güevos?- se
mosqueó el “Cuerpa”- T´acuerdas la
jerraura de burro enano que dejé dentro la chimenea colgá…pós como el “Cuerpa”
que me llaman, ¡que t´apuestas que la tíes aquí mañana por la mañana! Si salgo
ahora, será la prueba de q´estao allí de
noche, cuando más mieo da.
- No, esperamos a la luna llena y
como eres tan valiente a lo mejó t´encuentras con la “Veora” cazado corujas.
- ¡Apostao!- y salieron del
río para secarse al sol de la tarde.
“Sietemachos”
lo tenía todo planeado. Iba a darle un buen susto a su rival, al jefe de la
otra pandilla, al “Cuerpa” para que acordase toda su vida. Cuando llegó la Luna
llena, reunió a sus colegas y por el “Vao de los batanes” cruzaron el río,
evitando el “Vao del moro” ya que esa noche se resolvía la apuesta y no querían
ser vistos por la pandilla del “Cuerpa.
Llegaron
con el crepúsculo a la “Casa de los Miedos” y aguardaron a la noche surtiéndose
de sacos de arpillera que encontraron en una dependencia para hacerse pasar por
fantasmas.
Cerca
de la “Casa de los miedos, el “Cuerpa “, solo presintió que alguien lo seguía;
se le erizaron los pelos de todo el cuerpo pensando en la “Veora” y en cómo le
sacaría los ojos y las tripas para componer sus pócimas. Asustado…aterrado,
“cagao de mieo”, se detuvo y se ocultó en unos matorrales, quedándose
quieto…como muerto y esperando lanzar el último suspiro en las manos de la
bruja. Y lo que vio pasar fue, en total silencio a su pandilla que caminaba
ordenadamente hacia la casa.
- ¡Hijos de putas!, desgraciaos, qué jacéis
aquí, m´abeís dao un susto de muerte. ¡El que tiene que demostrar los güevos
soy yo! Y lo habís estropeao.
- Nadie se va enterá y por eso decidimos vení-
le tranquilizó su segundo.
Al
cruzar los primeros muros que rodeaban la Casa, por una de las múltiples
brechas practicadas por ellos mismos o por otras pandillas, descubrieron un
montón de sacos esparcidos por el suelo y que un rato antes había desechado la
otra pandilla.
- Poneros uno cá uno, que os cubra bien, por
si aparece la “Veora” que vos confunda con sombras- susurró el
jefe.
- ¡Pues si nos confunde vaya mierda de “Veora”!-
sentenció una voz baja en la penumbra y por el temblor a punto del pánico.
- Callarse ¡Coño!
Las
nubes ocultaron en ese momento la Luna y todo quedo sumido en el más absoluto
silencio y oscuridad.
La
pandilla del “Sietemachos” vio un grupo de sombras venir hacia ellos entre los
muros, recortándose en las paredes interiores y permanecieron impasibles,
completamente aterrados.
¿Qué
había pasado? ¿Quiénes eran aquellos fantasmas que ellos no esperaban?¿Serían
la “Veora” y algunos de sus seguidores que disfrazados, para que no los
reconocieran, se disponían a celebrar algún rito o aquelarre?
Ellos
esperaban a un compañero para darle un susto y ahora el susto se lo estaban
llevando ellos.
Sabiendo
que no hay mejor defensa que un buen ataque, que quien da primero da dos veces
y contando con el factor de la sorpresa, chillando como locos aterrorizados, se
lanzaron sobre la comitiva que a su vez, presos de pánico, repelieron la
agresión…
Durante
unos minutos la turbamulta fue total, golpes, arañazos, caídas, tortazos, patadas,
puñetazos…todos fuera de sí, en un pandemonio de gritos desesperados histéricos,
que aumentaban conforme subía el terror que sentían. Ni una voz se oía.
Escapó
cada uno del jaleo como pudo y huyeron espantados en todas direcciones cuando
de nuevo la Luna empezaba a iluminar la escena.
