lunes, 7 de mayo de 2012

EL MONAGUILLO DEL RINCÓN. (CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN).




EL MONAGUILLO DEL RINCON.

(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN).

19022001


Tenía la cara “abotargada” y la nariz del color de los tomates en verano, unos decían que por el viento cortante de la frontera; otros que por su afición oculta a beber el buen vino de las pitarras.

El "Güevo" era el mote con que lo conocían los demás muchachos, que algunas veces, y cruelmente, como todos los niños, se burlaban de él al saber que perdió a los nueve años un testículo por un desafortunado accidente. Lo marcó, y quizás fue la causa de su temprana inclinación a la bebida. No soportaba que lo llamaran "Peloti" o "Mediogüevo", aunque ya entrado en la adolescencia, lo asumió e incluso hacía bromas de ello.

Siempre creyó que aquel episodio lo dejaría estéril y con una deficiente vida sexual. Con los años pudo comprobar que sus miedos eran infundados, pues tuvo una vida normal y fue padre de dos bellas muchachas. En el hospital, le colocaron una prótesis para disimular su falta (güevo era un apócope de güevogoma).

Al bajar al río a bañarse "en pelotas" con los demás- sobre todo si había muchachos nuevos- presumía de fuerte y los retaba a que hicieran lo que él hacía y resistiesen lo que él resistía: ponía los dedos pulgar y corazón en resorte-como para golpear en el juego de los "bolis"- y con toda su fuerza lo soltaba golpeando el dedo corazón el "güevogoma", sin inmutarse, ni cambiar el rictus.

Los otros lo miraban asombrados,
-¡Host... con lo que duele eso!
 Y él ufano, lo repetía cuantas veces se lo pidieran.

En la pequeña iglesia del Rincón, sólo se ofrecían oficios religiosos, los domingos y fiestas de guardar. El cura se desplazaba desde la cercana ciudad y "daba misa" a la que asistían todos los  colonos con sus trajes de "disantos". Muy serio, junto al cura, omnipresente el "güevo".
Contaba no más de quince o dieciséis años y desde los ocho, cuando hizo la primera comunión el cura lo fichó y también, conoció las delicias del vino y no dejaba pasar la ocasión de robar el líquido elemento del sacrificio.

Cuando el cura echaba en falta el dulce vino que le regalaban las monjitas del convento de las Carmelitas- cosa que sucedía con harta frecuencia- el muchacho ingenioso, sabía capear el temporal con las más peregrinas disculpas, que eran aceptadas benevolentemente por el sacerdote pues él tenía y sufría la misma debilidad.
-¡S´ha evaporao!
-¡S´ha vertío!
-¡ Se l´han bebío las corujas!, en la iglesia criaban varias parejas de lechuzas.
-¡Se lo bebió usté ayé!, que se pasó una miaja con un servidor.

Esta última afirmación era la más efectiva, y hacía que el cura cortara en seco sus reproches. Fuera cierto o no, el sacerdote pensaba que cuando se excedía en sus libaciones, no distinguía muy bien donde metía las manos.

Por la noches, después de las duras faenas del campo, el "güevo" se acercaba al chozo del tío Benito y allí cantaba al son del acordeón de la "Lirio" un viejo colono que nunca se explicó el porqué del apodo que le habían colocado y como el muchacho no lo hacía del todo mal, se sucedían las invitaciones y además contaba chascarrillos y chismes que eran muy celebrados por la concurrencia.
-¡Benito, échanos otra rociá y llena al monago, q´hoy está sembrao!

Y, cuando los hombres se iban retirando a los chozos de sus parcelas, para cenar con los suyos, se quedaba sólo con el tabernero- regente del único lugar con vino de los contornos- que por la "compaña", seguía invitando al chico.
-¡Deje usté señó Benito, que yo pague una ronda!- de más sabía el resabiado la contestación- él nunca llevaba ni una perra gorda encima.
-!Quit´allá, chavá! q´el que invita al tabernero o está chalao o tié mucho dinero.

Cuando regresaba al chozo, a duras penas disimulaba ante su madre "la tajá"- del padre no le importaba pues ya estaba como él- pero la compensaba con sus besos y arrumacos que tan bien practicaba el simpático y zalamero muchacho.
-¡Si es que m´han animao madre y si digo que no a alguno se pué ofendé y usté m´a dicho siempre que no le farte a naide!

Cenaba y derrotado miraba a la yacija- madera y juncias del río- y se aprestaba a desnudarse sin olvidar la frase que oyó muchas veces a su padre.
-"¡A mala cama, colchón de vino!"

Y antes de dormirse, recordaba otro de los dichos de su padre.
-"Despué de comío y bebío, que quiés jacé cuerpo mío
-¿Cortá leña?
-Ní mijita, al cuerpo no se le puen dá toos los gustos que se vicia, asinque !A la cama, a dormí!"
-¡Pobre padre, siempre cargao, siempre con la bebida a cuestas!

