MI NIÑO OVEJERO
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Cuentos de los muchachos del Rincón
Entre las encinas de la dehesa, en el solitario amanecer de las tierras pardas suena una flauta de caña de no más de tres notas. La seca caña la arrancó en el regato del Conde donde más gordas se criaban. La secó enterrándola en la orilla de la ribera en la arena siempre cálida y la quemó someramente como vio hacerlo a su padre y a su abuelo y como ellos supo sacar escasas pero limpias notas de la caña mágica. Pocas cosas estimaba- porque pocas tenía- como su flauta para ahuyentar el tedio que junto a su navaja “donbeniteña” para comer al “raja y pela” ese tocino añejo montado en un mendrugo de pan duro-¡cómo siempre!- y eso, cuando había.
Lo recuerdo sentado bajo la vieja higuera guardiana del fuertecillo, siempre verde, en medio del secarral del estío.
El centenario árbol llegando el verano se convertía en el centro de atracción; su fruto acababa de postre o ahogados en las sopas de tomate tan a gusto de los pastores, y ya bien entrada la estación la gota almibarada en el “culo” del jigo” indicaba su punto de sazón de miel.
Lo recuerdo pequeño, nervioso, juguetón, hermanado con sus ovejas y atento siempre a la “pariera”. Olía muy mal, más a zorruno que a ovejuno. Siempre churretoso pero guapo. Supongo que no “levantaría” más de los catorce o quince años y seguro que hacía mucho tiempo no había entrado en la ribera del regato más allá de la orilla. Era tan atractivo en su belleza adolescente y tan agradable por su simpatía y desparpajo que el olor o su apariencia zarrapastrosa se olvidaba. Era pura vida revestida de una pátina de obscura suciedad.
Temprano se levantaba de su yacija antes del amanecer, daba “una vuelta” a las ovejas que nerviosas aguardaban en el aprisco; ordeñaba a su cabra, “la pocasperras” y se bebía la leche con su calor natural- si acaso migaba algún mendrugo añejo- que sobrara de la noche anterior y antes del alba se echaba a la dehesa.
Nunca le conocí al zagal un mal gesto o una palabra maldiciendo su destino a su suerte; nació libre, se sentía libre, se sabía libre y todo lo demás eran…”tontás”.
No recordaba casi a sus padres, también pastores, los mató un rayo en un otoño lejano. Cenaban bajo una encina en un atardecer aciago en la que sólo él -un “chavea” de seis años- escapó milagrosamente vivo.
Algunos días en su vagar con las oveja por la dehesa pasaba bajo el árbol carbonizado pero no se apesadumbraba “la vía es asina”y nada la cambiará nunca- estoica resignación que no aprendió en los libros-
¡támpoco le interesaban!- guardando el ganado se le iba la jornada, el atardecer le sorprendía pensando en lo corto que el día había sido. Llegaba al cortijo, atendía a los animales y tras una frugal cena se acostaba a soñar con el nuevo día.
Añoraba su querido jergón de juncos del cortijo. En la cabaña que el buen amo le mandó levantar junto al regacho en lo alto de los montes y allí, al amor de la lumbre se dormía mirando los tomates viejos que se secaban al humo en el techo. Pobres sueños de un adolescente que no contaba ovejas, solamente las”soñaba”.
Era tanta su ignorancia que la primera vez que se despertó enervado con toda la plenitud de su sexo y en la oscuridad de la cabaña de bayón, sólo alentada por los rescoldos se asustó creyéndose enfermo (por supuesto sabía lo del carnero con las ovejas) e intuía ovejas-niñas pero era tan lejano que dejaba que la naturaleza actuara, se “jurgaba” como decían los viejos pastores y un plácido sueño lo invadía hasta que el rebaño lo despertaba de sus sueños arrancándo sus doloridos huesos del camastro cálido y de nuevo al monte a bregar con las merinas enfrascado en sueños que aún no comprendía.
Era Abril, tiempo de espárragos, apañaría un buen manojo para cenárselos con un par de huevos de su más de media docena de gallinas que rebuscaban alrededor de la choza.
Y, allí, en el monte lo reconocí; igual de harapiento y sucio, ¡cuánta roña en tan pocos años!
Llovía intensamente finalizando Abril. Yo, en los alrededores del cortijo, paseando con mi paraguas de campo; el arriba, en la choza del monte junto al regato con un viejo capote raído por mil soles.
