BRUNO
EL
EGIPCIANO
(CUENTOS DE LOS MUCHACHOS DEL RINCÓN)
(SIN)
MALUM NULLUM EST SINE ALIQUO BONO..
Plinio el viejo.
NO HAY NINGÚN MAL QUE NO TENGA ALGÚN BIEN.
Las alegres muchachas del “Rincón”, todas jóvenes entre los catorce y dieciséis años, algunas tardes del aquel tórrido verano, bajaban cantando al rio. Antes y como un rito descansaban a la sombra del árbol “gineto” equidistantes de sus casas y la zona donde se bañaban. Con los deberes cumplidos, retozaban alegres en la orilla, a sabiendas de su soledad. Chapoteaban sin importarles nada, dando gritos y salpicándose unas a otras o entretenidas en infantiles juegos; disfrutaban de ese bendito momento de relajo y al tiempo empapadas salían del agua y en el camino a sus chozas se secaban expuestas al fuerte calor.
- ¡Siento una presencia extraña!- Dos chiquillas tomaban el sol en la orilla, ajenas a los juegos de sus compañeras-, los últimos días tengo la sensación de que pasa algo raro,
- El ambiente no es el mismo. Parece que los pájaros callan.
¡Alguien nos espía!. ¡Me lo barrunto!- ¡Díceselo a las otras!
Cesaron las risas y juegos y precavidas las muchachas se ocultaron tras los macizos de lirios más espesos de la rivera.
El regato fronterizo, de aguas turbias pero frescas, era un alivio para paliar los días calurosos del estío.
¿No lo veis?. Sólo asoma un poco el pelo, nos vigila desde la otra orilla, es un portugués gitano ¡Vámonos! ¡Qué asco! Corrieron chillando alejándose rápidamente del regato.
La curiosidad de María pudo más que su miedo y permaneció agazapada en su verde escondite; asomó tímidamente su mojada cabeza y…miró a la contraria orilla de soslayo para descubrir una cabeza cetrina y unos ojos vivos y chispeantes que otrora observarán a las muchachas. Los separaba no demasiada distancia y la muchacha vio en aquellos ojos algo que la impresionó. Aquel pelo lacio y brillante, aquel cuerpo desnudo al salir del agua reflejando lágrimas de sol, la encandiló, la enamoró.
Bruno era un adolescente egipciano de rostro faraónico; la personificación de la belleza masculina. Alto, nervudo y fibroso sin llegar a la desproporción, su pelo negro azabache brillante, rizado en medios bucles enmarcaban el agraciado rostro donde unos ojos negros, profundos, escrutaban hasta el alma de las cosas; espesas y recortadas naturalmente las cejas y adornando sus ojos unas pestañas inmensas. Los miembros eran fuertes y torneados; el uniforme color tostado de todo su cuerpo le daba la prestancia de un díos de ébano.
Con pudor, María, se tapó los ojos antes la presencia en cueros del muchacho, deseando en el fondo de su alma poder seguir contemplándolo.
El chico, completamente ajeno a que le espiaban, se movía desnudo, sin inhibición alguna, creyendo que las muchachas se habían marchado hacia sus chozas y casas de labrantío. Al volver la vista a la otra orilla, algo captó su atención.
Entornó los ojos negros, no creyendo ver lo que estos le ofrecían. En la otra orilla, una figura de piel nívea que se erguía sobre un lecho de lirios de tallos verdes y florecidos en amarillo. María, se había descubierto inconscientemente
sin darse cuenta, atraída por algo que no supo darle nombre hasta poco tiempo después. No era muy alta, de miembros finos que prometían que pasada la adolescencia sería una gran mujer; sus ojos de miel, vivarachos, se escapaban del pálido rostro y sus labios sanguíneos parecían perfilados con mejunjes. Cuando iba a comulgar por el pasillo central de la iglesia parecía una gacela que no tocara el suelo de pizarra y al volver su cara se iluminaba resplandeciendo de candor e inocencia. Las mujeres del Rincón al verla pasar cubierta con el velo, pensaban:
¡Paece la mismísima Vígen!
Sintió Bruno un calor desconocido que lo invadía y una sensación de bienestar que hizo la tarde más luminosa y más gárrulos los pájaros de la sombra fresca de la ribera. El también quedó prendado de la chiquilla.
