EL ESTANDARTE DE QUINÁS.
Aquella mañana de Abril,
el sol ya escalaba las subidas de la sierra lusitana hasta llegar a la cresta,
iluminando el castillo de Elvas. En sus
laderas ralas de vegetación arbórea donde los pequeños lirios azules y las orgullosas gamonitas luchaban
por aparecer entre los sillares graníticos que afloraban de la tierra parda.
Aquella florida
Primavera, el amor había anidado en los corazones del joven y apuesto capitán
de la guarnición, al que todos conocían como Joao Gago y de la bella Rosamaría,
hija del Gobernador de la villa, el cual no veía con buenos ojos las relaciones
con el soldado, ya que aspiraba a desposarla con algún noble de la Corte, que
en aquellos turbulentos años de guerras y alianzas, pasaban la frontera de
Castilla y paraban en la ciudad camino de Lisboa y eran agasajados profusamente
por el mandatario, que buscaba el acomodo mejor para su hija pequeña y holganza
para su próximo retiro.
A ambos lados de la raya,
que continuamente cambiaba por las reiteradas escaramuzas, se celebraba el Día
del Cuerpo de Dios, en el que Jesús Sacramentado era paseado en procesión por
las calles alfombradas de juncos y espadañas del Guadiana y el Caya y para la
celebración de tan magno acontecimiento anual, las recelos se aparcaban un
tanto y se relajaba la prohibición de traspasar la frontera, que en otra época
del año sería motivo suficiente de prisión o de muerte. Las calles de las
guarniciones de ambos lados, se llenaban de fiestas con torneos o juntas de
caballeros y otras competiciones bélicas propias de la época, tenderetes de
comidas y bebidas, mercados y todo bien regado por los vinos de la Vega
Eran días previos a las
procesiones y se olvidaban las rencillas entre ambos lados y era fácil pasar de
un lado a otro de la frontera- nunca bien definida-, sin por ello dejar de
sentir el odio viejo entre ambos pueblos hermanos.
En el centro de la plaza de
la ciudad portuguesa, una ronda de soldados bebía profusamente y alardeaban de
sus hazañas ante los enemigos del otro lado y entre ellos el joven Joao, que eufórico
por la abundancia de las libaciones, decidió secretamente mostrar una prueba de
amor a su enamorada y que mejor, que una afrenta a los Castellanos que
recordasen la ciudad y la Historia.
La mañana del día grande,
el día de la Procesión del Señor, muy temprano, espoleó su corcel, saliendo por
la Puerta de Olivença, bajó la ladera en dirección a la Vega del Guadiana,
cruzó el Caia y pronto se encontró a las puertas de la ciudad de Badajoz en
cuya plaza alta desde bien temprano ya bullía la población y muchos visitantes,
comprando en los tenderetes y riendo las gracias de los bufones o aplaudiendo
las piruetas de los saltimbanquis.
No llevaba una idea fija
pero la propia fiesta, le daría la ocasión que buscaba para cumplir su
propósito de agradar a su amada y a su intransigente progenitor. Enseguida lo
vio, cruzó un momento por su mente y lo sopesó, con la seguridad de que en ello
le iba la vida, mas no se amilanó
saboreando la recompensa que le proporcionaría su hazaña a los ojos de su
amada.
En la Plaza, los
caballeros apostaban a ver quien resistía más tiempo portando en la mano
derecha, con el brazo extendido un pesado estandarte en varal de plata repujada
y llevando el caballo con la mano izquierda a galope tendido por un recorrido
previamente establecido y el ganador de la justa sería el que más vueltas diera
sin rendir el pendón.
Enseguida reconoció el
estandarte, era el estandarte de QUINÁS, magnífico blasón bordado en Portugal
con hilos de oro y plata, arrebatado por los Castellanos en anterior escaramuza
y del que muy orgullosos se sentían por la cantidad de bajas que ocasionó y la
hazaña que supuso.
No lo pensó, la
recuperación del blasón para los suyos, le daría la fama y gloria con que
conquistar a su amada y disiparía los recelos de su padre el Gobernador… ¿Pero
cómo? El ingenio se alió con el vino para encontrar una respuesta: ¡Participar!
Los pacenses con sus
gritos, animaban a los sucesivos jinetes que galopaban el recorrido, con mejor
o peor fortuna y le llegó el turno a él. Lo acogió el silencio de los
concurrentes que se extrañaban de ver participar a un jinete enemigo, pero así
aquellos permisivos días.
Tomó el estandarte en su
mano izquierda y espoleó el corcel hasta hacerle sangrar los ijares y comenzó
el recorrido establecido entre los
aplausos de algunos y la expectación del resto, a la segunda vuelta no se lo
pensó más, salió por entre el gentío y a todo galope, bajó la ladera del castillo
por la Puerta de los Carros hacia el Guadiana, cruzándolo por el antiguo puente
romano y enfilando la margen derecha hacia Portugal sin más impedimento ya, que cruzar la ribera del Caia, sin
dificultades dado su bajo estiaje.
La muchedumbre lo vio
alejarse gritando presa de rabia y despecho y los caballeros Castellanos, en
principio, no entendieron bien lo que estaba pasando con toda aquella algarabía
de gente chillando, hasta que oyeron:
-¡El Portugués maldito ha
robado el estandarte de la ciudad! (así lo creyeron siempre).
Un tropel de caballería
corrió entonces en pos de Joao que eufórico espoleaba a su caballo, dejando una
estela de espuma sanguinolenta al aire. Corría por la Vega con el pendón
plegado y soñando ya con la gloria y con su amada que a buen seguro lo esperaba
en las almenas de la plaza fuerte con todos los lugareños alertados por sus
amigos de farras.
En lo más alto del
castillo, el Gobernador alertado ante la gran polvareda del llano y temiendo un
ataque de los Castellanos, mando levantar el puente sobre el foso seco,
quedando la plaza aislada.
Ya a sus puertas, el
jinete vio su precaria situación, delante las murallas y detrás un tropel de
furiosos enemigos, cuando el caballo cayó en un pozo de lobos, grandes agujeros
camuflados y provisto en su fondo de afiladas estacas donde el caballo quedó
ensartado y finalmente muerto. El propio cuerpo del caballo lo salvó, saltó
del pozo y corrió al pie de la muralla y en un esfuerzo supremo, lanzó por
encima del lienzo su pesada y preciosa carga, que chocó con una de las almenas
y cayendo en el adarve de centinelas, al tiempo que gritaba:
-¡A HONRA ISTÁ SALVADA!
-¡MORRA O HOME! ¡FIQUE A
FAMA!
Fue lo último que dijo...
Apresado por los furiosos
caballeros, heridos en su orgullo y esquivando los proyectiles que les llovían desde
las alturas, alancearon repetidas veces a Joao hasta convertirlo en una masa sangrienta
irreconocible.
Nunca se sabrá, si el
mandatario, cerró las puertas para proteger la plaza o para verse libre del
molesto pretendiente, lo cierto es que su grito sigue siendo siglos después el
lema de los soldados portugueses.
¡MUERA EL HOMBRE! ¡QUEDE
LA FAMA!
Marcial-Jesús HUEROS IGLESIAS.
ELVAS. 30 de Agosto de 2013.
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