domingo, 29 de abril de 2012

EL MERINILLAS. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)








EL
MERINILLAS
(Cuentos de los muchachos del Rincón)



Mi padre, estaba recostado apoyando la espalda en la piel rugosa del viejo alcornoque que daba sombra a la entrada del chozo, en el que todos los días
dormitaba un rato escoltado por un can tiñoso de raza indefinida que siempre le acompañaba al campo. A su lado. Una bolsa de mendrugos de pan.

Antes, de que le entrara “la soñera”, sacaba su navajilla albaceteña y  delicadamente cortaba a “raja y pela”-  con el deo por delante, trocitos de tocino añejo de la matanza anterior. El tiñoso merodeaba por si algo le caía
que llevarse a la boca. Cantero de pan duro encima: trozo de “jalufo”-aprendió ese nombre cuando hizo la “mili” en las colonias españolas de Afríca- y pellizcón de pan. Se entretenía en dejar caer pedazos de pan por los que porfiaban las gallinas siempre asediadas por el orgulloso gallo que no desaprovechaba la ocasión de montarlas. Mi padre al “run-run” de los abejorros se quedaba dormido.

La ventana de mi choza esta tan cerca del riachuelo que sentía en mis venas su corriente. Acurrucado en mi yacija escuchaba el canto de la tenaces ranas, el bufar de los sapos y en mis noches infantiles, me aterraban los chillos agónicos de un pájaro que cayera en las fauces de una garduña, comadreja o gineta, que abundantemente se criaban en las orillas; hasta los doce años no me acostumbré a los sonidos mágicos de las noches extremeñas, el ulular de los cárabos, el sisear misterioso de las lechuza y menos mal que aquí no había lobos. En la cabecera de la cama había retirado dos piedras de la “jorma” del chozo”, por donde me entraba el aire fresco de la noche y evitaba el sempiterno humo del habitáculo. Las noches de luna llena a veces, veía  bajar sigilosamente de la sierra algún jabalí o ciervo a beber al arroyo y me extasiaba ante el espectáculo de la vida salvaje. Siempre había algo que ver desde mi tosco ventanuco calentándome la lumbre la espalda.

Las cosas en casa iban bien, diría espléndidas; el año anterior las cosechas habían sido buenas y se vendieron a buen precio y las arcas de la familia nos permitían algunos pequeños lujos en la comida que nos sacaban de la siempre austeridad de los campesinos. Quince años cumplí y todos me llamaban “El Loco de la Cañá”, lo uno sería por la forma de ver la vida y lo otro porque mi choza lindaba con una cañada de trashumantes donde dos veces al año se producía en trasiego del ganado de norte a sur y viceversa , la ida y la venida a los pastos sureños. Días (pocos) de regocijo para la dura y monótona existencia de los seres obligatoriamente pegados a la tierra.

Y un día- nunca supe como lo calculaba- mi padre, inquieto comenzaba los preparativos. En un viejo “chufardo” de antaño y remozado cuando Dios daba a entender, apilaba gruesos tueros de encina recogidos meses atrás y encendía una espléndida fogata. Recuerdo que al fondo colocaba un tronco viejo que tardaría muchos días en consumirse y sobre él los leños para que el fuego respirara; en mañana los palos se habían consumido pero el tronco guardaba la brasa y en cuanto le ajuntábamos algo de leña menuda lucía en todo su esplendor.
Impacientes, por las tardes después de terminar las faenas nos arrimábamos al “chufardo” hasta que un día o dos cómo máximo, alguien cantaba ¡Ya vienen por la “cañá” ¡ …y salíamos corriendo para adelantar en algo el encuentro.

Llegaba el cortejo por la cañada real; lo anunciaban los esquilones y los campanos de las vacas y en el horizonte los perros “chivatos” seguidos de los cansinos mastines de carlanca, dueños de las cañadas, veredas, cordeles y trochas trashumantes. El polvo y la vacada, troupe vocinglera a coro de balidos y mugidos con el acompañamiento de los ladridos de los chivatos.
Nervioso el ganado buscaba refugio, descanso y sobre todo agua.

Abrazos y parabienes de viejos amigos que se ven dos veces al año. Para los pastores que llegaban todo seguía igual, pero ellos para nosotros eran libros parlantes, que nos traían cientos de noticias y chismes de otras tierras y de otras gentes que vivían al norte.

