jueves, 14 de junio de 2012

DON PEPE, EL CURA.(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN) 03042001










DON
PEPE,
EL
CURA
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
30042001

Los chicos querían mucho a Don Pepe, el viejo cura, a quien la jubilación ya amenazaba. En los largos años que llevaba en el Rincón, había realizado una labor encomiable, siempre dispuesto a atender las necesidades espirituales y corporales de sus fieles. De su escaso bolsillo muchas veces habían salido unas monedas, para aliviar alguna urgente necesidad de sus parroquianos.
Cuando aparecía por aquellos lares, montado en la vieja yegua, dócil y obediente como ninguna, los chiquillos más pequeños corrían a besarle el anillo que relucía en su rechoncha mano y que él extendía pomposamente, para tras el beso, acariciar amorosamente la cabeza de los chiquillos a modo de bendición.

-¡Don Pepe!  ¡Don Pepe!- corrían los niños y el detenía su montura y esperaba mayestático que le rindieran pleitesía. No era soberbia -en su alma noble no cabía-, sólo era la representación de un ritual admitido por toda la comunidad.
Aparte de algún día entre semana, los domingos era fijo que asistiera a los oficios y no se conocía que hubiera faltado a alguno, sano o enfermo, oficios a los que sólo acudían las mujeres y los niños- los hombres decían que andaban a sus labores que era jugar a la brisca o al dominó en la Venta- cosa que hacían a la vista del sacerdote que no inmutaba y lo que era un acto de provocación, en su alma cándida no era más que pura ignorancia por parte de los labradores. Todos se decían anticlericales.

 Gustaba después de la misa, reunir a los muchachos y llevarlos a dar una vuelta por algún tranquilo rincón y allí los adoctrinaba, atraídos por alguna s pequeñas golosinas de las que siempre iba provisto en sus anchos bolsillos, aunque sólo los más chicos le atendían.
-¡Pos m´a dicho mi padre- comentaba en un corro de muchachos más mayores, Gonzalín “el petaca”- que ya sabemos que están en contra de los curas y los llama “los cuervos” porque siempre están alreeor de los muertos pa sacá algo y dice que es “anticlericiá” de esos y que el bolsillo lo tienen tan largo los curas pa que les quepan más “perras” y  pa ´arrascase con gusto sus partes sin que nadie lo note y otras cosas que jacen y no quiero contá.
-¡Pos mi padre también  es “anticlericiá” y dice que los pobres siempre hemos ido detrá de los cura o con un Palo o con una vela- sonreía malicioso Beni “el pollo”
Reían los muchachos las correncias, mientras pelaban los pájaros que aquella noche en la “dormida” ,habían tenido la mala suerte de cruzarse con ellos.
Don Pepe, sonreía bonachón, y movía la cabeza pensando: -¡Perdónalos…!
-Pos mi padre- apuntilló “el mollejas” dice que en este país no habrá justicia sociá hasta que no ajorquemos al último cura con las tripas del último rico.

Don Pepe disolvió la reunión que había llegado a mayores.
Lo cierto es que el obeso cura, se preocupaba mucho por los jóvenes del lugar y procuraba que no se les descarriaran, cosa improbable por una férrea educación represiva, trabajo corporal arduo y la parquedad de diversiones del Rincón.

A lo largo de aquellos años, arrastraba muchos “sucesos” de los que en algún caso habría sido protagonista y otros simplemente se le atribuían, creando así una leyenda de su persona que daba mucho juego en las reuniones nocturnas junto al fuego, para regocijo de los hombres, malestar de las mujeres y confusión de los niños.

Procedía del sur de la provincia, donde abundaban los bosques cerrados de encinas y grandes dehesas donde se criaban prácticamente sin cuidados “los guarros negros”, campando a sus anchas de un lugar a otro, buscando las dulces bellotas y cuanto comestible, animal o vegetal, encontraran a su paso.
Al final del invierno, el encinar se aclaraba para aumentar el fruto del año siguiente y cuadrillas de hombres armados con hachas, se encaramaban en las horquillas y procedían a la poda, dejando el suelo sembrado de ramas y ramones que se secaban en poco tiempo. Durante la primavera y el verano se procedía a montar las carboneras. Las grandes ramas, eran colocadas entrelazadas unas con otras para dejar el menor espacio posible entre ellas y formar un montón de varios metros de diámetro por dos de altura. La mole se cubría de paja y posteriormente una gruesa capa de tierra, sobre la que trabajarían los carboneros.
Mediante aberturas pequeñas- con la técnica aprendida de sus ancestros-dirigían el fuego en distintas direcciones y se iba “cociendo”. El proceso duraba más de un mes y se turnaban, mañana, tarde y noche, con el jergón junto a la carbonera, debajo de una encina. Un pequeño derrumbamiento del carbón incandescente, la entrada masiva de aire o el descuido de alguno podían dar al traste con muchos kilos del preciado carbón. Cuando ya estaba “cocido” destapaban todas las aberturas y se dejaba que se apagase. Desmontaban las carboneras y extraían el negro combustible, fruto de tantos días de trabajos y peligros. El esfuerzo merecía la pena, pues representaba casi todo el capital que entraba en la casa en el año. Algunos habían pagado con su vida, al hundirse el techo de la carbonera por su peso, tragándoselo aquel infierno incandescente.