(Empiezo la puta descripción que no me sale nunca como quiero)
Su pelo, cataratas negras en la frente churretosa. Su rostro mulato de brisas y sufrimientos, enmarcaba dos ojos de un verde intenso que profundos parecían perderse en la noche de los tiempos, su cuello esbelto de nuez prominente daba cuenta de su masculinidad. Bajo el capote de lluvia se adivinaba su cuerpo enjuto, bien formado, amasijo de huesos y músculos amalgamados con serena belleza. Dos pobres botas sustentaban dos piernas, largas, firmes y rectas adivinadas en la espesura de los andrajos. ¡Qué triste terno! Aún recuerdo a mediados de Marzo, en una semana de intenso calor, que paseando cerca del regacho a poca distancia del cortijo, lo vi entrar desnudo en el río-¿estaría enfermo?- él que nunca , decían- se había mojado más arriba de los tobillos.
Era moreno, sin atisbo de vello excepto en las axilas y el pubis, pelo negro ensortijado, brumoso y denso. No había en su cuerpo espléndido ni un gramo de grasa superflua-marcaba todos los músculos como un tratado de anatomía-a mi mente acudieron las esculturas de jóvenes de mi último viaje por las Tierras Viejas.
¿Cómo un ser tan bello habitaba en tan apartado lugar?
¿No debería hacer algo, ya que mi empleado era y prácticamente a mi tutela estaba desde la muerte de sus padres, aunque verdaderamente no necesitaba de cuidados? Se bastaba el sólo.
¿ Y, si lo llevase a la ciudad donde podría ser admirado en la jungla del asfalto?
Su pelo ensortijado, negro brillante y descuidado y abundante. Rostro redondo acompañados de dos orejas sin lóbulos. Sus ojos verdes bajo las espesas negras cejas ribeteados por unas largas pestañas. La naricilla corta y respingona. Los labios carnosos y bien contorneados guardaban unos dientes perfectos, blancos y brillantes animaban su obscura tez cuando sonreía- que era siempre- y los “hoyitos” de sus mejillas.
Un poco cursi ¡ya mejoraré!
Cuello fuerte y largo. Torso juvenil de bien dibujados músculos; los brazos nervudos, formados partiendo de unos hombros potentes y redondos. Su piel lisa sin máculas, se adivinaba suave como melocotón. Largas piernas fuertes sin vello, pies perfectos a los nunca había cuidado-como el resto de su cuerpo-, su galanura era completamente natural. ¡Cómo si el Sumo Hacedor hubiera querido adornarse al crear aquella criatura para la imperfecta tierra!
¡Así lo conocí y así lo describo!
Lo he intentado.
Aquella tarde cuando llegué al cortijo, pregunté quien era el zagal que cuidaba mis ovejas; era el hijo pequeño- adoptado- del casero que vigilaba mis posesiones y de la barragana -eso decían- que con él vivía y que me daba también de comer y aseaba mis estancias. Nunca vi en la cocina a nadie hacer tanto con tan poco; unas simples acelgas o espinacas del huerto hacia que te supieran mejor que cualquier plato de carne o de pescado de los restaurantes mas sofisticados de la capital ¡Cómo guisaba la condenada!
La misma tarde que conocí al chaval, entré en la espaciosa cocina regada de olores ricos y la vi; estaba de espaldas y al volverse, descubrí, porque era tan bello aquel chaval de quince años(Nadie me lo dijo, pero supuse que las malas lenguas habían matado a los padres del chico queriendo ocultar que era hijo de la barragana). Al principio me molestó un algo su sumisión, pero entonces la vida era así y yo no tenía ningún derecho a cambiarla, de hacerlo sólo hubiera producido desorientación y no eran en ese momento mis pretensiones. ¡Yo era el Señorito y nada más! A mi pesar.
El mayoral dejó su mujer, desabrida y fea con la que engendró cuatro vástagos desabridos y feos y hacía unos dieciséis años se arrejuntó con la barragana y engendró el pastor de las ovejas ¡El pequeño díos!
Víspera de fiesta, sábado por la tarde. Me hallaba un poco aburrido en aquellos parajes tan tranquilos, un poco cansado de tanta soledad y sabe Díos como la amaba, pero me encontraba un poco triste.
En la ladera del monte donde abajo se desparramaban el cortijo y sus dependencias, un grupo d buitres negros dibujaban sus siluetas sobre el cielo obscuro que amenazaba tormenta ; buitres negros en la tarde negra, ¡Nada mejor para mis propósitos de observación! ¿Alguna oveja muerta? Me equipé para día de lluvia y planeé emprender la ascensión decidido y en contra de las opiniones de los guardeses y pastores.
-¡Señor, no bajará antes de que la noche amenace- dijo uno.
- Se barrunta una buena tormenta… y ¡ un hombre de “ciudá” com´usté!- apuntó otro.
- Es mu peligroso-sentenció la guardesa- la montaña esa, atrae “las chispas” como las flores a las abejas.