Más que un río, el Caya, era un aprendiz, no pasando de riachuelo; pero se sentía importante pues sus orillas eran la frontera entre los dos países y en su ribera frondosa, sauces llorones dejaban sus verdes lágrimas en la superficie del agua, ramas que en el estío trenzaban una pérgola natural y a su sombra poco espesa, crecía la hierba bien alimentada por las aguas verdinas del cauce. Raya de contrabandistas, peligrosa durante la noche, pero calma mientras la luz duraba.
Y, a ambos lados de regato-río, colonos de los dos países se ganaban el sustento hiriendo la pobre tierra y regando con su sudor cada surco, que agradecidos, les premiaba con parcas aunque suficientes cosechas para cubrir sus necesidades.
Los gitanos de ambos lados de la Raya o frontera, eran
mal considerados como auténticos demonios, sobre todo los portugueses que eran mucho más pobres que los españoles y eran tachados de nómadas, gentes de mal vivir , ladrones y pendencieros, sucios y violentos, maldicientes y atrabiliarios
sin oficio y el beneficio lo obtenían perjudicando a los demás.
A ambos lados, unos odiaban a muerte a los guardias civiles y otros a los “guardiñas” y todos a los dos cuerpos, que representaban la ley de aquellos campos y perseguían con persistencia sus tropelías. La verdad es que los gitanos portugueses se ganaban la vida en época de cosecha trabajando en los campos por un misérrimo jornal y todo lo malo que por aquellos pagos acaecía les era achacado a ellos.
Las muchachas no volvieron a río, al enterarse sus familias que en otro lado trabajaban gitanos, temerosas de la “jonra” de sus hijas.
María, poco a poco, se fue distanciando de sus amigas, sus conversaciones le parecían vacías, sus juegos infantiles; se enfrascó más que nunca en sus tareas, que eran muchas y le mantenían la mente ocupada. Se recluyó en su mundo con el pensamiento puesto en el bello rostro moreno que un día vio asomarse entre el verde y amarillo de los lirios estivales.
Al poco, las gentes olvidaron el episodio del regato y a los gitanos portugueses, pero, las muchachas nunca más volvieron y sólo ella cuando las obligaciones se lo permitían bajaba sola al río y se escondía entre los juncos espiando la llegada del chaval.
Se había olvidado de las muchachas, menos de una, pero eso era agua pasada como la que le acariciaba su piel. Bruno llegaba solo, silbando alegre entre los árboles del bosquecillo de la otra orilla; se quitaba su pobre ropa lentamente, mostrando su bello cuerpo, hasta quedarse desnudo y lavaba la ropa cuidadosamente, golpeándola contra los cantos rodados y tendiéndola en la hierba donde el sol calentaba más fuerte.
Se introducía en el río braceando hasta encontrar las aguas más frescas y ajeno a las furtivas miradas de María, se tendía sobre la hierba, reluciente, barnizado de agua y luz y cantaba canciones tristes, las llaman “fados”, mientras acariciaba su cuerpo joven y viril tumbado cara al cielo observando los escasos pájaros que se atrevían a volar con el intenso calor.
¡Cómo anhelaba la chiquilla que aquellas manos fueran las suyas! Y acariciar aquel cuerpo lentamente, despacio, mientras caía la tarde hasta detenerse en la parte más obscura de aquel bronce que perdía la vista en el infinito.
Una imprudencia de María hizo que el muchacho se levantase y la descubriera. Avergonzado se tapó el sexo con una mano y sin dejar de sonreír la saludó con la otra.
Pasó una vida en la mirada de ambos; enrojeció María y salió corriendo hacia el Rincón en busca de su casa, sin poder apartar de su mente la imagen de aquel ser perfecto.
-M´han dicho tus amigas que ya no bajas con ellas a las parcelas
-Es que no me apetece padre.
-Pero, bajas a veces sola al río.
-Me gusta pensar en mis cosas sin las amigas alborotadoras.
-Me gusta estar sola, padre.
- Y, m´han dicho también que por allí ronda un gitano portugués de pocos años.
-¿Y eso que tiene que ver conmigo?
- No sé, pero me preocupa.
La muchacha también empezó a preocuparse- sabía de más la aversión de su padre a los portugueses y más, si eran gitanos.
El árbol “Gineto”, era un ejemplar impresionante, un álamo globoso que se erguía solitario, a igual distancia del río y de las parcelas de los colonos españoles.