¿Sr.cura!, ¿Pa que el hombre fue creao?
-¡Pues pa joerse y andá tiznao!
Otros con menos riesgo y beneficio, utilizaban las ramas más finas, haciendo picón en las orillas de los regatos apagando las enormes lumbres con agua.
Don Pepe, se pasaba muchas noches con ellos vigilando el “cocido del carbón”, donde se pagaba sus buenos tragos de vino y ya “jarto” volvía al pueblo en su bicicleta. Se hizo legendario su gusto por el “pirriaque” a lo que también era aficionado el monaguillo que tuvo después en el Rincón y algún malintencionado hablando de las aficiones del cura decía:
¡Si no joen por algún lao tenían que reventá!
Durante los años que pasó en aquellos pueblos de carboneros también se ganó la fama de ser algo bigardo y gustarle mucho las mujeres, impropio del cargo que ostentaba en la comunidad y que no escandalizaba a la parroquia, al considerarlo santo y bueno.

Cuentan que un día, un domingo en misa, se le escapó en la homilía un comentario que hacía reír a los vecinos. Después de una larga perorata- alas que era muy aficionado—sobre la higiene moral y física, concluyó:
¡Ah!, cuando vengáis del campo de hacer el carbón, os cambiáis de ropa y os laváis bien que sino mancháis a vuestras mujeres y nos tiznamos “toos”.
Cierto o no, la anécdota iba con él.
Instalado en la capital y ya párroco del Rincón se desplazaba al lugar en su yegua cada vez que era requerido por algún colono a celebrar un sacramento.

Era gordote y glotón y había descubierto un truco para desayunar y comer opíparamente en el mismo día, sin necesidad de abrir la boca, ni ofender a nadie.
Conocido era por todos la animadversión de dos cuñadas, cuyos maridos, hermanos habían tenido, sus más y sus menos, por una herencia de unas tierras en el pueblo. Ambas parcelas eran extremas, una al principio, la que primero visitaba Don Pepe y la otra en el otro extremo, ya prácticamente en la frontera, localización que alegraba mucho a los colonos, que temían que algún día ocurriera una desgracia.
En invierno, muy temprano se acercaba a la primera choza:
-¿Qué tal anda, Don Pepe?
-Voy a casa de tu cuñada para hablar de unos asuntos con ella.
-¿Y no ha desayunao, claro?, pos yo le vi a poné algo de picá ,que seguro que cuando usté llegue allí hambriento, esa que es una pelandusca y una guarra ,no le pone ná y con lo arisca que é no le ofrece ni un trago vino.
“Algo de picá”, generalmente era un plato con dos enormes huevos fritos y acompañados de unas buenas lonchas de tocino o de jamón que con pan de hogaza, hacían las delicias del cura, terminando con unas copitas de anís “p´al frio” y unas perrunillas.

Hacía su ronda y a media mañana, llegaba al otro extremo del Rincón, a la casa de la otra cuñada:
-¿Habrá estao usté en ca mi cuñá y de seguro que no l´a  puesto ná?
El se hacía el sordo.
-¡Esa es una suripanta y una josca, ahora le preparo yo a usté unos huevos con “condío”.
El “condío” era lo que acompañaba a los huevos fritos: chorizo gordo de la matanza frito, unos tacos de lomo doblao, unas morcillas de sangre “encebollás” y el cura comiendo pensaba:
-¡Qué bueno está el “condío” pa que fuera todo mio!

La verdad es que siempre trataba de mediar entre ellas pero cuando por el chozo se extendían aquellos aromas se olvidaba de todo.


