jueves, 26 de abril de 2012

EL CRISTO GITANO.

EL
CRISTO
GITANO


Saltó la talanquera en aquella noche serena del verano. La Luna llena fue el testigo mudo de aquella escena de muerte. Mano y Primo se habían marchado de aquel cercado en busca de la manada.

Como tantas noches de aquel estío, los tres gitanos, se tiraban a los campos en busca de la aventura del toro: su orgullo: ser maletillas y sus sueños de gloria: despuntar algún día como celebrados matadores de reses bravas y abrir en hombros las puertas-grandes de los cosos más importantes de todo el orbe taurino.
Mano, su hermano, mayor diez meses que él y Primo, el menos entusiasta pero incapaz de perderse algunas de sus correrías nocturnas y un poco mayor que sus dos primos.

Nano tenía quince años recién cumplidos; un gitano alegre y risueño y con porte torero desde el mismo momento en que sus padres lo engendraron, espigado, alto para su edad, delgado más no enclenque y con cada músculo perfectamente colocado en su cuerpo obscuro. Faz morena como negros eran sus ojos y sus cejas. El cabello negro azabache caía en bucles amplios sobre sus orejas, ocultándolas y cubriendo la nuca. Piel tersa inmaculada, la nariz respingona y corta sobre unos labios rojos y gruesos que le daban casi el aspecto de niña contrastando con su cuerpo adolescente de muchacho.
Se había quedado solo paseando por la dehesa sus sueños y toreando de salón a las encinas y alcornoques que aparecían espectrales en aquella tenue luz. Olía a espliego y a tomillo, como huelen de noche las dehesas de la baja Extremadura y ese olor lo llevaba casi a un estado de éxtasis muy cercano a la felicidad infantil y el mismo olor que percibía en su cuerpo al acostarse bajo las lonas del campamento después de una noche de correrías en aquellos benditos (para él) campos…

Borracho, ahítos sus sentidos en la noche embrujada, no vio la embestida a traición del burel, un cuatreño muy bien armado que se sintió atraído por el cebo del muchacho oscuro que se había hecho plata aceitunada por el sudor y los reflejos de la Luna llena. Se volvió sorprendido por el galope del toro que salió de la sombra de un grupo de encinas cercanas. Desplegó con urgencia la falsa franela casi roja y se ayudó con una vara de olivo del camino que le servía de estoque y que hilaba a la tela para agrandar el engaño. Mas el toro no le dio cuartel.
El morlaco encelado en la estatua de plata, no vio el paño que el Nano le ofrecía y del primer “arreón” mando al chico al aire, recogiéndolo en la cuna de sus cuernos para volverlo a voltear una y otra vez en un tétrico carrusel de sangre. Cada herida, una prenda, cada agujero en la piel un chorro rojo. Intentó levantarse, desnudo, sangrante y roto; sacando fuerzas para ganar a la muerte se recostó, todavía en pie en una encina tan inclinada que llevaba años buscando la horizontalidad del suelo. Esperó resignado la embestida y la muerte que llegó en forma de cornada en medio del pecho que lo clavó a la corteza como un Cristo joven. Cayeron flácidos los brazos a lo largo del torso y no hubo ni un último intento de escapar a la muerte. Inclinó la cabeza y sus cabellos largos, brillantes, ocultaron el rictus del final en su cara aún más bella en la escapada final. Sin ropa, al pie de la encina que lo sostenía, el agujero negro del pecho escupía a oleadas choros de sangre roja que en pocos momentos cesó para convertirse en un reguero manso que bajaba por su vientre a su sexo que había desaparecido dejando en su lugar unos colgajos por el penúltimo hachazo del toro, a sus piernas y al llegar a sus pies teñía el verde prado de rojo y plata.
Allí quedó crucificado en un cuadro de brillos y sombras; azuleaba su pelo negro. Ofendía con su fulgor la sangre que lo cubría y luminosa era la dehesa bajo el manto plateado de la luna. Por el fondo de la pradera arbolada se perdía el toro harto de sangre joven, satisfecho en la desigual pelea y llegando a los cañaverales, se esfumó en la trágica noche.