Su nombre se debía a que año tras año y desde tiempo inmemorial, cobijaba camadas de ginetas de rabo rayado que gustaban de la soledad y aislamiento del lugar. Para Bruno y María significaría mucho en sus jóvenes vidas.
Pasó un tiempo en que María no veía a Bruno en la otra orilla del río y los rumores en el Rincón se fueron acallando- con el tiempo sabría la muchacha que la familia de Bruno se habían trasladado al norte de Portugal a faenar en la vendimia-, se entristeció y pensó que su ensueño se había terminado y el muchacho con el tiempo no sería más que un recuerdo.
Se afanaba en las tareas de la casa y el cuidado de los animales, pero su familia sabía que algo le rompía el corazón. No jugaba con el pequeño hermano como antes, no hablaba más que lo imprescindible y todos los ratos libres los pasaba en su cuarto meditabunda. Pasó el invierno sin ver prácticamente a nadie más que a su familia.
Llegó Mayo, esplendoroso de flores y aromas; la primavera mostraba toda la gama de colores que embotaban los sentidos. María se sintió atraída por el río y se encaminó al bosquecillo de los sauces, buscando la fresca sombra y allí se sintió feliz con su tristeza.
Ensimismada en el claro atardecer no captó la sombra que la acechaba; sólo sintió un beso en su cabello rubio y asustada se volvió para descubrir que aquellos labios eran de su amado Bruno que había regresado. Nunca comprendió como se entendieron hablando dos idiomas, aunque parecieran hermanos.
Y, en aquel bosquecillo, de sauces y fresca hierba se iniciaron ambos en el amor. Descubrieron un mundo loco de pasión a la sombra de los árboles de aquel recóndito rincón del río.
Sus cuerpos desnudos, bailaron sobre la hierba ajenos a las miradas del mundo y María lo convirtió en su palacio de hadas verdes.
Quería que el instante fuera eterno y ya anochecido se separaba de su amado.
-¡Ande vienes tan tarde!
- Del árbol “Gineto”, de “pensá”.
- ¿Y en qué piensas que ties descuidás tus obligaciones de la casa?
- En na padre, cosas de la edá.
- Pa mí que te pasa argo. Y como no quiero jaleos a partí de hoy, ni el río, ni el “gineto”, si quieres pensá lo jaces en el corral de los pollos.
Los muchachos, ante la actitud del padre de María establecieron un sistema de comunicación que pocos sabían: se buscaba un cristal roto- escasos en aquella época- y se practicaba un hueco en el suelo acorde con el tamaño del cristal y en su seno, se adornaba con flores de distintos colores buscando un motivo artístico y en el centro, ¡un presente!: una cuenta de collar, una moneda, las plumas vistosas de algún pájaro, una chuchería. Algo para agasajar al otro. Eran nichos de la vida. Los había de muerte donde se enterraba un pajarillo o un ratón y día a día se podía comprobar su descomposición.
Bajo el árbol “Gineto”, María y Bruno se comunicaban en secreto.
A sabiendas de lo que pudiera ocurrirle, María, terminó las tareas de casan y atardeciendo se acercó al “Gineto” y… allí estaba el nichito con florecillas, cristales de colores y en el centro un “tostón”- veinte céntimos de escudo portugués- lo que significaba que por allí rondaba Bruno, el gitano portugués.
Lo encontró tumbado, en el bosquecillo de los sauces, dormido, tan sólo cubierto por unos leves calzoncillos sucios. El abultamiento de su sexo la enardeció y muy lentamente, descalza se arrodilló y lo besó levemente en los labios.
Despertase Bruno y sonrió, la besó quedamente e hicieron el amor con la total entrega de sentirse un solo cuerpo y una sola alma.
Ya en el crepúsculo, desnudos y cara a la luna naciente, acariciándose se olvidaron del mundo y soñaron con estar eternamente juntos en una pequeña casita rodeado de un par de jenízaros tan bellos como ellos.
Cruzó Bruno el río, hacia su campamento cuando ya la luna ya estaba alta en el horizonte.
María, arrobada y feliz anduvo hasta la choza de la familia a sabiendas de lo que le esperaba.
- ¿Ande h´as estao, peazo puta?
- Paseando.
- Eres la vergüenza de nuestra sangre. ¡Mïrala!- y se dirigía a mi madre y mis pequeños hermanos- es la puta joven del Rincón, que se acuesta con gitanos portugueses y encima no saca ná, porque ná tienen.