Esos días, mi padre, descuidaba algo sus labores diarias y no quería perderse las historias, que con su peculiar gracejo contaban los serranos.
Para disgusto disimulado de mi madre incluso pasábamos la noche con ellos, acostados junto al fuego pegados a los rescoldos si enfriaba las noches que eran mágicas para todos con el ruido de fondo del ganado tranquilo.

Los serranos empezaban las labores de vivaquear; los chivatos o careas pequeños a los que el ganado más temía por el dolor que les producían sus dientes al apretarles el zancajo, eran los encargados de reunir las reses díscolas
Mis ojos de niño, escrutaban todo aquel ajetreo y bullicio como si fuera un circo, descubriendo como los pastores montaban los rediles de soga trenzada que portaban las caballerías y allí reunían todo el ganado a pasar la noche.

Mi padre, mientras observaba las labores de los ganaderos, asaba grandes lonchas de tocino añejo y algunos embutidos que con gran apetito los recién llegados daban cuenta siempre regado de buen vino que viajaba  largo de la bota de mano en mano. Cuando ya la noche caía y el vino alegraba el ambiente campesino; al abrigo de las brasas, conocí al

“Merinillas”

Era un zagal pastor de aproximadamente mi edad, negro de sol y lunas, sentencioso a pesar de su corta existencia pero con la experiencia que da el vivir en los campos: al aire libre.
Nos alejábamos de los demás y echábamos a caminar sin rumbo; me enseñaba los nombres de las flores y sus aplicaciones, aprendí a conocer a los pájaros por su canto y su vuelo; me enseñó a no tocar los “níos” ni molestar a las crías pelonas y aprendí a ver la naturaleza de otra forma y sobre todo me enseñó: Respeto.

Nos hicimos uña y carne, no me separaba de él ni un momento-como un perro faldero, como el  “tiñoso” de mi padre.- y yo adivinaba que el muchacho agradecía mi constante presencia; Me confesó que en el camino se sentía sólo- sobre todo por las noches-pues sus compañeros mayores, aunque eran buena gente, generalmente iban a lo suyo y no tenían tiempo de escuchar a un “mocoso”; ellos esperaban un comportamiento de “hombre” sin pensar en el niño que aún llevaba dentro.

Alguna noche que dormimos junto a la hoguera, su cuerpo contra el mío, tan cerca que podía sentir cuando lloraba por los pequeños estertores de su cuerpo y una vez cuando lo adiviné dormido palpé su rostro tranquilo, pero húmedo de lágrimas. Siempre se guardó sus secretos más íntimos y yo lo respetaba. Nunca me sentí tan unido a persona alguna como aquella tarde en que lloró en mi hombro. Era una bonita tarde, sentados bajo unos peruétanos; “El Merinillas” estaba algo achispado-a mí no me dejaban beber- pero a él lo consideraban un hombre hecho y derecho. No logré saber a qué venía aquel llanto y tanta tristeza y no pude por menos que hacerle coro. Nos regamos mutuamente los hombros y permanecimos abrazados un tiempo y cuando acaricie su pelo largo olía a jaras recién abiertas. Se levantó al momento-quizás avergonzado de mostrarme su debilidad- me dio una palmada en la espalda y con una sonrisa exclamó “Pá fuera la mierda” y volvió a ser el mismo.

Aprendí también, sobre el sexo, la amistad y el amor, que me producían desasosiego desde que me aparecieron pelos en el pubis. En aquellos pocos días, aprendí más del mundo que en un año de escuela. Pero, lo que más me gustaba era hablar de lobos, sus luchas con los mastines de carranca-collar de clavos que protegía en cuello de los perros de las dentelladas de los lobos-el pánico de los ganaderos. Yo me imaginaba excitantes aventuras en lugares lejanos; me transportaba a la “Portilla de las torcaces” donde una cuerda de lobos mató tres ovejas y lacearon el paraje y se cobraron dos soberbios ejemplares de cuya “pellica” el “Merinilla” se hizo un morral que portaba en bandolera, donde guardaba la picadura de tabaco, el yesquero y algún trozo de queso y pan duro “ Pá roé por los caminos cuando el jambre aprieta”

La soga culebra
Andar de noche por las sierras con el ganado era en aquellos tiempos peligroso por la cantidad de lobos que poblaban las serranías y cuando los pastores montaban los apriscos, uno tenía que bajar al pueblo cercano a comprar lo más necesario y en su mochila llevaba una soga de unos diez metros- La Sogaculebra

Ya al atardecer, hechas las compras, la subida a los apriscos por los caminos entre breñales, se ataba la soga a la cintura y arrastrando la cuerda emprendía la ascensión con la seguridad de que si había cerca lobos- lo que casi siempre ocurría- jamás se acercarían al extremo de la cuerda, confundiéndola con una gran culebra que hacía ruido al arrastrarse levantando polvo. No osaban retarla y llegaban los pastores con bien a los refugios de arriba.