A otro lado de la dehesa, Mano no pudo sospechar
 la suerte de su hermano chico- todo había transcurrido tan rápido y tan silenciosamente- pero si llegó a ver a aquel cuatreño negro zaino, bragao y calcetero que se perdía en las sombras con el número 52 en los costillares. Sin saber porqué corrió en la dirección opuesta al bicho sintiendo dentro la llamada que le anunciaba la terrible tragedia. Sintió en la cara el olor dulzón de la sangre que ya había dejado de manar del destrozado cuerpo del niño. Cuando llegó al claro de la dehesa, la luz de la Luna se había detenido en la escena.
Mano nunca acertaría a describir lo que sintió aquella maldita noche: una mezcla de dolor, rabia, impotencia y desesperación al ver truncada en tragedia la vida y los sueños del niño gitano- su hermano chico- hermano de sangre…la misma sangre que aquella noche lo manchaba todo. Lo abrazó con todo el amor que le había profesado en vida y con extremo cariño depositó sobre la hierba el cuerpo exangüe del muchacho. Puso sus puños en las heridas abiertas donde la sangre ya coagulada y como queriendo evitar- ya tarde- el escape de la vida en un gesto mecánico pues hacía ya rato que aquella vida ya no moraba en la dehesa. Besó con devoción los labios tibios del chico y levantó los brazos ensangrentados al cielo ofreciendo su sacrificio a la Luna y se alejó con él en sus brazos hacia la valla murmurando.
-        Zaino, bragao, calcetero. 52-
-        ¡Juro ante ti, reina de los gitanos de la noche, que vengaré la muerte de mi hermano!

Pasó el resto del verano en un intento vano, noche tras noche, buscando el maldito toro. Pateó la dehesa del desastre de arriba abajo, revisó en secreto todos los cercados, espió con atención todas las manadas, pasaba las noches en vela deambulando por los pastos, descuidando sus obligaciones familiares lo que algunas veces le costaba algún disgusto con sus padres. Con la llegada del invierno, la búsqueda se hizo más difícil al subir las reatas a las partes más altas de la finca, buscando el calor de las “manchas”.

Al poco la familia gitana tuvo que levantar el campamento en busca de nuevas tierras donde ganarse el sustento; Mano, cuando sentía que se le calmaba la sangre por fuerza del tiempo que transcurría, refrescaba su memoria y mascullaba entre dientes:
-Negro, zaino, bragao, calcetero…52.
En la Primavera haría los diecisiete y pronto un año desde la muerte del Nano; cuando pasó la nueva estación, bajo las lonas del campamento el calor del verano se hacía insufrible. Las recuas de mulas no se movían al sol, parecían estatuas de carne que la calima de la tarde difuminaba. Los niños morenos, semidesnudos que tanto le recordaban al Nano jugaban ajenos al calor que desprendía la tierra y, las gitanas viejas se afanaban en preparar los pucheros para la pitanza del mediodía. Mano con su inseparable Primo hacían corro con el resto de los varones de la tribu, charlando de cosas de “tratos” con unos forasteros que sudaban copiosamente: discusiones sobre precios, la edad de los animales, etc. Que de vez en cuando subían de tono aunque todos sabían que toda esa violencia verbal no era más que teatro. Pero en ese corro se notaba la falta del Nano- tan despierto- que ya habría cumplido los dieciséis años. Un apretón de manos, un trago largo de la bota y dinero para un lado y animales para otro como siempre había sido desde que conocían la vida nómada, la vida que sujetaba a los gitanos a la tierra pero, a ninguna tierra.
Y, allí lo vio…parado en la cuneta de la carretera, un viejo carro de varas llevaba pegado un cartel. Anunciaba:
GRAN CORRIDA DE TOROS
6 SOBERBIOS EJEMPLARES 6
De la ganadería de Robledillo del Monte
Que estoquearan los diestros
………………………..
…………………………
Y, allí lo vio…entre los astados se anunciaba un ejemplar: negro, zaino, bragao, calcetero, con el número 52 en los costillares, un cinqueño bravo, con mucho trapío; más de seiscientos kilos y con un balcón de metro y medio para el maestro que tuviera la valentía de asomarse.
Allí, a cuatro leguas, en la capital era desencajonado a los corrales de la plaza, el asesino, el que abrió en dos el pecho del Nano dejándolo desnudo de ropa y atributos por fuera y de sangre por dentro, crucificando en el árbol ancestral de la dehesa un mundo de vida y sueños juveniles, destrozando materialmente aquel cuerpo casi infantil que tantas veces sintió junto a él bajo la manta, cerca del fuego y al abrigo de las lonas que bailaban en las noches de tormenta. ¡Cuántas veces acarició aquel cuerpecito tibio y suave que se arrimaba al suyo, no mucho más crecido, buscando un poco de calor, de compañía o de protección en los malos sueños!
………….