Achispado, se acostó con una sola frase en su boca ¡Puta, más que puta! Y lo repetía durante el sueño.
María, se acurrucaba a su hermana Herminia en la yacija de paja y se dormía con un cosquilleo en el bajo vientre que le hacía olvidar las ofensas de su padre.
El padre de María, rencoroso y aturdido, cansado de los murmullos y habladurías de los labradores, decidió en una de sus incontables borracheras, espiar a su hija y así descubrió el secreto del árbol “Gineto”.
- ¡Hablaré con esa furcia!
- Y, además, “degomitá” por las mañanas- terció Andrés de trece años- sale de la choza después del desayuno y se va a los matorrales a “gomitá”.
- ¡Pá mí, que esta hija de puta está preñá”.
María, sufría los primeros síntomas de embarazo y aunque trataba de ocultarlo, ganaba la naturaleza, y, a los cuatro meses no pudo disimular su barriga preñada.
- ¡La pazo puta, está preñá del gitano! Que nadie diga ná, que en cuanto nazca el bastardo lo meto en un saco y como las “camás” de perros o gatos, lo echo al río.
- ¡No serás capaz!- terció la madre.
- ¡Tú calla!, cocina y lava como es tu obligación y te guardas tus sentires que a mí no me interesan.
Madre, como siempre, sometida, calló.
Ya sabía el lenguaje de los “nichitos” y eran las doce de la noche cuando abandonó la cantina, preñado de copas y con una antigua pistola de la guerra civil. Cansado de la caminata, se apoyó en el “gineto” y esperó. La noche era espléndida, el viento calmo y la temperatura suave.
Adormilado por el vino, vio llegar una sombra obscura. Era Bruno.
- ¡Boa noite!-saludó el chaval muy educado.
- ¡Con que tú eres el que ha “preñao” a mi hija, só cabrón.
- Senhor. Eu amo a María con toudo mi coraçao.
- ¿Qué edad tienes, gitano?
- Quince anos, senhor.
- Eres muy guapo, pero remendaré la honra de mi familia y, sacando la pistola, disparó.
Las pequeñas ginetas se revolvieron en su nido y abajo junto al viejo tronco, yacia el muchacho portugués, muerto, con sólo un hilillo de sangre que asomaba por su nariz.
Y, pasada la media noche de aquel aciago día, bajo un árbol centenario las lechuzas contemplaron un hombre viejo, desconcertado y beodo y a sus pies el cadáver de un adolescente desvencijado y roto por la muerte. La luna fue su aliada y corrió borracho a su choza donde cenó y se acostó indiferente a su criminal acto.
-¡Hay un muchacho muerto a los pies del “gineto”; la voz se corrió por todo el Rincón y muchos curiosos fueron a verlo. Yacía boca arriba con la calma dibujada en su rostro, todos le rodeaban y en un segundo plano, María se tragaba su tragedia amortiguada por el ser que dentro de ella bullía, era el alma de su amado Bruno.
Sus ojos no tuvieron lágrimas para llorarle, tan seca estaba de tanto dolor.
Las autoridades zanjaron el tema considerando que su muerte había sido natural.
El cuerpo estaba intacto, sin señales de violencia en sus ropas. El robo no era posible, pues nunca tuvo nada. Y aquel pequeño hilo de sangre por la nariz era la consecuencia de una apoplejía por insolación.
Sus familiares, campesinos pobres, lo enterraron en un bosquecillo de eucaliptos a la orilla del riachuelo sin dar cuenta a nadie, pues no disponían de posibles para enterrarlo en cristiano.
Y, allí, en el umbroso bosque quedaron la belleza de un egipciano y las ilusiones de quien más lo amó, María.
A la mañana siguiente, al amanecer, la muchacha lloró y descubrió un reciente “nichito”. Separó amorosamente la tierra que lo cubría y en un viejo papelillo rescatado de cualquier lugar, rezaba escrito con carboncillo:
¡AMOTE MARÍA!. Alguien lo escribió por él; Bruno no sabía escribir.
En aquella noche cálida, hizo un “jato” con sus pocas pertenencias, un poco de pan duro, queso viejo y su cuerpo preñado de un hijo y de ilusión.
Sólo quería huir. Alcanzar la frontera y llegando al árbol “Gineto” sintió los primeros dolores. Anduvo hasta el río en busca del bosquecillo de los sauces y allí entre sus ramas, parió un hermoso niño obscuro, sin manchas.
