EL PALACETE
La estancia estaba saturada de olor a pus y desinfectantes, que se hermanaban creando una atmósfera difícilmente respirable.
En la cama con dosel del fondo, en suaves sábanas de seda, descansaba el cuerpo de un niño: flaco, descarnado e incoloro cuya respiración era apenas audible.
Un coro se sirvientes permanecían impasibles , esperando ansiosos la visita de la parca, para irse a descansar. Sus apenados padres, cómodamente en sus cálidos butacones rumiaban con tristeza la próxima pérdida; sus ricos ropajes oscuros presagiaban la tragedia.
El elegante galeno, aburrido pero bien pagado, se acercó al chico, lo auscultó , movió la cabeza y musitó:
- ¡ Lo siento, el chico ha expirado, de un cólico miserere no se salva nadie!
La madre, rompió el sollozos y un coro pagado de plañideras entonó su canto fúnebre. El primogénito había muerto, el heredero del Señor de los Páramos; dueño de vidas y haciendas.
Amortajado por la servidumbre, se colocó su frágil cuerpo en un blanco ataúd, esculpido en madera por un afamado artesano carpintero.
Ya en la tarde, con toda pompa, fue conducido por la fastuosa escalinata del palacio, hasta la carroza mortuoria, blanca de bellas columnas torneadas y labradas, criados con librea y tirado por cuatro caballos inmaculados con bellos plumeros blancos en la testa.
Exequias largas, tediosas, presidida por el máximo jerarca de la iglesia vestido con sus mejores galas. Ya en el cementerio, con la tarde gris y lluviosa. Un magnifico mausoleo de mármol acogería el cuerpo del niño.
Un bello ángel coronaba su ultima morada, un ángel con la fisonomía de su único habitante.
Acabado el rito, los ricos carruajes se alejaron del lugar del duelo.
¡ Aquí por lo menos estará bien acompañado!
Josito 15 de enero de 2005
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