LA
CARNE
Y
LA
SANGRE.
Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
24052012
Olía a tierra húmeda.
En el fondo del huerto, al pié de un arriate de aligustres, alguien había cavado una profunda y pequeña fosa. A su lado un montón de tierra extraída, esperaba; las lombrices huían reptantes, molestas por la luz y se hundían en la tierra suelta.
Era la parte más sombría y húmeda del huertecillo, donde no llegaban las matas de las hortalizas.
Moría el otoño y desde hacía muchos días, no paraba de llover, lo que facilitó la excavación de la fosa.
La luz de las ventanas que daban al huerto, presumían un hogar cálido y feliz.
Unos gritos de mujer rompieron el silencio de la noche, gritos de dolor desesperado, que dieron paso al llanto vibrante de un niño, que por primera vez le chillaba al mundo.
Un corto silencio y el chirriar de la puerta trasera de la casa, dio paso a una sombra, que decidida, cruzó el huerto y depositó en el hoyo un objeto que se movía desesperadamente. Con evidente prisa vació el bulto en la fosa y lo rellenó de tierra, después, lo pisoteó con las botas para apelmazarla.
-¡Siempre sobra tierra!
Empezaba a llover de nuevo, cuando sonaron los goznes de la puerta y la figura humana entró en la luz de la casa y todo quedó en el más completo silencio.
Los seis niños, vieron la sangre en el baño pero ¡No dijeron nada!
Mamá, no, les dio esa mañana el desayuno pero, ¡No dijeron nada!
El pueblo, los vio días después de la mano de su madre muy adelgazada, pero
¡Nadie dijo nada!
Por el sendero que subía a la sierra, aquel amanecer de niebla y escarcha, un hombre de negro caminaba deprisa, como si huyera de sí mismo. Su indumentaria, inadecuada para aquel día de frío, lo hacía sudar copiosamente.
Iniciando la ascensión a lo más alto, el pastor de gruesa zamarra se desesperaba intentando conducir el rebaño de cabras indómitas, por el mismo paisaje de cada mañana, vio al hombre de oscuro como subía cabizbajo por la senda, a veces una trocha, llevando descuidadamente bajo el brazo, una caja grande de zapatos, sucia, atada en cruz con una basta cuerda de pita.
Anduvo hasta mediada la mañana, totalmente empapado, por la cada vez más espesa niebla. En la cumbre, cansado, se sentó y encendió un pitillo y miró a su alrededor hasta descubrir un grupo de rocas de granito.
A sus pies excavó un hoyo en la tierra blanda pegada a las piedras; profundizó y en el fondo depositó la caja de zapatos y la enterró. Cubrió la tierra recién removida con otras rocas más pequeñas asegurándose que alguna alimaña no pudiera llegar hasta el bulto.
Agotado, emprendió el camino de regreso que le llevó el resto de la mañana. En la bajada saludó al cazador y en la entrada del pueblo fumó un pitillo con el cabrero que saludó por la mañana.
Cuando llegó a su casa, se sentó junto al fuego para secarse y se tomó un plato de sopa caliente con sus cinco hijos chicos.
El cazador de zorzales no había cazado nada, ¡No había visto nada!
El cabrero, solo toda la mañana, tampoco
¡Había visto nada!
Llegó hasta la orilla del río con un viejo saco al hombro y montó en la barca con la que se buscaba el sustento y el de sus siete hijos. Dejó el saco en el fondo húmedo del bote y este se estremeció.
Remaba río abajo.
Era el modo normal de desembarazarse de camadas indeseadas de gatos y perros de la comunidad.
Estaba amaneciendo y en la orilla dos lavanderas arrodilladas, moviendo enérgicamente las ropas, más que nada para espantar el frío de las manos en las heladas aguas. Vieron pasar al barquero, que remaba vigorosamente. La más joven, al reparar en el bulto, pensó.
-¡Que vigor para ser unos animales recién nacidos y cuantos deben ser! Y siguió con su tarea de apalear las ropas contra la roca lisa que terminaba en el agua.
Bajo los chopos, en el único puente que salvaba el río, el viejo pescador de caña, cebaba el anzuelo con una lombriz, que había desenterrado antes de la amanecida.