Lo sumergió en el riachuelo para lavarlo y purificarlo y cuando lo miró a la luz de la luna, lloró al ver en el bebé a su amado Bruno.
Era de piel suave, pelo azabache, largo. Su cuerpo era la sublime perfección y su mirada nada más nacer era de paz y sosiego como su amado padre.
Se acostó entre los matorrales y amaneció abrazada a una nueva parte de su ser, negrito y risueño, que reclamaba su primer alimento. Instintivamente se lo puso al pecho. Estaba seco. El bebé comenzó a llorar a falta de leche y ella al ver, que el infante buscaba infatigable el pezón.
Dos días anduvo por la frontera portuguesa, herida por el parto; sucia y harapienta. Calmaba al niño dándole agua de su boca y haciéndole “zugar” alguna fruta madura que robaba en los pequeños huertos de los “guardiñas” que cuidaban las orillas del Caya aliviándoles de sus míseras pagas.
¡Cómo llovía aquella maldita noche! El agua y el calor la hacían sudar como en las noches de tormenta. El niño lloraba hambriento arrebujado en las pobres telas y entre ese diluvio vio una luz que avisaba a los caminantes.
Era un establo, con cinco vacas famélicas pero lecheras y como pudo ordeñó una de ellas y le dio leche a su bebé; después agotada por el esfuerzo se quedo dormida en las pajas de la vaquería.
La portuguesa gorda, salió de la casona de tablas con una cesta de mimbre a recoger los huevos para la cena. La oronda mujer, estéril, sólo tenía el consuelo de sus perros chivatos. Levantó la vista de los ponederos y se encontró con una joven que sostenía en sus brazos un bebé obscuro.
Nada preguntó y acogió a María y al niño adoptándolos como su hija y su nieto. A partir de ese día, la vida de María se hizo más llevadera. En aquella casa disfrutaba del cariño de sus dueños que agradecían la ayuda que ella, acostumbrada a los trabajos duros, les daba.
La estancia no era más que una casucha de madera vieja, amplia y limpia, rodeada de rosales que escalaban hasta el techo; gatos, perros y gallinas pululaban a su libre albedrío.
Los días transcurrían tranquilos, pero a la noche la cantina se llenaba de los más patibularios individuos dedicados al tráfico de mercancías de contrabando, ruidosos, y a veces agresivos, que el cantinero sabía calmar. Él mismo había habilitado una amplia habitación para dar acomodo a María y su pequeño hijo; inmaculadamente limpia que era el orgullo de sus bienhechores. Aprendió pronto su idioma y sus giros y a su hijo aún no bautizado le llamaba Bruno.-como su padre- moreno, largo, bello que era la admiración de las mujeres que acudían a la cantina a dejar el género.
-¡Qué limpio!, si paece de ébano.
Y, María sonreía orgullosa del fruto de su amor con el malogrado gitano.
El niño, desde su nacimiento, aprendió a hablar en castellano y a “falar” en portugués.
Y, así pasó algún tiempo, pasaba dulce la vida, atendía a los contrabandistas con amabilidad y cariño pensando en lo dura que eran sus vidas, pero nunca dejó que ninguno se propasase y a veces para entretenerlos en su larga espera antes de pasar la “raya” les cantaba sentidos “fados” o canciones españolas de desamor.
Y, aquellos “fados” fueron el principio de un tiempo que ni siquiera los amos podían imaginar. El ventorro se volvió insoportable, muchos mochileros cambiaban sus rutas para pasar allí la noche, entre libaciones y canciones de María.
Sus protectores no creían lo que estaba pasando; entraba en su casa el dinero a espuertas gracias a la muchacha, más ella no pedía nada, sólo agradecía la protección de sus huéspedes.
Joao Mauro, el ventero portugués, aunque analfabeto, presintió el negocio. Hizo construir con el dinero ganado, no muy lejos de la barraca de los contrabandistas un gran escenario al aire libre, rodeado de veladores con muchas luminarias y en un ambiente relajado y agradable.
Como una epidemia se corrió por el sur de Portugal, que una mujer española, una hembra, lo más bello que se podía imaginar cantaba por las noches bellas canciones de amor a las orillas del Guadiana.
Llegaban engalanados carruajes de los ricos del sur, acompañados de sus mujeres y la mayoría de las veces solos para extasiarse con la diva del río.