Se alzaba la plaza de toros, portátil, en las afueras de la ciudad en aquellos días de fiesta. Llorando,
 se durmió y ya de madrugada, cuando la Luna moraba en lo más alto, llamó a Primo que dormía en la misma tienda y con sigilo “aviaron” una mula y en silencio “bajaron” a la ciudad.
No había fraguado en su mente la forma de venganza y nada se le ocurrió en el largo camino, pero, sentir que los pasos de la mula le acercaban poco a poco al asesino, le enervaba. Pararon en un bosquecillo aledaño a la plaza y muy cerca de los corrales. Al calor del fuego se quedaron dormidos cuando la noche ya empezaba a rociar y hacía fresco.
Se vio en pie, en medio de un claro, invocando a la luna:
“JURO POR EL NANO, POR NUESTRA SANGRE Y POR NUESTRA LEY QUE ESTA TARDE NO MORIRÁS EN EL ALBERO DE LA PLAZA, CON EL APLAUSO DE LOS HOMBRES PUESTOS EN PIE. TU NO MERECES ESA MUERTE HONROSA AL SONAR DE CLARINES Y TIMBALES DE FIESTA” “JURO QUE MORIRÁS COMO
FUISTE EN VIDA: ¡ UN COBARDE!”. – Soñó.
Lo despertó un mugido que despabiló el crepúsculo sereno, primo seguía dormido y él, ya había tomado una determinación. Recordó punto a punto, las imágenes de aquella noche en la dehesa, la fatídica noche en que el burel clavó a su hermano chico en una encina, lo enloqueció la visión del cuerpo desnudo cubierto de sangre con aquel agujero en medio del pecho.
Solo, con un cuchillo y una ascua humeante encendida, saltó con determinación a los chiqueros y allí, arrinconado estaba en negro, zaino, solo, asustado. Corrió hacia él como un loco y con la tea lo cegó.
El animal enloquecido tiraba derrotes escalofriantes al aire en tan reducido espacio y el Mano igual de enloquecido hundía una y otra vez el puñal en el enorme corpachón del astado; clavaba sintiendo correr por su brazo armado la sangre viscosa y caliente.
No sintió cuando las dos sangres se juntaron en aquel cuerpo a cuerpo, las cuchillas del animal también hicieron su oficio. No sintió cuando ya en la amanecida, un pitón le abría en canal la pierna derecha entera y si lo sintió no fue más que para enloquecerle y sumergirle en una orgía de sangre, sintiendo como el morlaco perdía fuerzas en cada derrote.
Quizás ya con luz, le dio tiempo de mirarse para ver su cuerpo desnudo, destrozado, caído sobre el toro que agonizaba como él.
Aún tuvo fuerza para volverse y, de un solo tajo, arrancó los testículos del animal.

El Cristo-niño gitano de los mil sueños toreros, había sido vengado y su asesino muerto indignamente. No pasearía el 52 por el ruedo de los valientes.
Marcial-Jesús Hueros Iglesias.
Estremoz (Port).Agosto 2011.






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