Otras veces, le oyó cantar unas rimas, que él también entonaba en la cabaña del tío Benito:
-"Si un probe se jarta bien, icen !ya se´emborrachó!
 Sí el que lo jace es el rico, ¡Qué malito está el señó!”

Una mañana, su querido padre iba montado en la burra, a por leña a la ribera, niebla por fuera y niebla por dentro, a la altura de los taludes de “los abejarucos” se cayó y se desnucó quedando al "Güevo" huérfano y de herencia el mismo vicio y dos viejas vacas.

Antes del amanecer, el chico, andaba ya trasteando, ordeñaba, limpiaba el reducido establo y preparaba "el jato" para salir y pasar el día con las vacas pastando. Salía al frío de la mañana, se desperezaba y orinaba a la puerta de la choza:
-¡El que sabe beberla tié que sabé mearla! sentenciaba.

Nunca a causa de sus excesos, faltó a su cita con el trabajo diario.
-¡El que vale pa bebé, tié que valé pa trabajá!

Orillas del río de hierba alta y jugosa; pasaba las horas con sus animales pensando en sus cosas y tallando palitos con su navajilla. Comía algo de queso y pan del morral y dejaba que las horas pasasen plácidamente, fuera la estación que fuera e hiciera el tiempo que hiciera:
-¡El tiempo sea güeno o malo, al campo a esperalo!
-Está noche en casa del tío Benito- se consolaba- ya entraremos en caló.

Llegaba la Semana Santa, los tibios días de primavera. El abundante pasto saciaba pronto el hambre de las vacas y no se movían mucho, con lo que la jornada del muchacho era más descansada. Al terminar aquel día la faena, y encerrar los animales, encontró al señor cura en la choza tomando café con la madre. Se le iluminó al instante el rostro; ya sabía cual iba a ser el encargo.
-Mañana, con la fresca- le conminó el cura- sin falta, te vas hasta la ciudad con la burra y te traes para la iglesia dos garrafas de vino de las monjitas, después te subes a la iglesia de la Concepción y que te den las formas para la comunión. 
Y no te olvides al bajar para en centro, entrar en la Catedral y recoger el frasco de los Santos Óleos como todos los años, y tempranito para acá ¡Has entendido!

Pues claro, llevaba ya varios años haciéndolo. Pero la advertencia del cura no era vana, pues como años anteriores alguna aventura surgiría para regocijo del chaval y para él una reprimenda de sus superiores escarmentados de las tropelías del atolondrado monago.

No cabía en sí de gozo, era el momento más esperado del año, tanto que durmió mal aquella noche, pensando en la perspectiva de pasar un día en la ciudad después de los monótonos meses del invierno: chicas guapas, algún capricho de goloso, la comida en una tasca que lo sacara de la monotonía.

Reunió los ahorros, aparejó la burra con las angarillas y antes del amanecer ya estaba camino de la ciudad contento ante el día que se le presentaba. Cumplió prontamente los recados del señor cura, cargó las damajuanas de vino y una botellita aparte para el sacerdote, gentileza de las monjas, las hostias y loa óleos bien guardados.

Comió en “Los Gabrieles” y sentó en un banco del paseo de San Francisco a extasiarse viendo pasar las mozas más arriscadas todas, que las del Rincón, que no se dejaban casi ver. Al ver tantas muchachas bonitas, también se dio cuenta que ya había dejado de ser un niño y azorado se decidió a rematar la tarde tomando un “chato” en “Los balconcillos” un garito que ya conocía de años anteriores. Pero al primero, le acompañó un segundo y a este… Exultante, departía con los de la “ciudá”, que poco a poco, iban llenando la tasca y sin darse cuenta que el tiempo pasaba se le hizo de noche.

Cuando oyó música de tambores a la puerta de la tasca, su cerebro se despejó ante ruidos tan poco habituales para él. Se asomó. Estaba pasando la procesión del Cristo Crucificado de la iglesia de Santo Domingo muy venerado en la ciudad y que acababa de pararse a la puerta del bar para dar descanso a los costaleros.

En medio de la ya cerrada noche, el brillo de los hachones, iluminando la faz doliente del Cristo en la cruz con las perlas sangrantes en la cara, se emocionó. Los vapores del alcohol encendieron sus mejillas, se le erizaron los cabellos y preso de un fervor incontenible… cantó, ¡Vaya que si cantó!

Eran las dos de la madrugada y había empezado a llover, las “chaparrainas” de abril y él, gozoso encima de la burra, dando pequeños tragos a la botella del cura, e indiferente a los arañazos y magulladuras de los brazos y rostro. Ni el ojo amoratándose por momentos, con amenaza de cierre, le dolían. Iba contento, cantando en medio de la aciaga noche.

A lo lejos, y entre las cortinas de agua distinguió- más bien adivinó- las luces de carburo de la choza del tío Benito. Pronto llegó a sus oídos el inconfundible ritmo del acordeón y las aguardentosas voces de los labradores que trasnochaban en sábado. Ato bien la burra protegida en el “chufardo” y puso a buen recaudo la preciosa carga.