Todos comentaban que era la mujer más bella que jamás hubieran visto.
Los contrabandistas, andaban mosqueados porque los ricos hacendados les habían robado a su musa, pero al ver como prosperaba María se conformaron y ella en pago a tiempos pasados de vez en cuando bajaba hasta la barraca a cantarles algunas de sus sentidas canciones.
La noche llegaba al ventarrón, plagado de lujosos coches de caballos y de adinerados caballeros que tomaban sus copas al son de las canciones de María, que esquiva no hacía concesiones a nadie.
Entraba la primavera y una noche, María cansada, salió del escenario rodeada de los humos de los apestosos puros; Su canción estrella “A saudade” arrancó los primeros compases y cantó apasionada como siempre entregando todo su cuerpo a la música. Entre el humo descubrió un bello joven, muy atildado, que la miraba fijamente.
Era guapo y con un porte tan señorial que se quedó prendada de él; parecía un hombre débil, pero de carácter resuelto Salió de su camerino para comprobar que la habían sentado junto a él en la cena que la casa servía después de la actuación a sus clientes más distinguidos e importantes.
-María, o Senhor es el último descendiente de la Casa de Braganza; los postreros Reyes de Portugal.
-¡ Y ella es María”
Al mirarlo y estrechar su mano sintió que era un hombre demasiado débil, enfermo, y sobre todo por su atuendo muy acaudalado-era dueño de todas las explotaciones de mármol del suroeste de Portugal- amén de otras prebendas inherentes a su cargo.
María, después de tantos sufrimientos pasados, comprendió que la desgracia también se ceba en los ricos y quiso abrazar y darle cariño a aquel pobre ser indefenso.
-¿Sabes?, ya se que me estoy muriendo- la palidez de su rostro lo delataba- pero me gustaría hacerte mi esposa; No te pido nada, sólo disfrutar en mis últimos días de la belleza y serenidad de tu rostro.
-No soy libre, Paolo, tengo un hijo de doce años, Bruno.
- Me da igual, yo sólo quiero que estéis junto a mí en el momento de mi muerte y tu hijo Bruno, será mi hijo y mi heredero. ¿Aceptas?
- Si, y te prometo hacerte el ser más feliz de la existencia.
- ¡Gracias!
El último de los Duques de Braganza murió tísico en brazos de su esposa, en el palacio de Villaviciosa. Lívido se extinguió como la llama de un candil sin aceite.
María, había alegrado los últimos días del heredero al trono de Portugal y su recompensa fue un cúmulo de propiedades de incalculable valor.
Bruno, ajeno a todo, se criaba cuidado por un enjambre de servidores que lo abrumaban hasta el punto de no tener intimidad. Jugaba tenis, montaba a caballo; tenía cuanto quería, pero no era feliz. Tenía muchas incógnitas en su vida que su madre nunca quiso desvelar.
- ¿Mamá, quién es mi padre?
- -El Duque de Braganza, hijo.
- ¡Sabes de más que no es cierto y quiero recordarte que ya soy un hombre!
- - Con catorce años sigues siendo un niño.
- ¡No, madre, yo quiero saber!
- Si crees que estás preparado, lo sabrás.
Y, una mañana neblinosa de diciembre, una carreta vieja y nada ostentosa partió del fastuoso museo de carruajes del Paço de Villaviçosa, con un cochero andrajoso, una mujer mal vestida y un niño sucio. Cabalgaban hacia España, hacia Badajoz, hacia el Rincón del Caya, procedencia de la familia de María que tan mal los habían tratado.
María, cedió a los deseos de su hijo para conocer a sus antecesores.
Conforme el pobre carruaje avanzaba por el camino de herradura del Rincón, María vertía lágrimas al recordar toda su infancia de pequeñas alegrías y grandes sinsabores.
Cuando llegó el carro a la altura de la antigua choza, hoy casa, no pudo reprimir las lágrimas.
No había en los alrededores ningún alojamiento, pero el dinero hizo que la antigua casa del cura se convirtiera en un lugar agradable; la lumbre estaba siempre encendida y el calor de la estancia era de lo más confortable.
-¡Mañana, buscaré a mis tíos y mis abuelos- terció el muchacho- a mi gente.
- ¡Ten cuidado y se prudente pues no te conocen de nada!
-¡Madre!, con esta vestimenta pasaré desapercibido.