- ¡Coño!- me cabreé y no pensáis en el niño que está sólo allá arriba.
- El niño sabe donde y como está; sabe lo que “se cuece” y …el señorito , no.
- Pues me da igual-estaba decidido- subiré y nadie puede impedir mi determinación.
- Eso desde luego. Allá usté, nosotros le hemos “alvertío”
El olor de las jaras y los cantuesos trasminaba el ambiente que cuanto más subía más húmedo se tornaba. A poco la tarde moría y si soy sincero, desde la discusión con los empleados, mi interés decayó por la presencia de los buitres negros a favor del zagal ante la indolencia de sus progenitores. ¡Cómo llegó la noche de deprisa! Y yo había calculado mal mis posibilidades. Cada roca que rodeaba hacía que mis viejas rodillas se resintieran, sudaba al menor repechón y a punto estuve de arrepentirme de no haber seguido el consejo de los guardeses que ahora se estarían riendo junto al acogedor fuego de la choza de las ocurrencias del “señorito de las ciudá”.
Estalló furiosa la tormenta- deduje que aún quedaba mucho para alcanzar la meseta de las ovejas- de los cielos bajaban centellas y los granizos me hacían daño de fuerte y gordos que caían. Estaba totalmente empapado a pesar de todos los abrigos cuando exhausto me refugié bajo una cornisa de la roca que me proporcionó escasa protección, pero suficiente.
Entre el estruendo de los cielos, los sones de una flauta de caña de no más de tres notas-seca caña que arrancaría en algún regato en sus correrias con las ovejas por la finca del Conde-que me sonaron celestiales, salvíficos; bálsamo para mis cansados huesos.
Un poco más arriba, junto al aprisco de las ovejas que balaban inquietas por la tempestad, un pequeño chozo pequeño pero rotundo y dentro estaba el dueño que arrancaba las notas que tan bien me sonaron.
Era todo tan cálido que me reconfortó enseguida a pesar de estar gélido y extremadamente agotado. Aquel chozo me pareció más espléndido que el salón de jade de los Romanoff.
Se sentó frente a mí, sólo nos separaba el fuego central sobre un lecho de pizarra:
- ¿Quiere comé argo amo?
- - No me llames “amo” y dime, ¿qué tienes para comer?.
- S´ha muerto un corderillo recién parío y podemos asarlo, lo supe porque lo “golieron los butres”.
- ¡Vamos!
Nunca me supo tan bien algo tan sencillo: lo “peló” y extendió en unas ramas gruesas de jara a modo de parrilla y lo presentó al fuego; lo soasó lentamente con sal de su raido zurrón. Afuera seguía lloviendo como nunca en estos lares pero el aroma del cabrito en el fuego podía con todo y tomé parte en el festín con fruicción observando como al chaval le resbalaba la grasa por las comisuras mientras comía con auténtica avaricia. La combinación niño-alimento-fuego-choza-lluvia me hizo concluir que aquel primitivismo me atraía sobremanera hasta límites insospechados y la situación me imbuía en los misterios de los ancestros.
Llegada la medianoche, el frio y el aguacero de la subida me pasaron factura; yo seguía ensimismado en el adolescente que iluminaba la fogata. Se había desprendido de sus mugrientas ropas y en un alarde que sólo permiten los pocos años, se descalzó para calentar los pies y dejó su torso obscuro desnudo al aire caliente del chufardo (menos que una choza). Parecía un angel, sombra del infierno, descargando sombras chinescas sobre las paredes de bayón; se movía con gran elegancia, más que andar parecía bailar en aquel ambiente surealista recogiendo los restos de la cena. ¡Estaba completamente fascinado.
Lo que sacó de mi abstracción fue ser consciente de las condiciones en que pasaba su vida el chiquillo. Aquel antro olía mal- aparte de los efluvios del aprisco de las ovejas que al mojarlas la lluvia se había hecho insoportable- y aparte de la sucia yacija pocos “achiperres” más.
- ¿No tienes miedo? Las noches son largas: la soledad, los lobos, las tormentas, los ladrones…
- ¿Yo?, ¿De qué?
- De todo lo que te he dicho.
Se quedó pensativo un momento y fijó su mirada en el fuego.