Encaramados en un árbol , a horcajadas, jugaban con los tirachinas “el torra” y Felisín “eldelainés”, dos de los muchachos más despabilados de la zona.
-¡Mira quien va por ahí!
-¡El “luca”, llámalo!
-¡Pos hablando de “luca”, nos puso bonitos el cura Pepe el otro día en misa a toos los presentes.
-Pos ¿Y qué pasó?
-¡Pos ná!, que empezó la plática, (Abrió los brazos, dispuestos a la grandilocuencia, imitando al cura), “Hoy os quiero hablar de la mentira, la mentira denigra a quien la practica y es una de las madres de todos los vicios, ¿A que vosotros no mentís?”
Y toa la parroquia, noooooooo y entonaba la voz como si fuera un coro entero de feligreses, “Es una fea costumbre a la que  quitáis importancia llamándolas –mentirijillas-, pero el lobo antes de ser lobo ha sido lobezno…”
“Hay un bonito pasaje en el evangelio de San Lucas, en el capítulo 28, en el que habla de lo pernicioso de la mentira, ¿Supongo que todos habéis leído ese capítulo?”
El muchacho seguía imitando al cura a la perfección, para regocijo de su amigo.
-¡Y toos, siiiiiiiiiiiii- el “torra” hacía eco con las manos en la boca!
-“Pues hablando de mentiras, todos vosotros, no sois más que una patulea de mentirosos y os tendré que confesar a todos, porque el evangelio de San Lucas no tiene más que 24 capítulos”
-¡Tenías q´habé visto la cara de toos! Habían caío en la trampa de Don Pepe.
-¡Pero es mu güena gente- sentenció “eldelainés”

Lucas se había unido a los muchachos, que se encaminaban al río.
-Pos ayé pasó por casa porque s´ha enterao que la mi hermana Mary s´ha quedao preñá del “Ciri” y fuera aparte del disgusto de mis padres, vino el curita a echá má leña al fuego.

-¡Si ná má q´ha sio un avé!- imitaba la voz atiplada de su hermana llorando- si ná má q´ha sio una vé, y ademá, que desgraciá, al “Ciri” lo ha llamao pá la mili. Y ¿Cómo vamos ahora terminá de jacé el crio?
El “torra”, lo interrumpió,¿Amos allá que la tonta tu hermana se cré que los crios se jacen a cachos. Toos los días un trozo y si tíes prisa por verlo, pos dos o tres cachinos por día.
“Eldelainés”, los miraba divertido.
-¡Tonta si, la Mari, lo qu´es mu lista! ¿Y el cura que decía.?
-¡Pos ná, movía la cabeza , pero…no dejaba de comé!

Don Pepe, cada vez más mayor, se cansaba de arengarles desde el púlpito. Preparaba los sermones con mucho cuidado; los mandaba sentarse y engolando la voz, comenzaba el eterno soliloquio; eterno se les hacía los pobres parroquianos, que a duras penas, lograban reprimir la sonora abertura de boa en forma de bostezo.
Era la época de la recogida del maíz y la semana había sido dura de trabajo, todo el día en el campo con la “piquiña” y el calor. Ese domingo se notó que la afluencia de feligreses no era la misma que otras veces. Los menos cansados, acudieron y se dejaron caer pesadamente en los bancos. El tema: Dios.

Nico “el rata” por su pequeño tamaño a pesar de tener quince pa deciséis, se entretuvo en contar las veces que decía la palabra, Dios…
Y el cura:
-¡Tenemos que creer en Dios…porque Dios, y Dios nos dio…temor de Dios…Dios vendrá…………….!
Nico llevaría ya doscientas veces.
El tono del cura se hacía más impaciente, más intenso, y al mirar a los parroquianos, el que no estaba dormido, bostezaba ruidosamente con las manos en la boca.
¡Con lo bonito que él había preparado el discurso, para esto, para que no le hicieran ni caso.
Cuando oyó su estruendoso ronquido, rojo de ira, estalló y alzó más la voz:
-¡Dios…Dios…al que no crea en Dios…que le den por saco!
-¡Doscientos dos!- cantó el “rata”


Ya por su edad, fue llamado para ocupar una parroquia más cómoda en la ciudad y llegó el día de la despedida. Todo el Rincón estaba allí, todos al final debían algo al cura y fue a recogerlo un coche del obispado.
El asomado a la ventanilla, las mujeres llorando y cuando el coche arrancó, todos los chicos lo perseguían gritando:
-¡Padre!, ¡Padre!........
Con su socarrona sonrisa, nadie le oyó murmurar:
-¿Algunos!  ¡Algunos!

Rincón de Caya. 03042001

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