martes, 17 de abril de 2012

La campanilla. (SC) 261108

LA CAMPANILLA

-¿Has oído? ¿Qué ha sido eso?
Suena como una campanilla de la iglesia



 cuando van a ofrecer. Se escuchaba muy tenue allá en el fondo del camposanto en la ladera del cerro del “bote” a una legua de ka ciudad donde se extendía el viejo cementerio testigo de tenebrosas historias durante la guerra civil cuando sus tapias eran los últimos escenarios de vidas que habían pasado a no significar nada.
¡La sigo oyendo!
¡Calla!
Las tapias del viejo camposanto eran el lugar ideal para las jóvenes parejas que ansiaban encontrarse solos, ajenos a miradas extrañas. Como nadie se atrevía a visitar el lugar sagrado de noche, los novios sabían que aquel era el lugar más indicado para sus escarceos amorosos y tranquilos se entregaban a sus incipientes experiencias amorosas.
¡ No se que me pasa, pero a través de los muros, sigo percibiendo el sonido lejano de una pequeña campana! ¡Muy sutil pero la oigo!.
¿ A qué hemos venido, a escuchar campanillas?
¡Perdona pero no me concentro!
¡Púes entonces vámonos!
Quedaba el pueblo abajo como media legua; se veían en el valle las luces ya mortecinas por lo avanzada de la hora,
-¿No oyes? Otra vez está sonando débil y lejana.
¡Me estás obsesionando tanto que me parece oírla!


Desde lo alto del ciprés de la capilla-que creció allí antes que el camposanto, cantó el mochuelo ávido de vida sobre tanto muerto. La media luna ganó a las nubes del otoño provocando sombras de árboles alargados sobre los campos de tumbas.
Quizá, fuera la suave brisa que vagó otero abajo.
¡Ahora la oigo! es muy tenue y estoy seguro que no es mi imaginación,
¡Vamos!
¡Me da miedo pero, sola ni me quedo ni bajo al pueblo!

Las últimas tormentas derruyeron parte de una esquina del viejo recinto de piedra que guardaba a los muertos y por ella, en la semipenumbra entraron. Ascendieron hasta la parte alta entre las tumbas recién floridas por la llegada de noviembre.
Seguía impávido el mochuelo desgranando su reclamo en la noche y de vez en cuando llegaba a sus oídos el insistente canto de la campana cada vez más cerca
¿No has notado que el sonido por más insistente y cercano que parece se ha vuelto agónico?
Asintió en la obscuridad, presa del pánico.
Llegaban ya a los últimos cuadros de párvulos-tumbas en tierra- y, ala luz mortecina de la media luna, descubrieron parte de la tierra removida entre dos pequeños túmulos blancos ya viejos. Y, en la cabecera de la tierra fresca y hierro cubierto de orín sostenía la campanilla de sus desvelos que tras dar dos estertores agónicos  calló para siempre
Cesó el viento, ocultóse la luna y callaron los gárrulos mochuelos. Nunca un silencio fue tan sonoro. Los ojos de adolescentes  miraban fijamente la dorada campana muda.

¡HEMOS MATADO A UN NIÑO!
Sentenció sin ver la cara de su compañera en las tinieblas.
¿Qué dices?
¡Qué hemos matado a un niño!
-Sólo pudo llorar sin comprender nada, mientras tras una última mirada a la enigmática campanilla emprendió el camino hacia el pueblo sin pensar si él la seguía o  no. Todos sus miedos se hicieron parte pena y parte tristeza.
¡Yo, no lo sabía!
¡Yo, tampoco! Pero en el camino de vuelta he recordado algo que escuché siendo niño a mi abuelo, sentados al amor de la lumbre cuando tanto nos gustaba escuchar historias de miedo.

“Hubo una Señoritinga por estos contornos, siendo yo muy joven, que vivía en una gran mansión en la falda norte de la colina. A sus pies todas las tierras que puedas imaginar. Llevaba una vida opulenta que contrastaba con el malvivir de sus campesinos y asalariados llenos de piojos y ancestrales hambrunas. La pálida Señorita algunas veces caía en un estado-que ni viva ni muerta-del cual se despertaba pasado un tiempo. ¡Qué bien contaba las historias el abuelo! Dio una calada al cigarro.
“Recuerdo el año veintitantos, la peste hizo estragos por el valle y la Señorita al parecer murió en terrible epidemia. Recuerdo, que la enterraron en el panteón familiar con todas las pompas fúnebres propias de su enjundia”
¡Me lo contó “el joroba”, sepulturero de viejo.
Una mañana neblinosa de diciembre yendo a sus tareas, observó que la escalinata del mausoleo estaba llena de sangre que buscaba el suelo. Pensó, al principio el algún pájaro que fue a morir allí tras la tormenta. ¡La sangre venía de dentro!
Se llamó al juez y para espanto de todos, familiares y curiosos, al abrir el féretro,
La mujer tenía las uñas clavadas en el pecho y la tapa mortuoria echa virutas.
Infortunada, la enterraron viva!

“Y, fue tal la obsesión de los lugareños por no ser enterrados vivos que ataban a las muñecas un hilo del difunto que acababa en el badajo de una campanilla y los sepultureros que hacían guardia de noche estaban atentos los repiqueteos; según me contaron jamás volvió a suceder”

Marcial-Jesús Hueros Iglesia
261108

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