Varios días anduvo el muchacho por el Rincón para familiarizarse con los contornos y de verse libre de la vigilancia de sus servidores camuflados.
-¡Madre, madre!, han llegao al Rincón una señora mú guapa y un chaval de mi edá, que paecen unos probes pero gastan dinero a mantas. ¡Icen que son refugiaos portugueses!
-¡Serán contrabandistas!
- ¡Madre!, han acondicionao la casa del cura que paece un palacio y icen que un puñao de “guardiñas” camuflaos, los protegen.
- Habladurías de chinchorreras, qué buscaría una mujé asi. Aquí, en este Rincón perdió del mundo. ¡La gente es mú mala!
- Icen que la mujé, tiene un cierto parecío con alguien que conocieron hace pocos años.
- ¡Anda!, son tontás, vete a echá de comé a las vacas, que están nerviosas.
-¡Mare, icen que se parece en too a tu hija María.
-Tontunas, dejamé en pá, que mi hija María murió de parto y es mejó que no se la mientes a tu padre. ¡Alágarte!.
Su corazón de madre se alertó y una cierta comezón le empezó a rondar por su cabeza.
Bruno, se familiarizó con el rincón y bajaba alegre al río, sintiéndose feliz con su soledad. Pasaba horas en la orilla sentado en el bosquecillo de los sauces, sin saber que allí fue engendrado; No sabía porque aquel recoleto lugar lo atraía y se sentía feliz bajo la pobre sombra de los sauces ribereños.
Cuando conoció la historia del árbol “Gineto” el lugar lo fascinó. Nada sabía de lo que allí aconteció, pero se sentía atrapado por el misterio. Se sentó bajo el árbol milenario con la promesa de indagar el origen de la leyenda.
Abstraído, en aquel atardecer que amenazaba lluvia no se apercibió de la cercana tormenta, que estalló esplendorosa y con toda su potencia. Las gentes del Rincón huían de las tijeras y de las caballerías, que aseguraban que atraían los rayos. Todos los parceleros permanecían con sus familias en las chozas, calentándose al amor del fuego y contando historias de tormentas que hacían temblar a los más pequeños
-¡Padre, el perro canelo, no ha vuelto. ¿Y, como está la orilla?
- -¡Saldré a buscarlo!
- -Padre, esperemos hasta mañana.
- Sabes de más, que ese perro, lo es too, le debo más que él a mí.
Se vistió el viejo con su traje de lluvia y entre rayos y relámpagos, se dirigió al río aguantando el diluvio-
-¡Canelo! ¡Canelo!, ven aquí.
Bruno, que se había perdido vagaba por la orilla, se vio sorprendido por la intensa tormenta y angustiado buscó una luz a la que dirigirse.
En la intensidad de la lluvia oyó tenuemente una voz lejana:
-¡Canelo! ¡Canelo!
Dejó, por un momento de llover y se alternaban nubes y claros.
Bruno, presintió la presencia de alguien cerca y guiándose por la voz llegó hasta él.
- Senhore, ¿Onde e vose?
- Acércate, ¿Quién eres? Has visto un perro canelo?
- No senhore.
- ¿Y, tú quien eres?
- Un muchacho portugués que se ha perdido.
- ¡Acércate, chavea!
Y en la noche obscura, acarició los negros cabellos húmedos del muchacho y lo abrazó con un instinto – en él raro- de protección. Lo arropó con su traje de lluvia y juntos aguantaron las embestidas de la tormenta.
- ¿Te has perdido?
- Si, señor.
- ¿Qué edad tienes?
- Quince años para servirle, señor.
Arreciaba la tormenta, pero ambos se sentían a gusto,
dándose mutuamente calor, cobijados bajo una gran roca de la orilla.
- ¿Y como te llamas?
- ¡Bruno, Señor!
- ¿Bruno?
El cielo se abría poco a poco y la tormenta cesaba, Un relámpago iluminó la roca, lo suficiente para que el viejo viera la cara del niño. Palideció, retrocedió y cayó al suelo embarrado. Asustado el muchacho apenas logro descifrar las palabras que salían de la boca del anciano.
-¡Has vuelto para vengarte!, sucio bastardo, gitano de los infiernos, que preñaste a mi hija y trajiste la infamia a mi familia y si amargaste mi vida ahora también me quieres amargar la muerte.
El niño Bruno, no entendía nada de lo que el viejo decía.