-La noche no m´asusta, porque se que al contrario de los demás “bichos”del monte, la noche no es la muerte… amanec erá, saldrá el sol y yo seguiré vivo (Si Díos quiere, que quedrá pos no es mala gente). A la soledad, vine al mundo sólo- güeno me acompañó un poco mi madre-y, siempre he vivío sólo y supongo que sólo moriré un día entre estos montes (Toos los hombres mueren sólos). ¿A quñé temer lo que s´es?. Sólo con el jaleo de los animales y… mi flauta. Además yo tamién sólo se darme mis “alivios”- puso cara de pícaro y se sonreía pensando que compartía un secreto conmigo- ¿Usté ya m´entiende? ¿las tormentas?, aún no conozco ninguna que no haiga pasao y además a veces dan compaña en la monotonía del monte y los trabajos. ¿los lobos?, no m´asustan, los he oido desde chequinino y nunca se me s´acercaron. ¿A qué temé?...!Digame usté mas mieos!...
- ¿Y quién hizo esta choza?
- “Mis mendas”, cuando acababa con los animales, poco a poco fui trayendo juncos de los regatos de arriba y con unos palos la fui jaciendo como me enseñaron de niño. Sé que entra el aire por toos laos menos por la puerta pero, aquí me encuentro calentito en las noches frías de la sierra y jace fresco en verano.
- ¿Sabes?- le interrumpí- mañana cuando baje voy a dar órdenes para que te construyan una casita de mampostería aquí arriba.
- ¿De cúal?
- De ladrillo, hombre.
- Gracias, señorito, pero eso no es pa mí, eso es pá los “leíos”.
- Me quié usté decí que me encerrará como en una celda de presidio, sin golé a los animales, sin podé ve la luna, sin oí el viento que silba, sin sentí en las venas en mieo a los truenos y relámpagos y el oló cuando las culebrillas del cielo. No enteramé cuando el ruiseñó canta en las noches ni vé como la niebla se cuela dentro y en las noches obscuras quiere borrá el brillo de los rescoldos… ¿Y, el oló de los tueros de las encinas ardiendo?... y, ¿ande haría la fogata?. Sin sentí el fato de las ramas verdes de los brezos recien cortaos pá el camastro. Ese jumo que t´entra por los ojos y te jace llorá como de desconsuelo y el canto reseguío del mochuelo cuando se aposa en la moña del chufardo. No podé vé cuando dejo la puerta abierta el brillo de los luceros del cielo que me duermen en las noches de los torraos veranos. O el croá de las ranas en los regatos de arriba y en la mañana golé a tomillos y a jaras amaneciendo la primavera…
- Dejá de oí la berrea de los venaos antes de la primeras lluvias del otoño y, y,…el murmullo de los goterones cuando pegan fuertes en el techo de bayón…
Su voz, se oía entrecortada, quebrada y noté que estaba a punto de echarse a llorar.
-¿Tan mal le sirvo que quiere castigarme?- musitó el muchacho.
Que mal me sentí al verlo tan triste. No sabía que decir. Yo pensando en favorecerlo y él lo consideraba un castigo severo. ¡Cómo me odíe por no poder comprenderlo! Y… callé.
No cejaba la tormenta y lo vi coger la zamarra con intención de salir.
- ¿Dónde vas ahora?
- A cumplí con mis obligaciones de zagal.
- ¡Déjalo!
- No señó, lo primero la obligación que barrunto que las ovejas estan mu inquietas y al verme se tranquilizan.
De más sabía yo, que su reciente hombría no le permitía llorar delante de mí. Salió.
Me encontraba mal, los huesos cansados y la mente turbada, cuando en el entresueño sentí que con diligencia y cariño me cubría con su raida manta y al poco me quedé dormido.
Me despertó un fuerte olor a ajos, pimientos y café; estaba de espaldas enredando en la hoguera, semidesnudo por el calor que sacaba los colores de sus mejillas y noté que silbaba quedamente. Preparó unas migas y un café con leche de cabra que no olvidaré mientras viva,jugosas, fuertes de sabor a ajo, cremosas que se deshacían en la boca y que al unirse al arómatico café portugués al “mojarlas” eran una pura delicia. Ellas y el aire fresco de los montes después de la tormenta me reconfortaron.
Cuando salí al cielo azul de la mañana, me senté en el poyo de la entrada y lo observé trajinando preparando las faenas del día, y… pensar que la belleza del chiquillo se diluiría en pocos años para emerger (seguro) en un hombre rudo como sus padres y sus abuelos.
Ya no sentía pena cuando comencé a descender por la ladera camino del cortijo que diminuto se veía en el fondo de la vaguada, después de despedirme del chico que seguía con sus tareas ya liberado de mi presencia.
Pensaba en los mil mundos que nos separaban aunque una bendita tormenta nos hubiera acercado por unos instantes en la calidez de la choza.
Cuando volví la vista de nuevo, estaba parado, mirándome, apoyado en su cayado y saludando con la mano amigablemente. Sé que sonreía cuando a pleno grito- que repitieron los montes- exclamé:
¡Te juro que no compro… ni un solo ladrillo!
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