Cada
cual, creyendo haber escapado de la comitiva de la “Veora”, no lo olvidarían en
su vida como si olvidaron cuándo, por dónde y cómo habían cruzado el río de
vuelta al Rincón presos del pánico.
EL
RÍO.
Hacía
mucho calor aquella tarde, como todas las del verano en el Rincón. La panda del
“Sietemachos”, pescaba tranquilamente junto a “Los Batanes” y junto a las
ruinas del molino de los “Jaogaos”.
Tres
días habían pasado desde el susto en la “Casa de la Muerte” mas ninguno hablaba
de ello, era un asunto pasado con la capacidad de olvido de los pocos años,
cuando de entre las adelfas surgió de pronto la pandilla del “Cuerpa”.
- Qué, ¿Habeís cogío argo?
- Ná, no han dao ni una sola picá.
- Oye,
por cierto “Cuerpa” ¿Y la jerraura del burrino enano?
- ¡Bah!, no pude dí- contesto
rápido el muchacho con la respuesta bien aprendida- La hermana chica se puso malina y me encomendaron mis padres a cuidala. Se miraban unos a otros y
alguno ya reía por lo bajo volviendo la cara.
-¡Amos a bañarnos!- encontró una
salida rápida para cambiar la conversación.
Y
lentamente se desnudaron y se quedaron totalmente “en pelotas”. Los siete muchachos desnudos presentaban un
curioso aspecto: arañazos a medio curar, moratones en los hombros y los
antebrazos, en las posaderas, en las piernas…menos en las espaldas de demás era
un mapa de “matauras”.
-¡M´e fijao que andaís toos llenos de
moratones y arañazos, hasta el “Panocho” tié un cardenal n´ un güevo!- todos
se echaron a reír- ¿Vos habeis peleao con los gatos?
- ¡Calla!, trasantié íbamos yo, el
“Cagalástimas”, el “Patata” y el “Panocho” a cazá gorriatos y al cruzá el río
nos sorprendió una pandilla de la “Picuriña”, nunca vienen tan p´acá y por eso
no los esperábamos ni tomamos prevenciones, y… nos pegamos. Ellos salieron más
“descalabraos” que nosotros , uno con un chinchón en la frente como un
güevopaloma, otro cojeando y chillando com´un conejo entallao, ¡Toos llevaron
un buen recuerdo!
“Sietemachos”
inventaba y sonreía mientras sus correligionarios asentían con la cabeza, a la
vez que observaban la sonrisa irónica del “Cuerpa”(Todos sabían de más que el
relato era mentira pero estaba tan bien contado, con tanto desparpajo, que
parecía una verdad incuestionable).
- Ya, ya, pensándolo bien, si hubiera habío
alguna refriega en el río se habría enterao to el Rincón.
- No sé, “Sietemachos” -se
encogió de hombros-, y replicó enseguida:
- Por cierto, tambíen a ti, al “Gasofa” y al
“Toni” vos ha pasao argo, por como estais. - - Te lo explico mu fácil, Nos subimos a una jiguera en busca de un nio
de verderones y nos caímos desde arriba.
- ¡TOOS LOS TRES!, gritaron a unísono
los demás… y estallaron en una alegre carcajada mientras corrían a zambullirse
en el frescor del río
JAMÁS
DE MUCHACHOS, RECONOCERÍAN EL TERROR PASADO Y LA PALIZA QUE SE PROPINARON UNOS
A OTROS, SIN QUERERLO.
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Todavía,
desde la ventana desvencijada y rota, a la que cada verano se asoma descarada
una hiedra, puede verse en la lejanía, la estatua fría y gris del estudiante,
hijo del Indiano y la bella Indígena que aparecieron muertos en el estanque de
las palmeras, aunque…los cipreses del cementerio, han crecido…
Marcial-Jesús
HUEROS IGLESIAS.
2000/Rev.13.