Desde su posición, vio venir río abajo, la barca y llegada al puente, apartó la caña y el sedal para dejarla pasar.
No se saludaron.
El bote se perdía río abajo y en el silencio, sólo roto por los remos, oyó un ruido familiar e inequívoco.
-¡Que ladridos más extraños llevan los animalitos!
y, siguió en su tarea de vigilar la boya, que le indicara la picada de algún pez.
En un recodo del "Charco de la sorda", el lugar más profundo del río, el barquero metió en el saco la piedra que le servía de ancla y lo arrojó al agua. Lastrado se hundió rápidamente.
El barquero camino de casa, se cruzó con las lavanderas y el pescador; sólo se miraron.
Pero, las lavanderas, ¡No vieron ni oyeron nada! y el pescador del puente, tampoco, ¡Vio nada ni oyó nada!
Todo seguía igual en el pueblo catorce años después. No habían nacido los que tenían que vivir y si muerto los que tenían que morir. El pueblo seguía oliendo a pucheros.
El hombre de gris estaba en el árbol donde una noche,-hacía ahora catorce años- enterró en bulto en aquel mismo lugar. Su traje, estaba más viejo y ajado que entonces, pero su cara no era la misma; un extraño rictus, a la luz de la luna, indicaba que no se encontraba bien y más si alguien se fijaba en el inusual ángulo que formaba el cuello con respecto al cuerpo… y sus pies no descansaban en el suelo mojado.
¡Estaba ahorcado!
Su cuerpo suspendido de una soga atada a una cruz de ramas bajas, estaba abierto en canal, desde el esternón hasta el pubis y los órganos internos, colgando y esparcidos por el suelo, mezclado con la tierra húmeda de las lombrices.
El cabrero, ya muy envejecido, aquel mismo día del ahorcamiento del vecino, perdió su cabra favorita, y no queriendo dejarla a merced de los lobos y otras alimañas, haciendo de tripas corazón, se subió atardeciendo a la sierra, buscando por donde siempre pastaban; pasaban las horas y el animal no aparecía. Cansado decidió dar una última vuelta por lo alto del collado, el punto más elevado de la sierra y cerca del sitio donde un vecino escondió o mejor enterró, entre una rocas, una caja de zapatos, que él vio, pero no quiso ver.
Junto a las rocas, restos sanguinolentos y pensó que lo que se temía, sucedió. Los animales del monte dieron buena cuenta de su cabra. Se le secaron las lágrimas cuando entre unos matojos descubrió una mano humana, que por los anillos que portaba, no había duda que perteneció a su vecino y así comprobó, que el cadáver de aquel hombre había sido terriblemente descuartizado, troceado y los restos esparcidos por los alrededores de las rocas.
Horrorizado bajó al pueblo sin pensar en su cabra perdida.
La barca discurría río abajo, pasó bajo el puente de piedra, pero hoy no había ningún pescador. Cuando llegó en su deriva a la alturas de las lavanderas, sólo vieron en pelo y el perfil de la cabeza del pescador de barca; pensaron que se había quedado dormido como otras veces, dejándose llevar por la corriente.
La barca se detuvo en “El charco de la sorda” y quien quiso asomarse, pudo comprobar la macabra escena: el cuerpo permanecía boca arriba y la cabeza descansaba en la quilla, que es lo que vieron las mujeres del río, pero lo que no vieron es que esta estaba totalmente separada del cuerpo y entre las piernas de este, un manantial de sangre donde borboteaban las tripas aún con aire, el resto de los órganos diseminados por el fondo y el abdomen vacío, ahora estaba lleno de peces muertos pestilentes.
Aquella misma tarde, tres mujeres, aparecieron ahorcadas en las cuadras de sus casas y a la misma hora. Las buenas lenguas dijeron que no pudieron resistir la pérdida de sus esposos.
“Los que nada vieron”, desde entonces y en cada aniversario del funesto día, se encierran en sus casas a cal y canto, ahogados por el miedo.
En el pueblo quedaron catorce nuevos huérfanos.
Catorce años después…la carne se había vengado en su carne; la sangre en su sangre.
Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
24052012
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