Comenzó a llover de nuevo. El chaval estaba asustado, con un viejo en el barro y diciéndole cosas incongruentes. Le reconfortó oír voces lejanas y entrever candiles bajo la lluvia,
-¡Padre! ¡Padre!, ¿Dónde estás?
-Aquí- era un moribundo que agonizaba en el barro- ¡Ha vuelto!, el cabrón del gitano, ha vuelto con la puta de su madre que emborronó mi “jonra” y la toos mis muertos. ¡ Desgraciá, que el cielo te castigue, furcia!
María temerosa por como se presentaba la noche, buscaba a
su hijo en la negra oscuridad. En cuestión de una hora, Guardias civiles y “guardiñas” portugueses se desplegaron por el Rincón ante el asombro de sus habitantes que casi se habían ya acostado.
- ¡Han encontrao al muchacho! en casa de los padres de María, gritó alguien.
Partió María en el desvencijado carro hacia la casa de sus padres. Empapada, abrazó a su hijo.
- Madre, soy María, tu hija, la que se fugó hace unos años preñada del gitano Bruno y este, es mi hijo Bruno como él, al que tanto odiasteis cuando se incubaba en mi vientre, fruto de mi amor con el gitano portugués, el ser más bello que he conocido en mi vida y la prueba la tienes en mi hijo, hecho a semejanza de él. Todo me lo robasteis, me odiabais, he pasado mucho, pero lo doy por bien empleado al contemplar a mi hijo.
Su padre, se moría, yacía en su cama de bayón, respirando trabajosamente.
- ¡María, ves a ver a tu padre!
Una lámpara de carburo, iluminaba la estancia donde el viejo, febril, agonizaba.
- ¡Maria!, hija, escúchame; mi fin está cerca y si puedes perdóname ya que yo no me puedo perdonar. Aquella noche en el árbol “Gineto” donde sabía que os encontrabais- fui muy borracho, después de estar en la cantina del “Chingao”, puto derrengao de mierda que nos saca de quicio con ese vino de mala muerte.
- -¡Padre!
- ¡Calla, fui hacia el árbol “Gineto” y el gitano portugués se afanaba en adornar un “nichito”. Había hecho una pequeña fogata para calentarse. Me senté, borracho, mientras el permanecía de pie con su arrolladora belleza. Sólo pensar las veces que había
estado encima tuya introduciendo su sexo, me volvió loco. Lo vi tan juvenil y arrogante y te puedo jurar hija mía
querida, que no se como esa arma vieja se disparó y, cuando lo vi en el suelo comprendí que la vieja bala le había entrado limpiamente por la nariz destrozándole
el cerebro y allí se quedó sin salir por ningún lado.
Cuando vi a tu hijo la noche de la tormenta creí
qué Bruno había resucitado para atormentarme.
Ya su voz era, entrecortada y respiraba con dificultad.
- Ya sólo espero que me perdones, hija.
- Padre yo no tengo nada que perdonarte. ¡Que te perdone Dios!
El solitario árbol “Gineto” en medio de los regadíos, para María significaba todo en su vida. Compró la parcela y con gran despliegue de medios para aquella época- los mejores ingenieros del país; potentes máquinas alemanas para desarraigarlo de su nacimiento y transportarlo al parque municipal de Elvas donde aún pervive rodeado de hermanos más pequeños y cobijando como siempre un nido de ginetas.
Antes de volver a España, María quería saber donde descansaba su amado Bruno que fue inhumado en la orillas del Caya.
Las riquezas lo consiguen todo, se extendió por el Rincón la leyenda del gitano y de una mujer rica dispuesta todo por encontrar una humilde tumba.
José, un viejo contrabandista, tuvo la suerte hacía muchos años de ver aquel cortejo fúnebre del muchacho y llevó a la señora al bosquecillo de los sauces. Ya medio ciego les indicó el lugar y allí… estaba el tostón (Moneda portuguesa) del
último nichito de Bruno el egipciano.
Hoy, el las afueras de Villaviçiosa se puede ver una escultura
del muchacho, en los jardines donde sus huesos descansan,
inmortalizado en mármol por los maestros artesanos de
Estremoz.
A Sandro, de catorce años. Lo conocí una tarde de verano
mirando fijamente al río y llorando mansa y hondamente
(como sólo saber llorar un niño). Horas antes había enterrado
en un pequeño cementerio portugués a su joven madre.