En mi joven imaginación me veía sólo en el camino, con el siseante ruido de la soga y los lobos acechándome a ambos lados de la vereda escondidos entre la foresta. Cada vez que lo pensaba me saltaba de emoción el corazón en el pecho.
Otro día, me hablo del cordel entre encinas:
Algunas noches llegaban muy “ajustaos” al vivac y no había tiempo de montar los pesados apriscos de cuerda, reunían el ganado en un claro entre encinas, custodiados por los perros y a la altura de un metro y medio aproximadamente colocaban una soga uniendo los árboles. No me explicaron porqué el lobo ni saltaba ni pasaba por debajo de la cuerda.

¡Partimos mañana!-fue el principio de la conversación- y aquella última noche después de cenar unos gazpachos (Ellos lo llamaban así), no era como el nuestro, el que conocía. Extendían una masa de harina fermentada y la cocían en piedra caliente en forma de torta y dentro colocaban: trozos de gallina frita, lagartos, pajarillos y otros trozos animales. Otra torta hacía de cuchara, cuchillo y tenedor. Su sabor era exquisíto.
 . Nos alejamos de la hoguera buscando la intimidad de la noche donde se abren los corazones.

Fue la última noche durmiendo junto a la fogata. Yo triste e incómodo miraba las estrellas que serían las mismas que el miraría cuando se hallase lejos y eso como nexo de unión me reconfortaba. En el crepúsculo matutino sonó la voz potente del mayoral.  ¡Ámonos!, y todo se puso en movimiento recogiendo todos los achiperres que portaban.

Y, ya en la amanecida la procesión se perdió cañada abajo, dejándonos a todos con un amargo vacío y sobre todo a mí que había encontrado en aquel muchacho la profunda amistad y el amor fraterno.

¡A la tarea, que pronto volverán!- gritó mi padre para regresar a la faenas cotidianas.

Yo pasaba muchas noches recordando punto por punto las palabras de “El Merinillas”
“Si, me gusta esta vida, pero sobre todo por estar siempre al aire libre en esos días de tormentas, acostao bajo un “chufardo” y con el fuego cerca y allí calentito te iluminan los relámpagos y los truenos poderosos te regalan los oídos y te hacen temblar el pecho lleno de aromas de tomillos y jaguarzos. Te sientes tan pequeño ante algo tan grande cuando las gotas se escapan de los bayones del techo y caen frías en tu cara. Arrecogío siento las maravillas del Creador”.(A mí me parecía casi una oración)
El ganado se encabrita y muge nervioso, me hago el dormido y me aprovecho. Me dejan en pá.

Con el buen tiempo y ya estimando el estío, volvieron los trashumantes y los maravillosos días de confidencias y convivencia. Y, Esta vez no me despedí; cuando me levanté aquella mañana se habían evaporado, no quiso despertarme para despedirse. En mí, quedaba el juvenil recuerdo de aquel chaval trashumante que tanto me enseño y con quien tanto compartí.

Mi padre decidió montar una pequeña cantina para refugio de carreteros transeúntes y trashumantes. Había un poco de todos, utensilios, elementos de cocina, chacinas, latas… un mercadillo que también surtía a los labradores y ganaderos de los alrededores que iban a comprar al final de las faenas y a tomarse unas copas. Se convirtió en el centro de reunión de la comarca y yo diligente en la barra atendía a los parroquianos pensando siempre que en la primavera bajarían los pastores y con ellos mi amigo “El Merinillas”. Lucía  un sol tímido y esa tarde de nuevo los cencerros anunciaron la llegada de los serranos e impaciente corrí hacia ellos.