Una vaharada de calor, le invadió al entrar en el recinto calentado por la fogata.
-¡Echa vino, tío Benito! ¡Una rociá p´al güevo!

Trasegó de un buche el vino y pidió otro.
-¡Chacho!¿De onde vienes?¿Que t´ha pasao que paeces un Cristo?.
-¿Un Cristo? ¡Ni me lo nombres!
-¡Cuenta!- le apremió un parroquiano- ¿Quien t´ha hecho eso que t´ha descarajao?
-¡Pos na!- se arrellanó en un posijo atrayendo la atención de todos.
-Pos na, que estaba yo tomando una copita en la tasca, cuando dio por pasá por allí, el Cristo en procesión, acompañao por los nazarenos y mucho gentío y detrás una banda de música. Al velo, allí subío, tan sufrío, con la cara llena de sangre y que s´había parao delante de mí, pos m´arranqué y le cante una copla que me salió del alma.
-Por lo visto a los guardias y a la gente no le gustó mi toná ¡será porque soy forastero! el caso, es que se armó un alboroto y entre toos, asin m´han dejao.
-¿Qué le cantaste?¿Que decía la copla, chiquillo!- lo apremiaba nervioso el tío Benito.
-¡Pos algo asín!
-“Lo coronaron de espinas,
y a poco lo dejan tuerto,
 si serán hijos de puta,
 no es pá cagarse en sus muertos”

-¡Y, paece que no les gustó mucho!
Todos rieron y festejaron la ocurrencia del despabilado chaval.

La “señá Angela" restañó como pudo las heridas del chaval y trató de disimularlas, para que estuviera visible en la misa de la mañana pero ya toda la zona sabía de “última del güevo” y los codazos y los cuchicheos se sucedían durante la misa ante la desesperación del cura, molesto aún por la reprimenda que a primera hora de la mañana le había regalado el Obispo, por la conducta del monaguillo en la procesión.

Al terminar la misa y mientras ayudaba a desnudar al sacerdote, lo miraba con el ceño fruncido y disimulando su resaca.
-¡Yo no he hecho ná!
-Hiciste bien los encargos, pero la bebida te pierde, y como en años anteriores te metiste en líos. No estuvo mal que sintieses lo que sentiste y eso dice mucho bien de ti y tampoco que le cantases al Cristo, pero no en la forma de hacerlo que lo hiciste.
-¡Lo siento cura!
-¿Y la botella de vino?
-¡Me la “guindaron” los guardias!- respondió presto el muchacho.
-¡Sí, los guardias que iban encima de la burra!. Anda vete y recuerda que el próximo domingo es la boda de Víctor y Quica, así que temprano te llegas y abres y limpias un poco la iglesia y ¡Deja el vino, que te va a matar! !Que bebes mucho!
-¡Menos de lo que yo quisiera!, padre.

Aquella nueva mañana de domingo, era de alegría y de tristeza, Víctor y Quica se casaban, pero inmediatamente el mozo en quintas, debía marchar para cumplir con sus deberes con la Patria al día siguiente y la mala suerte es que le tocó al lugar más lejano: África, donde permanecería más de dos años. La falta de medios le obligaba a que no asistiera siquiera al nacimiento del hijo que ya gestaba la “Quica”.

Poco a poco, fueron llegando los invitados, que se reunieron a la puerta de la iglesia. Cuando llegó el señor cura y los contrayentes, las puertas seguían cerradas, sin signos de que el “Güevo” hubiese aparecido por allí.

Había pasado la noche en casa del tío Benito entre risas, chanzas y abundante vino. Al ver las primeras luces de la mañana se acordó que tenía temprano la boda.

Se enderezó, tomando la pelliza y echó a correr hacia la iglesia a más de dos kilómetros de allí. Ni la fría mañana ni la lluvia conseguían despejarle y dando tumbos hizo el camino.
La concurrencia, medio empapada y helada, maldecía para sí al maldito monaguillo tenedor de las llaves. Los niños fueron los primeros en verlo venir en la lejanía por el camino de carros.
-¡Señor cura, por allí viene el “Güevo”!

Y, dando traspiés, de lado a lado, se acercaba como podía el muchacho.
-¡Padre!- le dijo el novio al oído- parece que viene pero no viene como con…viene.
-¡No hijo, no viene como conviene viene como con…vino!

La cara y la nariz roja como de un tomate de la vega en verano…sería por el viento cortante de la frontera… beodo y bello… así era el “Güevo”




Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
19 de Febrero de 2001
















4 comentarios:

  1. La canción que canta el Güevo, está mal:

    "Lo coronaron de espinas,
    y a poco lo dejan tuerto,
    si serán hijos de puta,
    no es pa cagarse en sus muertos"

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Corregido! pero me ha costado un güevo esto de blogger no está muy conseguido

      Eliminar
  2. Gracias MARIO, tu como siempre genial; no sabía como hacerlo.Ya sabes de mi lucha con estos "enreos".

    ResponderEliminar

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.