Busqué con ansia a mi amigo, pero “El merinillas” allí no venía. Pregunté al mayoral pero no me hizo ni caso, sólo se encogió de hombros. Ya las ovejas en los rediles. Se repetían las mismas escenas de los años anteriores el fuego, el tocino asado, etc. Pero a mí me faltaba algo o mejor dicho todo. No quise preguntar más por no incomodar y molestarlos mientras hacían sus preparativos. Ya anocheciendo me acerqué al fuego donde mi padre departía con los demás y el viejo “Carriles” se calentaba royendo un trozo de queso.

Me senté junto a él. Era un anciano en plena demencia senil que no hablaba con nadie, malhumorado y esquivo pero excelente trabajador; tenía la mirada perdida en sus pensamientos.
-¿Y, el Merinillas?- me arriesgue a sabiendas de la mala leche del viejo-pero parecía tranquilo por los efectos del vino.
- ¿Y quién es ese?
-Un chaval que vino el año pasado con vosotros, de unos dieciséis años, alto moreno y bien parecido, pero con los ojos más tristes del mundo.
- ¡Deja a este pobre viejo que centre las ideas!- parecía que estaba más sociable que los viajes anteriores.

- Anduvo con nosotros desde que tenía diez años y fuera de la época de los caminos nadie sabía ande se metía (Era un ser libre).A la hora de emigrar a los pastos del sur aparecía como por ensalmo con su franca sonrisa, aunque un poco alborotaor para un viejo como yo.

-Perdone ¿Y este año porqué no ha venido?
-¡Porqué está muerto coño, porque va a sé?

Un mundo se hundió dentro de mí pecho… “el merinillas muerto”. Obnubilado por la congoja lloré como nunca lo había hecho mientras el anciano me miraba indiferente. Nunca creí que querría tanto a un semejante.

-          -Fue en el viaje de vuelta a casa a la altura de un pueblo del norte de Cáceres, un cepo de lobos le atrapó un pie y lo dejó malherido. Abrimos el cepo y el píe se fue hinchando como un balón. Pa resumí, que tengo pocas ganas de hablá, lo aposentamos en unas toscas parihuelas y curamos las heridas con orina de oveja recién paría- remedios de Santos e infalible para los pastores.-no se había tronzao el güeso pero la fiebre no bajaba a pesar de las pócimas que le aplicamos.
-          ¿Y, los médicos?
-          -¡Tú eres mú chico y  ¿ de ande sacamos las perras en caso de haberlo encontrao?. La herida se engangrenó; un olor a podrio insoportable. ¡Cómo sufría con los baches de la mula que lo arrastraba! Y una noche ayudado por dos horquillas a modo de muletas que yo mismo le preparé, se alejó para “dá” de cuerpo dijo.
-          Se fue tan sólo como nació y vivió; no quiso ser una carga para sus compañeros.

La ventisca aquella noche fue la peor de la comarca en muchos años, prácticamente  despertaron cubiertos  de nieve a pesar de los aguardos y nadie echó de menos al muchacho durante la noche. Ya al amanecer “ El Matajambres” lo  echó a faltar y alertó a sus compañeros. Se veía que su intención era alejarse lo más posible en busca de la muerte y entre unos brezales encontraron su cuerpo irreconocible; los lobos le habían comido la cara y los glúteos. Junto a él el cadáver de un lobo joven muerto en la lucha desesperada del muchacho.

Los restos corporales del compañero los enterraron en un “bajío de la cañá” bajo un centenario alcornoque; lo recordaba una simple cruz que rezaba:

“EL MERINILLAS”. 16 Años. Pastor.

Y, aquel mismo verano pude visitar su tumba por unas toscas indicaciones que me dio el mayoral y que con  mucha suerte pude hallar:
Era una simple cruz en medio de la dehesa extremeña, cincelada por el viejo loco, que indicaba el lugar donde reposaban los restos de mi amigo.

Mi padre propuso su exhumación y enterrarlo en cristiano (Que más cristianos que los parajes que amó) le corte flores silvestres y las deposité en un último homenaje a un hijo de la trashumancia, hermano de la miseria y el sufrimiento, pero con todo un morral de lobo repleto de negaciones y ganas de vivir, que sus mejores amigos-enemigos – los lobos- habían truncado.                                                                
Badajoz treinta de Enero de dos mil ocho.
Badajoz cuatro de Junio de dos mil siete.
                                                                       

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.